¿aprender de la historia? tres largas citas

 

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¿Podemos aprender de la historia –de esa historia catastrófica que hemos vivido y hecho y sufrido los seres humanos “civilizados” en los últimos cinco milenios? Lewis Mumford sugería que para ello haría falta una suerte de “psicoanálisis histórico de masas” cuya organización, no se nos escapa, entraña sin duda una dificultad extrema. Releamos ese pasaje clave de El pentágono del poder:

 

“Esta tentativa de un nuevo comienzo [con la fantasía de un “Nuevo Mundo”, que iba a adueñarse del hombre occidental de múltiples maneras a partir del siglo XV] se asentaba en el sentimiento legítimo de que a lo largo del desarrollo humano algo se había torcido en diversas ocasiones. En lugar de aceptar este hecho como un defecto innato e inexorable cuyo nombre teológico había sido el de pecado original, y en vez de someterse a él como un designio fatal de los dioses, el hombre occidental, a medida que crecía su confianza en sí mismo, quiso hacer borrón y cuenta nueva. Y allí está el error, pues para vencer al tiempo, para poder comenzar de cero, le era imperativo no huir de su pasado sino enfrentarse a él, y revivir literalmente sus propios hitos traumáticos. Mientras todas las generaciones no pasen conscientemente por este trámite, examinando sus viejas tradiciones a la luz de la nueva experiencia, evaluando y seleccionando cada parte de su propio legado, el hombre no podrá intentar nuevos comienzos. Una mente tras otra han tratado de culminar ese esfuerzo, pero lo han abandonado demasiado temprano. Así que todavía hoy [1970] es una tarea urgente.”[1]

 

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Una única manera de comenzar la resistencia contra la guerra y el terror, en esta época siniestra que vivimos: percatarse del carácter radicalmente ambivalente de todas las realidades humanas y darse cuenta de que el enemigo, antes que en otro lugar, está en el interior de uno mismo.

 

“Para aprender algo de la historia hay que estar dispuestos a asumir nuestra propia responsabilidad en lo que no nos gusta de ella, y ése parece ser un esfuerzo que no tiene cabida en las pautas culturales hoy dominantes en Norteamérica y en buena parte del ‘mundo occidental’. Más bien al revés: la consigna es huir de la áspera y viscosa realidad, ignorar las consecuencias de nuestros comportamientos, negar los costes de la globalización neoliberal para disfrutar cómodamente sus privilegios en el refugio-fortaleza de una hiperrealidad computerizada, climatizada, higienizada, pasteurizada, en la que el mundo ordinario, de los excluidos, es visto como una jungla amenazadora donde no vale otra ley que la del más fuerte. Y de la realidad se puede huir de muchas maneras: a través, por ejemplo, de la utopía tecnoeconómica del capitalismo tardío.”[2]

 

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¿Y qué pueden hacer los intelectuales? Ignacio Ellacuría les exigía cuatro cualidades: objetividad (para acercarse a la realidad, captarla y analizarla tal cual es, sin autoengaños ni mixtificaciones), realismo (para dar los pasos necesarios ajustándolos a lo posible), profecía (para denunciar los males existentes en la mala realidad existente) y utopía (para apuntar hacia horizontes de justicia, sustentabilidad, biofilia…).[3] Simon Critchley pide sobre todo una robusta y tenaz memoria –de nuestra historia de violencia, destrucción e inacabable conflicto. Y recuerda: no sucumbamos a la superstición del Progreso.

 

“Lo peculiar de los seres humanos es su tendencia a olvidar. (…) Yo entiendo que mi labor –la de los académicos e intelectuales– es principalmente histórica. Tenemos que recordar esta historia de violencia, guerra y conflicto; esta historia que olvidamos constantemente. La reacción de Francia a los ataques en París es un ejemplo. El lenguaje que usan, ‘destruir el Estado Islámico’ y responder ‘sin misericordia’, está lleno de amnesia. La historia y el arte pueden ayudarnos a evitar, aunque sea momentáneamente, caer en esta amnesia. Los seres humanos tienden a olvidar, sus líderes siguen diciendo cosas más bien estúpidas, y el ciclo de violencia continúa. Olvidamos el pasado y nos enfocamos en el futuro. Nos imaginamos el futuro como algo que podemos arreglar si damos con la solución correcta, o bien, a través de la violencia. Y no podemos.

La melancólica lección de la historia es que una vez que nos damos cuenta de nuestra propia implicación en las estructuras de violencia y control, en todas estas fuerzas que constituyen el mundo, podemos mantener una vigilancia intelectual sobre el presente, y no sucumbir ante esas fantasías del progreso. La idea más nociva para mí es la idea del progreso humano, la idea de un movimiento continuo hacia un futuro siempre más luminoso o siempre más oscuro. Ambas posibilidades deben ser rechazadas. No debemos pensar en el futuro: debemos cultivar una memoria histórica más radical, una vigilancia histórica, y a partir de eso orientarnos hacia el presente de una forma distinta. La idea del futuro causa, de alguna manera, la falta de memoria. El cambio climático es un buen ejemplo de eso.”[4]

 

[1] Lewis Mumford, El pentágono del poder (vol. 2 de El mito de la máquina), Pepitas de Calabaza, Logroño 2011, p. 27. Las cursivas son mías (J.R.)

[2] Pep Subirós: “Utopías imperiales”, El País, 15 de mayo de 2003, p. 14.

[3] Citado en José Mª Aguirre, “Por una ética emancipadora”, en Nuevos diálogos de pensamiento crítico (coordinado por Xabier Insausti, Marta Nogueroles y Jorge Vergara). Eds. UAM/ Red Internacional de Pensamiento Crítico/eds. de la Universidad del País Vasco, Madrid 2015, p. 99.

[4] Simon Critchley entrevistado por Emilio Rivaud Delgado, “La atracción casi pornográfica del Apocalipsis”, Letras Libres, enero de 2016.