El 60% de los españoles prefieren ser empresarios antes que asalariados, según un informe elaborado por la Comisión Europea y dado a conocer el primero de septiembre por las Cámaras de Comercio. La Voz de Galicia comenta que ello coloca a España como el tercer país de la Unión Europea con mayor “espíritu emprendedor”, sólo por detrás de Grecia y Portugal. Dos cosas son notables: que en apariencia vaya calando tanto esa aberrante ideología contemporánea que incita a la gente a que se vean a sí mismo como “empresas unipersonales” antes que como ciudadanos, trabajadores, enamorados, gastrónomos, ornitólogos, jugadores, alpinistas, etc., por una parte; y, por otra, que los campeones en esto del “espíritu emprendedor” se correspondan tan exactamente con los países más atrasados de la Unión Europea.
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Leo el volumen de ensayos de Gary Snyder A Place in Space, una verdadera fiesta para la inteligencia y la sensibilidad (¡valdría la pena haber viajado a EE.UU. aunque sólo fuera para comprar ese libro!). En cierto lugar cuenta cómo los indios Cahuilla, que vivían en el desierto de Palm Springs y en las montañas circundantes, recolectaban plantas desde lo hondo del valle hasta la cumbre de la montaña, con un conocimiento preciso de sus propiedades. Decían que cualquiera podía, si procedía con paciencia y prestaba suficiente atención, oír la vocecita de las plantas.
De forma análoga lo expresaba Tatanga Mani –Búfalo Caminante–, un indio stoney que vivió entre 1871 y 1967: “¿Sabéis que los árboles hablan? Pues sí, hablan. Hablan entre ellos, y si los escucháis os hablarán a vosotros también. El problema es que los blancos no escuchan. Ellos nunca aprendieron a escuchar a los indios, por eso creo que tampoco escuchan otras voces de la naturaleza. Yo he aprendido mucho de los árboles: algunas veces sobre el tiempo, otras veces acerca de los animales, otras sobre el Gran Espíritu.”[1]
Con esto conecta el poeta moderno directamente: todas las cosas pronuncian nombres, nos dijo el gran Antonio Porchia. Me detuve como un árbol/ y oí hablar a los árboles, remacha el gran Juan Ramón Jiménez[2].
Todas las cosas pronuncian nombres. Para que ellas puedan hablar, tú debes saber permanecer en silencio, con perfecta atención y disponibilidad.
Muchas veces el ruido que hacen otros nos impide oír; pero otras muchas veces hacemos ruido nosotros para no oír.
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He oído contar un par de veces al poeta Antonio Méndez Rubio una anécdota que le impresionó –y con razón. A principios de 1998, la prensa difundió una discreta noticia de sucesos: en Bélgica, alguien había alertado a la policía sobre la posible situación grave de un vecino cuya casa llevaba muchos días a oscuras (aunque le habían visto entrar y salir con cierta regularidad). De día todas las persianas estaban bajadas, y de noche no se advertía ninguna luz en el interior de la vivienda. La policía, que acudió a ayudar, acabó sacando de su casa esposado y detenido a aquel hombre: resultó ser un importante ladrón, a quien buscaban sin éxito desde tiempo atrás por la ejecución de sucesivos robos, todos ellos realizados sin luz. Aprovechaba las horas de oscuridad en su domicilio para entrenarse a tientas…
El sensible poeta extrae de esta historia la quintaesencia de su concepción de la poesía como aprendizaje en la oscuridad. “En nuestras sociedades contemporáneas de la desaparición, donde el uso sistemático de la propaganda y la publicidad convierten las formas oficiales de cultura en sutiles mecanismos de ocultación, de negación de existencia, creo que el mayor desafío del poeta debería consistir en dejar constancia de lo que (no) se vio. (…) Una forma de resistencia, de indagación en la cara escondida de lo que nos pasa, de construcción y reconstrucción de formas de mirar capaces de señalar, al trasluz, todo lo que no existe y, sin embargo, se está viendo desaparecido.”[3]
(Por lo demás, esa existencia en la oscuridad es la que se dio a sí mismo el gran Vladimir Holan, después de 1948 voluntariamente recluido en su casa de la isla de Kampa, con las cortinas echadas, viviendo de noche, respondiendo a la prohibición de su obra –Stalin contra Mallarmé— con esa inmersión en la oscuridad, entregado a la poesía y a sus fantasmas. Así lo evoca Clara Janés, a quien tanto debemos los castellanohablantes amantes de la poesía.[4])
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También Auden –citando a un rabino jasídico— proponía aprender del ladrón: “Un niño y un ladrón pueden enseñarte las diez reglas de la acción. Del niño puedes aprender tres cosas: está alegre sin causa. Nunca se está quieto. Cuando quiere algo lo pide con todas sus fuerzas. El ladrón también enseña cosas útiles:
- Trabaja de noche.
- Si no termina la primera noche, continúa la noche siguiente.
- Él y todos sus cómplices se aman los unos a los otros.
- Arriesga su vida por poca cosa.
- Lo que roba tiene poco valor para él; lo cambia por calderilla.
- Aguanta golpes y sinsabores; le importan poco.
- Le gusta su oficio y no lo cambiaría por ningún otro.”[5]
A los dos maestros de Auden yo añadiría un tercero, el perrito, para completar la trilogía didáctica. Del can se puede aprender:
- Inaugura el mundo cada mañana.
- Para él se recrea cada día el mágico tapiz de olores, siempre el mismo y siempre diferente.
- Disfruta con los placeres más sencillos.
- Está de verdad en lo que está, viviendo absorto el “ahí”, sin tonterías ni distracciones.
- Se relaciona con afectividad intensa.
- Se fía de sus sentidos y pone la calidad por encima de la cantidad.
- Distingue entre lo bueno y lo malo a base de fino olfato.
- Siendo tan diferentes como somos, nos considera perros y nos trata sin discriminación ninguna.
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Por cierto que, a propósito de la literatura y el robo, también merecería la pena evocar aquella entrevista entre el joven Heinrich Böll y el editor de una conocida revista a quien el novelista quería vender un cuento:
“–¿Pero usted siente la necesidad de andar por el mundo con esos manuscritos arrugados, pasados a máquina con errores, o encomendarlos al correo, y seguir escribiendo aunque se los devuelvan todos?
‘Sí’, contesté.
‘¿Y por qué lo hace (…)?’
Jamás me habían hecho esa pregunta. Me puse a pensar mientras el redactor comenzaba a leer mi cuento.
‘No me queda otra alternativa’, dije al fin.
El redactor alzó la vista, arqueó las cejas. ‘Es una respuesta muy buena, una vez se la oí decir a un atracador. El juez le preguntó por qué había proyectado y llevado a cabo el atraco. No tenía otra alternativa, dijo’.”[6]
[Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 34-36. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]
[1] T.C. McLuhan, Tocar la tierra, Octaedro, Barcelona 2002, p. 31.
[2] ÁRBOLES HOMBRES, en la antología Las ínsulas extrañas, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002, p. 57.
[3] Antonio Méndez Rubio, “Des(a)punte sobre poética y política”, en Estética y conflicto 3 (periódico semanal del I Foro Social de las Artes), Madrid, 10 al 17 de junio de 2002, p. 2.
[4] Por sus hermosas traducciones del checo, además de su propia inspirada poesía; igual que tenemos que agradecer al benemérito Paco Uriz su copioso y nutricio trasiego de poesía escandinava. La evocación de Holan en el prólogo a Abismo de abismo, Bassarai, Bilbao 2000.
[5] Citado en Fernando Zóbel, Cuaderno de apuntes, Galería Juana Mordó, Madrid 1974, p. 31.
[6] Heinrich Böll, “El riesgo de la literatura” (1956), en Más allá de la literatura –ensayos políticos y literarios, Bruguera, Barcelona 1986, p. 37.