Una situación –de esas en apariencia insignificantes— que me vuelve a la cabeza una y otra vez, en los últimos días: yo estaba en la Gare d’Austerlitz, en París, haciendo cola (para confirmar un billete de tren) frente a las taquillas de la SNCF, la empresa francesa de ferrocarriles. Siete u ocho taquillas abiertas, con sendos empleados atendiendo a la gente; y la mirada que, durante la espera, uno pasea distraídamente por la sala, los clientes, los empleados… Hasta que uno repara en algo que llama poderosamente la atención. Uno de esos empleados de la SNCF –lo llamaré Michel— no deja de sonreír afectuosamente mientras despacha billetes u organiza itinerarios. Con independencia de quién sea en ese momento su interlocutor o interlocutora, parece prodigar una amabilidad franca y desinteresada –más no por ello desatenta a la particularidad de los deseos e intereses de quien tiene enfrente–, y se diría que disfruta realizando su trabajo. Entiéndaseme bien: ninguna de las otras empleados y empleados estaba tratando mal a los usuarios del servicio. Realizaban correctamente su trabajo. Pero la irradiación de serena amabilidad y contenida alegría de Michel resultaba tan llamativa que días después aún sigue rondándome.
En estos tiempos de obligatoria simpatía impostada en tantas situaciones de trato laboral –keep smiling o rescindiremos tu contrato–, la actitud de Michel destaca, quizá, todavía más poderosamente. A mí, que desconfío de esa nueva forma de control social llamada “pensamiento positivo”, me ha hecho recapacitar otra vez sobre la importancia de la amabilidad en el trato cotidiano. Y también sobre el privilegio que hoy supone poder desempeñar un trabajo donde el disfrute sea posible –aunque, sin duda, no todos los que se encuentran en esa situación de objetivo privilegio aprovechen su oportunidad.
Por este camino desembocaríamos rápidamente en la noción de artesanía… ¿Puedo recomendarles el libro de Richard Sennett?[1]