sobre demografía, decrecimiento y crisis ecológico-social

Me escribe una aguda lectora del blog a propósito de un reciente artículo de Viçenç Navarro: «Nada como leer palabras desinfladas en alguien a quien habitualmente consideras incisivo y lúcido para reubicar sanamente las admiraciones… En fin, qué simploncete me parece este análisis de Navarro: http://blogs.publico.es/dominiopublico/7407/7407/

aunque en el último párrafo se cace un poco mejor su buena intención. Pero qué limitado…»
Y yo diría que, en efecto, este artículo de Navarro sobre «El movimiento ecologista y la defensa del decrecimiento» representa un buen ejemplo de las limitaciones de los enfoques keynesiano-socialdemócratas a la hora de pensar el presente… Esto fue ya señalado con relación a algunos textos anteriores del profesor Navarro, como me indica otro de los lectores del blog: http://www.eis.uva.es/energiasostenible/?p=1170
(Por cierto que está muy bien, salvo en algunos asuntos de detalle, el libro de Michel Husson El capitalismo en 10 lecciones que acaba de publicar Viento Sur/ La Oveja Roja, con enfoque «marxista del siglo XXI»).
Hace pocos años, las previsiones demográficas de NN.UU. suponían una estabilización cerca de los nueve mil millones de personas en 2050. Pero Ernest Garcia suele recomendar cautela: para tal estabilización la tasa de fecundidad debería haberse situado ya en la tasa de reemplazo (dos hijos por mujer, o muy poquito más, 2’01), mientras que en 2011 la tasa de fecundidad se situaba (en el promedio mundial) todavía en 2’5 hijos por mujer. En la primavera de 2013 los demógrafos de NN.UU. han alzado sus previsiones a 10.900 millones de seres humanos en 2100.

Pensar que no resulta excesiva una población de 7.000 ó 9.000 millones de seres humanos es puro wishful thinking –si uno desea calidad de vida para los seres humanos, y si piensa que debería haber espacio ambiental para otra vida que la humana.

El texto de Navarro resulta interesante también a la hora de releer las polémicas del pasado. Porque aunque en aquella famosa controversia entre los Ehrlich y Commoner el segundo tenía más razón que los primeros (yo diría que en una proporción 80/20 %), también los Ehrlich (es decir, no sólo Paul, también Anne… ¿por qué Navarro se olvida de ella?) tenían algunas cosas sensatas que decir… Me permito reproducir abajo una reseña que escribí hace veinte años.

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RESEÑA en mientras tanto 56 (diciembre de  1993), Barcelona.

 

DEMOGRAFIA Y CRISIS ECOLOGICA

 

por Jorge Riechmann.

 

  • Paul R. Ehrlich/ Anne H. Ehrlich: La explosión demográfica: el principal problema ecológico. Salvat (Col. Biblioteca Científica Salvat, número 3), Barcelona 1993. (Trad. de Camila Batlle del original The Population Explosion, publicada por Simon & Schuster en 1991).
  • Barry Commoner: En paz con el planeta. Crítica, Barcelona 1992. (Trad. de Mireia Carol, revisada por Joandomènec Ros, del original Making Peace with the Planet, publicada por Pantheon Books en 1990).

Barry Commoner y los esposos Ehrlich protagonizaron una larga e instructiva polémica sobre demografía y crisis ecológica hace ya dos decenios. A comienzos de los noventa, estos «clásicos vivos» del pensamiento ecologista/ ambientalista han renovado sus planteamientos, y los han vuelto a exponer con acrecido vigor, en los dos libros que aquí nos interesan. El importante texto de Commoner fue ya objeto de atención en las páginas de esta revista («Barry Commoner, un científico con conciencia de especie y conocimiento del valor de la ciudadanía», por Francisco Fernández Buey, mientras tanto 50): por eso aquí nos ocuparemos sólo de su planteamiento del problema demográfico en el capítulo 7, y nuestra atención se centrará más bien en La explosión demográfica de los Ehrlich.

La explosión demográfica es también un libro importante. Los autores están bien informados, construyen su obra sobre una base documental selecta y copiosa, y tienen la ambición de ofrecer una interpretación de la crisis ecológica global que dé cuenta de sus verdaderas causas. O más bien de su verdadera y principal causa, en singular: la tesis central de los autores es que -tal y como reza el subtítulo del libro- la explosión demográfica es la causa fundamental de la crisis ecológica. Esta idea es la misma que la que defendieron en su obra pionera The Population Bomb, publicada en 1968. Los Ehrlich han intentado, más de veinte años después, fundamentarla mejor: asentarla sólidamente en un análisis de las intrincadas relaciones que en la actualidad se dan entre la población humana, la biosfera que habita y los recursos naturales que la sustentan.

Pues bien: los Ehrlich fracasan de forma llamativa en su tarea de fundamentar sólidamente su tesis sobre la explosión demográfica. El libro es curiosamente inconsistente: la tesis central se afirma ya en el prólogo («la causa principal de los problemas que afligen a nuestro planeta no es otra que la superpoblación y sus impactos en los ecosistemas y en las comunidades humanas», p. XI), los capítulos que siguen van desgranando datos y análisis -la mayoría de las veces de buena calidad- sobre recursos alimentarios, ecología de la agricultura, demografía y salud pública, etc, y uno espera y espera los argumentos que apuntalen convincentemente la tesis central de los autores: en vano. La tesis central se enuncia varias veces pero no se prueba nunca, y las argumentaciones que supuestamente la probarían en realidad prueban otra cosa. En este sentido el libro, además de esa llamativa incoherencia, hace gala de una honradez que desarma al crítico malintencionado: pues exhibe sus fallos con tal rotundidad, y proporciona tan paladinamente él mismo los materiales para una argumentación alternativa, que realmente puede aprenderse mucho leyéndolo. Se refuta a sí mismo constructivamente. Al final, el lector tendrá ideas bastante claras y acertadas sobre el papel que la explosión demográfica desempeña en la crisis ecológica, aunque esté lejos de compartir la tesis central de los autores.

Pues en efecto, ellos mismos se encargan de señalar que la cuestión esencial no es el número de personas que habitan en un momento dado el planeta o alguna de sus regiones, sino el impacto ambiental que éstas causan. Y pequeños números de personas (por ejemplo en el Norte) pueden causar una gran destrucción, mientras que números mucho mayores (por ejemplo en el Sur) pueden destruir menos. «El impacto causado por un grupo humano en el medio ambiente constituye el resultado de tres factores. El primero es el número de personas. El segundo es la medida de los recursos que consume el individuo medio (…). Por último, el producto de esos dos factores -la población y su consumo per cápita- se multiplica por el índice de destrucción medioambiental causado por las tecnologías que nos suministran losproductos de consumo. El último factor es el impacto medioambiental por cantidad de consumo. En resumen: Impacto= Población por Riqueza por Tecnología, o I= PRT» (p. 52).

Resulta entonces obvio, tanto para para los autores como para el lector, que el impacto ambiental de una población puede limitarse sustituyendo las tecnologías destructivas por tecnologías  ambientalmente benignas (en una «revolución de la eficiencia»), o si se quiere decir de otro modo: ecologizando la base productiva de esa población. Y se puede limitar también disminuyendo el consumo de recursos por cabeza, vale decir: generalizando comportamientos más austeros (entre las poblaciones que habitan nuestro Norte sobredesarrollado). Y en tercer lugar, claro, también puede limitarse ese impacto ambiental reduciendo la población. Pero no se argumenta bien, ni se entiende, por qué los Ehrlich privilegian de tal modo el tercer factor respecto a los dos primeros. De hecho, el conocido fenómeno de la «inercia demográfica» o impulso poblacional (la tendencia de una población a seguir creciendo muchos decenios después de haberse reducido las tasas de natalidad), que los autores explican en las pp. 53 y ss., garantiza que los efectos ambientales de un control consciente de la demografía humana no se harán sentir hasta mucho tiempo después de que comience ese control: o sea, demasiado tarde (dada la gravedad de la crisis ecológica actual). Esta es una buena razón para no postergar los esfuerzos en ese campo (resulta imposible pensar una sociedad ecológicamente sustentable o sostenible en el largo plazo sin control demográfico), pero desde luego no se ve por qué «la principal prioridad ha de ser conseguir el control demográfico» (p. 204), teniendo en cuenta que «el control demográfico no representa una solución a corto plazo» (p. 111). Modificar nuestra forma de producir y consumir (sobre todo en el Norte del planeta), y difundir comportamientos más austeros (repítase la misma apostilla), parecen prioridades aún más urgentes. De hecho, en la p. 194 se aboga por «reducir simultáneamente los tres factores multiplicadores de la ecuación I= PRT». Y antes se ha reconocido (p. 167) que «detener el crecimiento demográfico e iniciar su progresivo descenso no representa una panacea; principalmente, ofrecería a la humanidad una oportunidad para resolver sus demás problemas» (p. 167), luego la explosión demográfica no es la causa principal de la crisis ecológica. ¡Santa inconsistencia!

A mi juicio, la incoherencia del planteamiento de los Ehrlich obedece a su conservadurismo de fondo: conservadurismo que, pese a las denuncias de «la división de la especie humana entre los que tienen y los que no, entre los países ricos y países pobres» (p. 33) que no escasean en el libro, aflora en momentos decisivos. Y hace sospechar que los pasos igualitaristas como el que acabo de citar son en cierta medida añadidos para no quedar mal, sin que los autores se los tomen del todo en serio. Por ejemplo: leemos en la p. 32 que «puede corregirse una situación de superpoblación sin que se produzca ningún cambio en el número de personas. (…) Bastaría que los norteamericanos cambiaran drásticamente su estilo de vida para acabar con la superpoblación en EEUU, sin que se produjera una fuerte disminución de la población». Muy bien: hasta aquí nada que objetar. Pero a renglón seguido los Ehrlich añaden: «Pero, en estos momentos y en un futuro inmediato, Africa y EEUU seguirán siendo países superpoblados». ¡Esto sólo puede afirmarse a continuación de lo anterior si se desconfía profundamente de que se produzca ningún cambio social de importancia! «Decir que no están superpoblados porque bastaría con que la gente cambiara su estilo de vida para eliminar el problema de la superpoblación es un error, puesto que la superpoblación se define por los animales que ocupan un determinado espacio, comportándose como naturalmente se comportan, no por un hipotético grupo que viniera a sustituirlos«. El subrayado es de los autores, y el error, me parece, también es suyo: me permitiré bautizarlo como falacia animalista. La falacia animalista consiste en suponer que los seres humanos son animales como los demás, con un comportamiento naturalmente determinado («comportándose como naturalmente se comportan»). No hay tal cosa, no hay determinación natural de los comportamientos humanos; somos animales de una especie muy especial para la cual (como los Ehrlich bien saben) «la evolución cultural puede anular a la evolución biológica» (p. 207). Ortega afirmaba lo mismo con provocadora rotundidad: el hombre no tiene naturaleza, tiene historia.

Este conservadurismo de fondo emerge de forma espectacular (propiciando de nuevo llamativas incoherencias) en el apartado que los Ehrlich dedican a la cuestión de las migraciones (p. 56-60). Se diría que esta cuestión constituye una verdadera piedra de toque para discriminar entre opciones emancipatorias y regresivas, en el atroz final de siglo que encaramos. La amenaza se ve en que los emigrantes de los países pobres, al adoptar los estilos de vida vigentes en sus países de adopción, pasan a consumir más recursos por persona (p. 57). Y entonces «es preciso controlar la afluencia de emigrantes a EEUU, entre otras cosas porque el mundo no puede permitirse el lujo de que existan más norteamericanos» (p. 58). Nótese bien: la medida que se propugna es el cerrojazo frente al Sur antes que los cambios en los modos de producir y consumir en el Norte. A renglón seguido se añade que «la única forma de resolver el problema es aplicando una política que, al mismo tiempo, ayude a Méjico a controlar su población y mejorar el nivel de vida de los mejicanos en su propio país» (p. 59), lo cual por supuesto es incoherente con la argumentación precedente a menos que se dé por sentado que «el nivel de vida de los mejicanos en su propio país» seguirá siempre siendo muy inferior al de EEUU. El igualitarismo proclamado en tantos pasos del libro se convierte en un descarnado antiigualitarismo cuando se toca el punto sensible de las migraciones. Se trata, insisto, de una verdadera piedra de toque para orientaciones políticas.

Hasta aquí el comentario sobre el libro de los Ehrlich, del cual puede sacarse mucho provecho, al ser tan palmarias las contradicciones. ¿Significa esto que, en el debate histórico entre los Ehrlich y Commoner, toda la razón queda del lado del segundo, quien minimiza la relevancia del factor demográfico para la crisis ecológica? ¿Se puede tildar a quienes abogan por el control demográfico de «neomalthusianos» y pasar a otra cosa? En modo alguno.

El capítulo 7 de En paz con el planeta, titulado «Población y pobreza», es a mi juicio el único insatisfactorio dentro de un libro excelente. Commoner parte también de una «ecuación» en esencia idéntica a la de los Ehrlich (contaminación total= contaminación por unidad de bien por bien per cápita por población, p. 144). Pero un exagerado optimismo tecnológico le lleva a postular que «los elementos químicos que constituyen los recursos del planeta pueden ser reciclados y reutilizados indefinidamente, siempre y cuando la energía necesaria para recogerlos y refinarlos esté disponible» (p. 142): y para Commoner está disponible en forma de energía solar (p. 143). Ahora bien, y sin entrar en otros problemas que plantearía la extremosidad de este planteamiento, el reciclado perfecto es un imposible termodinámico, y por eso la «solución» de Commoner falla. El mismo ejemplo que aduce se vuelve contra él: leemos que «a pesar de su enorme dispersión, más de la mitad del oro extraído hasta ahora sigue controlado hasta hoy día, siendo reunido cuando es necesario gastando energía» (p. 142). El ejemplo prueba lo contrario de lo que tendría que probar: a pesar de que el oro ha sido un metal valiosísimo para todas las civilizaciones, y de que los seres humanos lo han reunido, atesorado y conservado (o sea, reciclado) como ningún otro material en toda la historia humana, sólo algo más de la mitad de todo el oro extraído en toda la historia humana está hoy disponible. ¡Piénsese lo que ha ocurrido y ocurrirá con materiales menos preciados! Y no vale replicar que, con las escaseces crecientes o con los nuevos impuestos ecológicos, el latón o el papel llegarán a ser tan valiosos como el oro: sería una salida por la tangente fraudulenta, que no tendría en cuenta hechos termodinámicos básicos, por no hablar de los supuestos irreales sobre la organización social y la psique humana.

Tampoco el planteamiento de Commoner sobre demografía y crisis ecológica, por tanto, resulta convincente. Los «neomalthusianos» llevan razón, a mi juicio, al afirmar la necesidad de un control colectivo consciente de la demografía, y la insostenibilidad a largo plazo de una población como la que habitará el planeta a mediados del siglo próximo (más de diez mil millones de personas) si no suceden antes grandes catástrofes por pandemias, guerras o penuria de alimentos. Pero no tienen razón al afirmar que la explosión demográfica es la causa principal de la crisis ecológica, ni el control demográfico su principal remedio. Ahí, la propuesta commoneriana de «rediseñar la tecnosfera» y cambiar la organización social para disminuir el impacto ambiental parece más sólida. Siempre que no olvidemos ir al mismo tiempo reduciendo los nacimientos, aunque ello no sea lo absolutamente prioritario; y siempre que seamos bien conscientes de que para conseguirlo es más importante alfabetizar a las niñas y las mujeres del Sur, o proporcionar una seguridad social básica a los campesinos pobres de esos países, que ingeniar nuevos artilugios anticonceptivos (aunque tampoco esto último sea irrelevante).