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«En Nueva York recortan los bonos de comida para las familias pobres», denuncia la escritora Zadie Smith en una entrevista. «Es obsceno que las pérdidas de los banqueros las vayan a pagar los bebés más pobres de la comunidad» («Presente continuo», Babelia, 23 de noviembre de 2013). Es una obscenidad, pero en eso consiste la normalidad capitalista, ¿o alguien a estas alturas no se había enterado? Hay que asumir la realidad: los fuertes, ya lo sabemos desde tiempos de Calicles y Trasímaco, han de dominar a los débiles (lo cual incluye, en los tiempos regulares, también recortar sus bonos de comida o sus pensiones, y en los tiempos malos masacrarlos y devorarlos). Así que hagamos caso a mentes lúcidas como las de Jesús Andreu, quien nos recomienda -desde las páginas de opinión de un diario que, alucinatoriamente, se creía a sí mismo el «intelectual colectivo de la democracia»- que nos dejemos pamemas igualitaristas y aprendamos a amar a los ricos, con un buen aggiornamento de nuestros vínculos sadomasoquistas a las realidades del siglo XXI («¿Por qué odiamos a los ricos?», El País, 23 de noviembre de 2013). No estamos en mala posición para ello: en cuanto a desigualdad económica, según los datos de 2012, España se encuentra en el segundo peor lugar de toda la zona euro, sólo por detrás de Letonia.

Hoy es un día triste. En Suiza, el 24 de noviembre de 2013, se ha votado una iniciativa legislativa popular que buscaba poner topes a los salarios más altos: la iniciativa 1:12. Si hubiera prosperado, el salario de los altos ejecutivos de una compañía no podría superar en un mes lo que en un año gana el más modesto de los empleados. Severin Schwan, consejero delegado de la farmacéutica Roche –quien recibió un salario 261 veces superior al trabajador peor pagado de la compañía en 2012–, aseguró durante la campaña electoral que sería mucho más difícil para la empresa reclutar personal cualificado si se aceptaba la medida. Y no se ha aceptado… Ha sido derrotada en las urnas. ¡Viva quien vence!