Tanta gente –y gente cercana y bienintencionada, en muchos casos— piensa que la ciudad ecológica es la del smartphone y el coche eléctrico… Pero no es así, la ciudad ecológica es la de la biblioteca pública y la bicicleta. Ésta ciudad, la de la igualdad y la sustentabilidad, estuvo a nuestro alcance, pero dejamos pasar la ocasión de construirla. Ahora, la demencial huida hacia adelante que persigue en el mejor de los casos esa ciudad del smartphone y el coche eléctrico –ya inviable, salvo para minorías, en un mundo de siete mil, ocho mil millones de personas en overshoot ecológico— destruirá las bases biofísicas que hubieran hecho posible para todas y todos la ciudad democrática de la biblioteca pública y la bicicleta.
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Me gustaría dejar estas líneas en el contexto que forman otras anotaciones anteriores en este blog:
fracasar mejor
Steven Pinker, Yves Michaud, Javier Gomá, todos ellos coinciden en lo que parece un optimismo inquebrantable: estamos viviendo la época mejor de la historia de la humanidad. Y en un plano más de andar por casa, José Miguel Monzón, “el Gran Wyoming”: “Soy de la generación que ha vivido la mejor época de la humanidad. Cualquier tiempo pasado fue una puta mierda; cuando murieron mis padres fue una mierda, y lo que vivieron mis abuelos una mierda al cuadrado, y así exponencialmente. Pero justo en esa evolución que sí tuvo la humanidad yo pillé la cima, me ha tocado todo lo mejor.”[1]
Que gente tan lista pueda incurrir en semejantes simplezas… Solamente con un brutal recorte de lo que es el mundo mental de uno, y una brutal ignorancia del abismo ecológico-social abierto ante nosotros, puede uno afirmar algo así. Necesita para ello un tajo que anule cualquier cosa que pueda suponer responsabilidad intergeneracional, por ejemplo… ¿“El mundo está bien hecho”? No, claro que no: está pésimamente hecho. (Pero es lo que hay, sí, y –a pesar de los pesares— se trata de disfrutar lo más posible dañando lo menos posible. No contradeciré en eso al epicúreo, al esteta, al escéptico…) Nothing succeeds like success es el lema de esta sociedad desquiciada. Y el nuestro, con Samuel Beckett: fracasar mejor.
El abismo del colapso civilizatorio que está abierto ante nosotros obliga –debería obligar—a replantearnos casi todas las preguntas: antropológicas, filosóficas, económicas, sociológicas, psicológicas… Sin embargo, ese trabajo de radical replanteamiento sólo está teniendo lugar en una muy limitada medida.
la devastación va a continuar
“El siglo XXI será (ya es) digital, y todos los éxitos y fracasos, victorias y derrotas tendrán lugar en formato digital y ocurrirán en la Red”.[2] Ésta es la profecía de la doxa dominante: no hay plan B frente al dominio apabullante de la microelectrónica, la robótica, las telecomunicaciones y la digitalización. Se comerá usted todo esto, sí o sí: a esto se nos conmina desde arriba.
Y como, desde abajo, podemos antes imaginarnos el final del mundo que el final del smartphone, la devastación de la biosfera –y con ella la autoaniquilación del ser humano— va a proseguir hasta sus últimas consecuencias (o quizá –si hay suerte— sólo hasta las penúltimas…). No es una fatalidad –depende de lo que hagamos y dejemos de hacer, y somos animales con libre albedrío—, pero es lo que desgraciadamente va a suceder. Me impresionó el punto de vista sobre internet y la cultura humana del ecólogo de la Universidad de Florida Mark T. Brown.
colapsar mejor
Hay formas de colapso ecológico-social que parecen mejores que algunas trayectorias de –cierta– sostenibilidad. Si uno piensa, como el profesor Mark T. Brown, que internet es lo más valioso que ha creado el ser humano, entonces estará dispuesto a construir centrales nucleares para que la World Wide Web pueda seguir activa en un mundo de recursos escasos[3] (nuestro mundo en el Siglo de la Gran Prueba). Parece difícil concebir una sociedad en esas condiciones que no esté fuertemente militarizada… En fin, ¡un futuro fuertemente distópico! Algunas formas de colapso, si discurrieran sin demasiada violencia, resultarían claramente preferibles.
la ciudad democrática
de la biblioteca pública y la bicicleta
Tanta gente –y gente cercana y bienintencionada, en muchos casos— piensa que la ciudad ecológica es la del smartphone y el coche eléctrico… Pero no es así, la ciudad ecológica es la de la biblioteca pública y la bicicleta. Ésta ciudad, la de la igualdad y la sustentabilidad, estuvo a nuestro alcance, pero dejamos pasar la ocasión de construirla. Ahora, la demencial huida hacia adelante que persigue en el mejor de los casos esa ciudad del smartphone y el coche eléctrico –ya inviable, salvo para minorías, en un mundo de siete mil, ocho mil millones de personas en overshoot ecológico— destruirá las bases biofísicas que hubieran hecho posible para todas y todos la ciudad democrática de la biblioteca pública y la bicicleta.
un paisaje de ruinas
Las historiadoras del siglo XXII –si es que hay historiadoras e historiadores en el siglo XXII— se devanarán los sesos intentando contestar a la pregunta: ¿cómo tan poca gente –apenas tres o cuatro generaciones, a partir de la segunda mitad del siglo XX–, en tan poco tiempo, con tamaño nivel de irresponsabilidad socialmente organizada y culturalmente enaltecida, pudieron ocasionar tanta destrucción?
en la asamblea: pesimismo, optimismo, realismo…
En una asamblea, me encontré con compañeros y compañeras a quienes no veía desde hacía tiempo… Una de ellas me dijo: “qué bien verte por aquí, ¡todo el mundo decía que estabas deprimidísimo!”
Lo que había ocurrido –durante el período de los dos años anteriores, más o menos—[4] es que yo me había esforzado por repensar perspectivas, evaluar opciones de futuro en lo ecológico-social y –a la postre— realizar un difícil duelo por la humanidad venidera (pues todo indica que vamos hacia un ecocidio acompañado de un genocidio). Pero lo que se había difundido en medios militantes es “Jorge está fatal, muy deprimido”. Esa reducción al supuesto o real problema psicológico personal de alguien evita tener que enfrentarse a lo más difícil: pensar nuestra situación, tomando de verdad en cuenta el abismo ante el cual nos hallamos. (Y así funciona, por lo demás, la avasalladora cultura dominante bajo el capitalismo: los problemas sociales se redefinen como cuitas de cada cual y se remiten a la responsabilidad personal del agobiado individuo.) Es algo parecido a lo que Fernando Savater señala con respecto a las “fobias” sociales:
“Se ha puesto de moda que quienes detestan ver sus opiniones ridiculizadas o discutidas lo atribuyan a una ‘fobia’ contra ellos. Llamarla así es una forma de convertir cualquier animadversión, por razonada que esté, en una especie de enfermedad o plaga social. Pero (…) la fobia consiste en perseguir con saña a personas, no en rechazar o zarandear creencias y costumbres. Lo curioso es que la apelación a las ‘fobias’ es selectiva: no he oído hablar de ‘nazifobia’ para descalificar a quienes detestamos a los nazis, ni de ‘lepenfobia’ para los que no quieren manifestarse por París con Marine Le Pen y sus huestes…”[5]
Si estamos de verdad en una situación catastrófica –y lo estamos–, tratar de analizarla no es discurso catastrofista ni ceder a la depresión, sino un ejercicio de realismo.
Por lo demás, en términos estrictamente cognitivos nuestro problema colectivo no es el realismo de los depresivos que constata la psicología clínica, sino más bien lo contrario: el sesgo hacia el optimismo irracional que parece evolutivamente inscrito en los genes de nuestra especie.[6] Un rasgo como la propensión al autoengaño, que probablemente nos ayude –y por eso tenga valor adaptativo– a la hora de hacer frente a crisis personales, podría resultar fatal si gobierna nuestro comportamiento a la hora de hacer frente a crisis colectivas tan dramáticas como la que se nos plantea hoy.
En tiempos históricamente “normales” (las comillas resultan obligadas, pues ¿a qué podríamos llamar normalidad histórica?) el optimismo por principio, para salir adelante, tendría un pase. A un alcalde palestino le preguntaron si era pesimista u optimista. Contestó: “Ser pesimista es un lujo que no me puedo permitir, porque mediante el optimismo vislumbramos proyectos que nos permiten salir de nuestra situación”.[7] Éste es el esquema –tan reconfortante cuando uno se encuentra en una mala situación histórica— de “lo hicimos porque no sabíamos que era imposible”, que por lo demás puede reclamar avales tan importantes como los de Karl Liebknecht y Max Weber.[8] Pero si nos hallamos en el Siglo de la Gran Prueba, si hacemos frente a las mayores discontinuidades históricas en la vida de la especie, ¿podemos permitirnos el lujo de plantearnos las cosas en esos términos?
the end of normal
Syriza gana (el 25 de enero de 2015) las elecciones generales en Grecia con un programa socialdemócrata… Los martirizados ciudadanos y ciudadanas griegas querrían algo de normalidad.[9] En nuestro país, Podemos aumenta constantemente su intención de voto después de las elecciones europeas de mayo de 2014, a base de realizar gestos socialdemócratas… Los españoles y españolas desearíamos algo de normalidad. Es cierto que nuestro país no ha sido destruido tan sañuda y metódicamente como Grecia, pero aun así las heridas de la llamada “austeridad” (hacer pagar a los de abajo la crisis financiera y económica provocada por los de arriba) son muy profundas.
Uno comprende bien el anhelo de cierta normalidad en Grecia, en España y en muchos otros lugares. Y sin embargo no la tendremos, no tendremos esa normalidad tan deseada… No estamos en el tiempo de la prosperidad creciente, de las relaciones laborales ordenadas, del capitalismo domesticado, de las carreras profesionales previsibles, de la geopolítica racional, de la energía abundante y barata, de la población pequeña en relación con los recursos naturales, del clima estable… (Capítulo aparte merecería la normalidad de clase media: la segunda residencia, el cambio de automóvil cada lustro, la buena asistencia en el hospital público aunque uno tenga también el seguro privado, ese tan cómodo poder delegar los asuntos públicos en políticos profesionales que no roben demasiado ni demasiado a la vista… Ah, la normalidad de la clase media –por ejemplo en un país como España.)
Pero no hay ni habrá normalidad: The End of Normal: The Great Crisis and the Future of Growth es el título de un libro del economista James K. Galbraith publicado en 2014. (Ni tampoco hubo nunca normalidad, por descontado, en cuanto uno mira la historia humana con un mínimo de perspectiva: pero ésa es otra historia.)
Dos supuestos muy mayoritarios son totalmente erróneos: estamos viviendo realidades socioeconómicas “normales”, o podemos retornar a ellas; y tenemos el tiempo histórico abierto como siempre ante nosotros. Por el contrario, se acabó lo “normal” –que por otra parte, hay que repetirlo, nunca fue normal–; vamos hacia el colapso de las sociedades industriales; y tenemos ante nosotros las mayores discontinuidades históricas a las que se habrá enfrentado la especie humana.
(Desde una visión más o menos lineal de la historia, aún anclada en los mitemas del progreso, puede sostenerse que los colapsos no importan tanto porque “la historia humana está salpicada de catástrofes, pero suelen superarse sin demasiadas pérdidas. Muchas veces van seguidas de un esfuerzo mucho mayor, del que a su vez nace un éxito mayor”.[10] Pero precisamente esta concepción está ignorando que nos hallamos ante las mayores discontinuidades de la historia humana, y eso tanto si tuvieran razón los tecnólatras creyentes en la Singularidad como si –de forma harto más plausible en mi opinión— ya fuera inesquivable un colapso civilizatorio de carácter sistémico.)
[1]“La política tiende a silenciar a testigos y críticos”, Monzón entrevistado en El País, 18 de enero de 2015. El filósofo francés Yves Michaud, por ejemplo: “No soy un prescriptor, sino alguien que describe. Pero tendría tendencia a pensar que sí [, que nuestras sociedades están satisfechas]. Si hago una aproximación histórica, el hombre ha tenido hasta periodos recientes una vida de perro. Estamos en sociedades donde uno no se muere de hambre, donde vivimos mucho tiempo…” (entrevista en Babelia, también el 18 de enero de 2015).
[2]José Ignacio Torreblanca, “Guerras digitales y tiranos del oro negro”, El País, 4 de enero de 2015.
[3] Comunicación personal, Valencia, 7 de octubre de 2014 (en el marco del Simposio internacional “¿Mejor con menos? Decrecimiento, austeridad y bienestar”, 6, 7 y 8 de octubre de 2014, Facultat de Ciències Socials de la Universitat de Valencia). Brown dirige el Center for Environmental Policy de la Universidad de Florida, y es uno de los más distinguidos expertos mundiales en el análisis de sistemas en términos emergéticos: véase http://www.cep.ees.ufl.edu/emergy/resources/presentations.shtml
[4]Primavera de 2013, el viaje a América Latina a mis 51 años, el entenebrecimiento de nuestras perspectivas socio-ecológicas: en cierta forma Homo sapiens basculó para mí definitivamente hacia Homo demens.
[5] Fernando Savater, “Fobia a las fobias”, Babelia, 17 de enero de 2015.
[6] Cierta dosis de autoengaño parece ser una condición necesaria para la salud humana. La psicología experimental ha comprobado que los individuos más “realistas”, más capaces de guiarse por el principio de realidad antes de por el principio de placer, son… personas clínicamente deprimidas. Por el contrario, los individuos “normales” –ni maníacos ni depresivos— tienden a sobreestimar sus capacidades y a verse bajo una luz favorable (creyendo por ejemplo que los demás tienen sobre ellos una opinión mejor de lo que es el caso) (cf. Jon Elster, Tuercas y tornillos, Gedisa, Barcelona 1990, p. 46). Por decirlo de manera campechana: parece que normalmente los seres humanos vamos “sobraos”, bien arropados de autoestima (sin duda otros preferirán hablar de narcisismo), y sólo cierto “bajón” nos sitúa en el nivel de la apreciación sobria de los hechos, del juicio razonable sobre nuestras capacidades y circunstancias.
Cuando se pregunta a graduados estadounidenses si tienen capacidad de liderazgo por encima de la media, más del 70% dicen que sí y sólo un 2% dicen que no. En una muestra de profesores universitarios en EE.UU., el 94% afirma que cree ser mejor en su trabajo que el promedio de sus colegas (W.G. Runciman, El animal social, Taurus, Madrid 1999, p. 116). Quizá quepa recordar aquí que el filósofo alemán Hans Vaihinger (1852-1933) caracterizó al ser humano como un mono con megalomanía…
[7] Lo cuenta el cineasta israelí Amos Gitai (entrevista en Minerva 9, Madrid 2008, p. 109).
[8] Weber, en La política como vocación, insistía en que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez. El presupuesto de este consejo, claro, es que uno podrá seguir intentándolo una y otra vez en el futuro: que no se interrumpirá la historia humana… Pero éste es precisamente el peligro en el Siglo de la Gran Prueba.
[9]Dimitris Christopoulos, profesor de Ciencia Política en la Universidad Panteion de Atenas y vicepresidente de la Federación Internacional de Derechos Humanos, declara en una entrevista: “La gente espera poco. Están más desesperanzados que esperanzados [el lema de Syriza de campaña es ‘La esperanza llega. Grecia avanza, Europa cambia’] de lo que estaban o de lo que otros piensan. El sentimiento principal antes de la llegada de Syriza al poder no es un sentimiento de esperanza y de radicalismo político como muchos observadores de fuera piensan. Es un sentimiento de recuperar un poco de dignidad y basado en un argumento colectivo e individual práctico. Quieren hacer algo para estar un poquito más felices. No tiene nada que ver con la izquierda o una visión radical de cambiar la sociedad. Tiene que ver con el hecho de lo que ha pasado en los últimos cuatro años, en los que ha habido una catástrofe humana en Grecia, y además el discurso de Syriza, que era izquierdista, ha sido reemplazado por un discurso que, llevado a los ochenta o los noventa, sería un discurso socialdemócrata moderado. Ni siquiera de izquierdas. Ni neoposcomunista ni nada, es de izquierda, pero de distribución de la riqueza, de reducir las desigualdades sociales, de intentar afrontar la crisis incentivando el consumo. Es neokeynesiano en lo económico, socialdemócrata desde el punto de vista político, lo cual suena revolucionario por el tipo de políticas que predominan en Europa…” (“Esto no es una crisis, es un régimen, y el desafío de Syruza es construir otro nuevo”, entrevista en eldiario.es, 23 de enero de 2015; http://www.eldiario.es/internacional/crisis-regimen-desafio-Syriza-construir_0_348915149.html )
[10] Nancy Sandars en su edición revisada de 1985 de su libro clásico sobre los Pueblos del Mar (hacia el final de la Edad del Bronce en el Mediterráneo oriental), citada por Eric H. Cline, 1177 aC –El año en que la civilización se derrumbó, Crítica, Barcelona 2015, p. 227.