El último episodio de una vieja historia: Ruth Lilly, anciana multimillonaria amante de la poesía, ha donado más de cien millones de dólares a Poetry, la excelente revista estadounidense que ha conseguido sobrevivir casi un siglo a pesar de los crónicos problemas de financiación. Con ello, Poetry sale de apuros definitivamente y no sólo eso: se convierte en la mayor fundación del mundo consagrada a la poesía.
Pero ¿hay dinero que no huela a sangre? Esta generosa anciana es bisnieta del fundador de la empresa farmacéutica Eli Lilly, y su fortuna procede por tanto de las sospechosas ganancias de la Big Pharma. ¿Hay dinero que no manche de sangre?
A la cultura de relumbrón, con presupuesto ventripotente y glamour mediático, hemos de aprender a decir no.
Un buen test es el siguiente: esa aportación cultural tuya tan abracadabrante y fundamental, ¿aporta algo a los campesinos de Guatemala? ¿Podrías defenderla ante una asamblea de esos campesinos?
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En Occidente vivimos una situación que podríamos calificar de “inmoralidad estructural”, que corrompe sin tregua nuestra vida moral, artística, intelectual. Tres dimensiones de esa situación:
- El abismo de desigualdad Norte/ Sur: seres humanos de primera y de tercera categoría. Un apartheid planetario, en beneficio de los menos.[1]
- Vivimos como si fuésemos la última generación que habita un planeta de usar y tirar: après nous le déluge.
- Un discurso de derechos humanos y valores universales, sistemáticamente contradicho por nuestra práctica.
¿Qué conciencia aguanta este vaivén continuo entre el chorro de agua casi hirviendo y la ducha fría? La analogía sería una sociedad esclavista que hubiera perdido por completo la fe en sus propios valores esclavistas, y defendiese –verbalmente— valores abolicionistas, al mismo tiempo que siguiese haciendo girar toda su vida económico-social sobre el esclavismo.
Así, el cinismo se convierte en la endémica enfermedad profesional de nuestros intelectuales y artistas…
En semejante situación, conjugar valores éticos (de liberación humana, de justicia ecológica) y valores estéticos (de belleza, de indagación existencial) se convierte casi en un acto de heroísmo; y esto es desastroso. Desastroso el país que necesita de héroes, nos avisaba Bert Brecht hace ya tantos años…
En un mundo así, donde a todos los niveles de lo público y también en la vida privada se generalizan la hipocresía y el cinismo, la recomendación de atender siempre a las prácticas que acompañan a los discursos es doblemente importante.
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El artista, en las sociedades modernas (vale decir: cuando ya no es chamán, ni médico, ni arquitecto, ni labrador, ni sacerdote…), siempre ha tenido algo de parásito social. Pero se le consentía a cambio de la entrega impredecible, irregular y ocasional de ese algo, a la vez imprescindible y superfluo, difícil de definir pero reconocible al primer golpe de vista (o de tacto, o de oído…), que llamamos belleza.
Luego, en cierto momento del siglo XX, el artista se desentendió de ese pacto implícito, y pasó a exigir reconocimiento, dinero y honores precisamente por desempeñar con énfasis consciente, y hasta cierta sobreactuación zalamera, el papel de parásito social. Es la distancia que separa a un Paul Klee de un Andy Warhol; la distancia que va de un indagador que arriesga a un virtuoso del recochineo.
Luego, las cosas han empeorado mucho más. Así, en la España de 2002, el cínico Santiago Sierra se suma a la definición que los cínicos artistas germano-occidentales de finales de los setenta, “Dokoupil y gente así”, proponían para el arte: “un gran artista es el que ocupa la primera página de una revista y arte es lo que las instituciones de legitimación, críticos, curadores, museos, etcétera, dicen que es arte”[2].
Para ti la primera página de la revista. Da náuseas.
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Polémica en Gran Bretaña a partir del ajuste de cuentas del novelista Martin Amis con el comunismo. El periodista de altos vuelos Timothy Garton Ash comenta: “creo, como Leszek Kolakowski, que hablar de comunismo democrático es como hablar de bolas de nieve fritas”[3], y el lector adivina entre líneas la sonrisa de satisfacción tras haber remachado el autor lo que cree una lapidaria frase definitiva.
Bueno, admitamos que Kolakowski no visitara nunca un restaurante japonés; en el caso del liberal, cosmopolita y viajadísimo Garton Ash no resulta nada plausible. ¿De verdad ignoran ambos esas exquisiteces de la gastronomía nipona que son los helados fritos: bolas de nieve con sus aromas y ricos sabores, bien rebozadas y fritas?
- [Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 85-88. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]
[1] Los datos son bien conocidos, pero vale la pena evocarlos. El 20% más rico de la humanidad se apropia del 86% de la renta global planetaria, es decir que el 80% de la población del mundo apenas si logra repartirse un 14% de la misma. Lo peor es que la dinámica actual tiende a acentuar aún más las desigualdades. En 1960 las diferencias entre el 20% más rico de la humanidad y el 20% más pobre era de30 a 1, en 1990 era de60 a 1 y en el año 2000 se ha llegado a80 a 1. Nunca, en la historia de la humanidad, ha habido diferencias tan abismales entre ricos y pobres como ahora.
[2] Entrevista en Blanco y Negro Cultural, 28 de septiembre de 2002, p. 28.
[3] El País, 29 de septiembre de 2002.