Publicado en el informe del CCEIM España 2020/ 2050: consumo y estilos de vida, abril de 2012. Puede descargarse en http://cceimfundacionucm.org/Temas-clave/Consumo/Informes
Ametralladoras en los barcos pesqueros,
mercurio y organoclorados en los peces
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España, primeros años del siglo XXI. Por una parte, esquilmados los caladeros de nuestras aguas territoriales, nuestra flota pesquera –cuya actuación, en general, no se caracteriza precisamente por respetar criterios de sostenibilidad— faena en mares cada vez más lejanos, llegando al extremo de incorporar guardas armados y armamento pesado –fusiles de asalto, ametralladoras Browning calibre 12’70— para proteger nuestra extracción de alimento frente a los llamados “piratas” somalíes, en las remotas aguas del Índico[1]. Por otra parte, los estudios científicos del Instituto Español de Oceanografía –ocultados durante años por el Ministerio de Medio Ambiente— revelan niveles de toxicidad en el pescado muy superior a la permitida: el 63% de las muestras de marrajo superaba el nivel máximo permitido de mercurio, igual el 54% de las muestras de pez espada; el 79% de las muestras de éste último superaba el límite de cadmio[2]…
Armas pesadas para apoyar nuestro deseo de consumir sin límite productos de mares sobreexplotados, y metales pesados, resultantes de nuestro modo de producción y consumo, contrariando ese mismo deseo. Apenas cabe imaginar una ilustración mejor del trágico embrollo que supone tratar de proseguir las pautas BAU –las siglas, que se nos han vuelto ominosas, de Business As Usual— en un “mundo lleno”: un mundo donde el choque de las sociedades industriales –que sin exageración debemos llamar sobredesarrolladas— contra los límites biofísicos del planeta determina, cada vez más, el rumbo de la historia[3].
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Un principio ético-político elemental es que la libertad individual encuentra sus límites en la libertad de los demás y en los daños a terceros. Pero la acción humana, mediada por el poder titánico de la tecnociencia, se proyecta cada vez más lejos en el tiempo y en el espacio[4]. Los daños a terceros tienden a generalizarse bajo un sistema de producción y consumo donde las “externalidades” se vuelven omnipresentes, donde la huella ecológica conjunta de la humanidad supera la biocapacidad del planeta entero, donde la rapacidad del poder financiero se organiza en “mercados de futuros” en los que se especula con los bienes más básicos de todos, como son los alimentos… Entre los “terceros” que debería tomar en consideración cualquier sociedad decente se encuentran no sólo “prójimos distantes” como los seres humanos del futuro, sino también los animales no humanos y los ecosistemas de cuyo buen funcionamiento dependemos todos los seres vivos[5]. Por eso, incluso desde supuestos de filosofía política liberal convencional debe reconocerse que en un “mundo lleno” conductas que antes podían tener poco o nulo significado ético-político (comer pescado o carne, o desplazarnos en automóvil, o usar aire acondicionado, o…) se convierten en fuentes de daño para terceros, y por consiguiente han de ser objeto de deliberación democrática, y luego de una regulación normativa. La idea de huella ecológica, sin ir más lejos, permite ir más allá de relaciones morales tipo “buen samaritano” (los filósofos emplean el término técnico de lo “supererogatorio”) hacia relaciones vinculantes de ciudadanía: porque existen vínculos reales (entre el contaminador y el contaminado, por ejemplo) y acciones en el pasado (cuyas consecuencias se proyectan en el futuro) que dan lugar a una comunidad de obligación[6].
Una sociedad decente[7], pongamos por caso, no permitiría un modelo de movilidad basado en el automóvil privado. Por la argumentación esbozada en las líneas anteriores queda claro, supongo, que los poderes públicos democráticos podrían y deberían intervenir limitando la libertad de poseer automóviles: los daños a terceros son demasiado grandes (comenzando por los daños causados por el desequilibrio climático del planeta)[8].
Veamos otro ejemplo: el sobreconsumo de carne y pescado en las sociedades “desarrolladas” es incompatible con las perspectivas de sostenibilidad, justicia ambiental o trato decente a los animales no humanos[9]. Los daños a terceros –objetivables mediante técnicas como el Análisis de Ciclo de Vida— son tan considerables y evidentes que la justificación moral de una legislación restrictiva no debería resultar polémica. Pero trasladar obligaciones morales a imperativos legales no resultaría fácil en este caso: a mi entender se impondría una estrategia que, buscando el denominador común de colectivos con intereses transformadores pero heterogéneos –desde los partidarios de la liberación animal hasta las ganaderas ecológicas, pongamos por caso, pasando por los pescadores de bajura y las consumidoras concienciadas–, tratase de convertir tal denominador común en norma social: mucha menos carne y pescado que en la insana e insolidaria dieta promedio en un país como la España actual, pero de mejor calidad, y con procesos que de verdad minimicen el sufrimiento animal. La deliberación democrática y la acción social en torno a objetivos semejantes podría desembocar en la prohibición de la ganadería industrial y la pesca no artesanal por parte de poderes democráticos sensibles a las reivindicaciones ciudadanas bien fundamentadas. En definitiva, la autorregulación colectiva de los consumos –sobre todo en los países sobredesarrollados– es un imperativo moral en la era del “mundo lleno”[10].
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Pero enseguida surge otra pregunta: si admitimos que incluso en un orden liberal-democrático están justificadas esa clase de intervenciones que limitan la libertad individual de consumo, ¿hasta qué punto resultan viables, dada la actual correlación de fuerzas? Esto ya es harina de otro costal… y de un costal, por desgracia, muy sombrío. Bajo el capitalismo, es el capital el que impone su ciega dinámica de reproducción ampliada al conjunto de la sociedad. La “soberanía del consumidor” resulta, en alto grado, una construcción ideológica: consumidores y consumidoras se ven forzados a elegir entre lo que ofrece el sistema productivo, y éste no se organiza para satisfacer las necesidades humanas –priorizando las necesidades básicas–, sino que se ve decisivamente troquelado por la búsqueda de beneficios individuales.
“¿Cuánto es suficiente?” es una pregunta que no tiene sentido dentro del capitalismo (porque el dinamismo ciego de la acumulación de capital no puede detenerse sin el derrumbamiento del sistema). No hay sostenibilidad sin autocontención[11]; y me temo que no hay posibilidad de autocontención colectiva dentro del capitalismo. Tal y como señalan Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria desde la interesantísima reflexión antropológica que hace años vienen proponiendo:
“Una de las necesidades más imperiosas del sistema capitalista es la de reproducirse siempre en escala ampliada. Por eso es por lo que nuestras clases políticas viven siempre obsesionadas con el crecimiento, vigilando si la economía crece o no lo suficiente. A este respecto, Immanuel Wallerstein, tras acabar su inolvidable estudio sobre el capitalismo histórico, acababa diciendo que, visto en su conjunto, se trata de un sistema ‘patentemente absurdo’, pues ‘se produce capital para producir más capital’. Lo de menos es si por el camino se satisfacen necesidades humanas o sociales. El capitalismo necesita producir capital para acumular y producir aún más capital. ‘Los capitalistas’, decía Wallerstein, ‘son como ratones en una rueda, que corren cada vez más deprisa a fin de correr aún más deprisa’.”[12]
El viejo Epicuro ya sugirió hace veinticuatro siglos que nada resulta suficiente para quien lo suficiente es poco[13]. Los marxistas –con conciencia de especie– John Bellamy Foster y Fred Magdoff insisten atinadamente en que un sistema socioeconómico global organizado en base a “lo suficiente es poco” está destinado a destruir finalmente todo lo que lo rodea, incluido a sí mismo. El capitalismo se autodestruye –lo cual no es ninguna buena noticia, si tenemos presente que en el proceso se lleva el mundo entero por delante.
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La parte absolutamente sensata del decrecentismo estriba en la disidencia de la huida hacia adelante. (Una economía que crece al 3% –lo que nuestros productivistas consideran el mínimo deseable para que el sistema funcione medio bien– ¡se dobla en 23 años, y en apenas 78 años se multiplica por diez! El desarrollo capitalista es una revuelta contra el principio de realidad.)
Ahora bien, la reflexión de los autores franceses de la décroissance se centra en el consumo (a menudo con una perspectiva individual). Veamos una definición típica: “El decrecimiento es una gestión individual y colectiva basada en la reducción del consumo total de materias primas, energías y espacios naturales gracias a una disminución de la avidez consumista, que nos hace querer comprar todo lo que vemos”. Pero ¡consumo y producción van de la mano! Productivismo-y-consumismo: producir más para consumir más para producir más para… (Otra forma de verlo: producir por producir y consumir por consumir.) Mas la rueda que mueve la máquina infernal está oculta detrás del vistoso primer plano: ya lo hemos dicho, se trata de la acumulación de capital.
Nos oponemos, claro está, al productivismo/ consumismo (producción por la producción acoplada con el consumo por el consumo): mas no puede obviarse la dimensión de los cambios estructurales que son necesarios. Dicho de forma un poco provocadora: no solamente necesitamos fomentar organizadamente el consumo responsable, sino también la socialización responsable de los medios de producción (de una parte esencial de los mismos, comenzando por los bancos y las compañías energéticas).
En resumen, la posible trampa en el decrecimiento es el simple consumerism: hemos de ser conscientes de ella y estar atentos para desactivarla.
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Una cabaña, junto a un luminoso mar azul, con bandejas de fruta bajo las palmeras y la compañía de amigos o amigas con quienes perder sabrosamente el tiempo juntos, jugando y conversando… Alucina constatar en la publicidad de los resorts turísticos más exclusivos cómo el ideal de ocio que ofrece el capitalismo no es otra cosa que la vida sencilla de los pueblos precapitalistas, destruida vesánicamente en el mundo entero sólo para ser ofrecida más tarde –en su forma privatizada y mercantilizada, claro está— a las elites de millonarios que pueden permitirse ese lujo supremo. De forma genérica, y estirando un poco las cosas, cabría decir que la economía capitalista no crea riqueza: crea escasez, una escasez de orden superior.
El capitalismo es pura fe: desde el ángulo del consumidor, se basa en la promesa de que te venderán lo que –por su propia naturaleza— nunca puede ser comprado. Y, cada vez, recibir un devaluado sucedáneo parece comprometer a casi todos a repetir la caída en la trampa.
Mercantilización nihilista en lo económico, individualización anómica en lo social: ésa es la propuesta del sistema. ¿Organizamos una expedición conjunta fuera de la trampa donde estamos encerrados?
Jorge Riechmann
Madrid, 7 de octubre de 2011
[1] Miguel González (enviado especial en Yibuti), “Chacón pide que los atuneros embarquen ametralladoras pesadas”, El País, 4 de julio de 2011.
[2] Rafael Méndez, “El gobierno ocultó siete años un estudio de los tóxicos en el pescado”, El País, 1 de julio de 2011.
[3] Sobre este choque y la noción de “mundo lleno” véase Jorge Riechmann, “Vivir en un mundo lleno”, capítulo 1 de Biomímesis, Los Libros de la Catarata, Madrid 2006.
[4] He desarrollado esta idea en varios capítulos de Un mundo vulnerable, Los Libros de la Catarata, Madrid 2005 (segunda edición).
[5] Lo he argumentado en Jorge Riechmann, Todos los animales somos hermanos, Los Libros de la Catarata, Madrid 2005 (segunda edición).
[6] Véase Andrew Dobson, “Ciudadanía ecológica”, Isegoría, 32, junio de 2005. Más desarrollado por el mismo autor en su libro Citizenship and the Environment, Oxford Universuty Press 2004.
[7] Sobre esta noción Avishai Margalit, La sociedad decente, Paidós, Barcelona 1997.
[8] Véase Daniel Tanuro, El imposible capitalismo verde, La Oveja Roja, Madrid 2011.
[9] Traté este asunto, entre otros lugares, en “Comerse el mundo: sobre ecología, ética y dieta”, capítulo 8 de Todos los animales somos hermanos, op. cit.
[10] Véase Joaquim Sempere, “¿Es posible la autorregulación de las necesidades?”, capítulo 6 de su excelente Mejor con menos. Necesidades, explosión consumista y crisis ecológica, Crítica, Barcelona 2009.
[11] He insistido sobre ello en mi “pentalogía de la autocontención”, el último de cuyos volúmenes publicados es La habitación de Pascal, Los Libros de la Catarata, Madrid 2009.
[12] Santiago Alba Rico y Carlos Fernández Liria, El naufragio del hombre, Hiru, Hondarribia/ Fuenterrabía 2010, p. 90.
[13] Sugiero una lectura ecológica de Epicuro en Jorge Riechmann, “Hacia un ecologismo epicúreo”, capítulo 14 de Biomímesis,, op. cit.