botella medio llena, botella medio vacía

Tenemos nuestra muerte, tenemos nuestra pobreza y tenemos nuestro autoengaño. Con esos difíciles mimbres –contra esos mimbres— hemos de construir buenos cestos: una vida buena y un mundo habitable. Para hacerlo, nos queda el humor. Nos queda el amor (amor como eros y amor como cáritas). Nos queda la piedad. Y nos queda la rebelión –sí, nos queda la lucha…

 

La variante de ética del como si que propongo en alguno de los párrafos de Fracasar mejor[1], y que soliviantó mucho a mi amigo César de Vicente Hernando, no hace ninguna apología del autoengaño o la hipocresía: más bien sugiere no darse por vencido aunque uno haya sido derrotado, y tratar de seguir cultivando la parcelita de misericordia humana –más allá del optimismo y el pesimismo.

 

Proclamar el “más allá del bien y del mal” es un atentado contra la convivencia humana; pero en cambio situarse más allá del optimismo y el pesimismo se nos convierte en una suerte de deber cívico –a los ciudadanos y ciudadanas de la República Biosfera en el Siglo de la Gran Prueba

 

Hay que ver la botella medio llena, arenga el capataz haciendo restallar el látigo… Dentro del recipiente, forzando mucho la vista, uno alcanzaría a distinguir unas gotitas de líquido.

 

¿Esperanza? Sí, pero esperanza contrafáctica, esperanza desengañada, esperanza que no se haga ni la menor ilusión sobre la profundidad de la tragedia humana. Esperanza que impida entrar en su casa al autoengaño. Y sarcasmo apasionado, que es –lo decía Antonio Gramsci, lo recordaba Paco Fernández Buey[2]— la buena forma de seguir amando los grandes ideales humanitarios de siempre, sin hacerse utópicas ilusiones, en épocas de transición –épocas que ahora se nos han transformado en épocas de colapso…

 

“Los Estados-nación ya sólo pueden reducir la desigualdad marginalmente”, sentencia José L. Álvarez al final de un artículo –por lo demás interesante— sobre “El déficit populista del progresismo” (El País, 18 de febrero de 2014). Análogamente podríamos subrayar: los Estados-nación, en ausencia de transformaciones revolucionarias (de signo ecosocialista/ ecofeminista), sólo pueden reducir la insostenibilidad del capitalismo marginalmente. Lo que tenemos ante nosotros es el colapso ecológico-social.

 

Al comienzo de su libro El sustento del ser humano, escrito en los años cincuenta del siglo XX, en plena Guerra Fría, el gran historiador y antropólogo de la economía Karl Polanyi constataba que el mundo se hallaba “en una época de peligrosa transformación”; y que el objetivo de su investigación era “ensanchar nuestra libertad de modificaciones creativas, y por ende mejorar nuestras posibilidades de supervivencia”[3]. Seis decenios después, el mundo está sumido en una transformación aún más peligrosa, y nuestras perspectivas de “mejorar nuestras posibilidades de supervivencia” –en la era del declive energético, las escaseces malthusianas de materiales, la hecatombe de biodiversidad, el calentamiento climático, las nuevas teconologías militares (desde los drones a los ciberataques contra instalaciones industriales básicas), el internet mercantilizado y la mutación antropológica que va creando sujetos donde se combina “el máximo sentimentalismo con la máxima indiferencia” (Santiago Alba Rico)–, nuestras perspectivas son más sombrías que nunca. Suelo decir que nos hallamos en el Siglo de la Gran Prueba.

 

Hemingway retrató así a uno de sus personajes: “Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana”. Y otra estadounidense, la poeta Emily Dickinson, dijo en cierta ocasión que “la alegría consiste en descansar en la inseguridad”.[4] La alegría, amigos y amigas, la alegría. No porque objetivamente haya ninguna razón para estar alegres –todo lo contrario–, sino como una apuesta vital. Igual que la militancia política necesitamos la militancia existencial. La militancia de la alegría.

 



[1] Uno de esos textos dice: Interrogado acerca del conflicto entre israelíes y palestinos, el escritor Yoram Kaniuk vacila antes de contestar: “Antes creía que había una solución. Ahora no.”

Lo mismo podríamos responder ante una pregunta por el conflicto entre las sociedades industriales y la biosfera. Y desde luego debemos intentar ver las cosas como son, sin ceder a la tentación de interponer velos de color de rosa, sin autoengaños. Toda la lucidez de que seamos capaces, pero al mismo tiempo: vivir como si hubiera una solución, como si fuera posible evitar lo peor. Se lo debemos a los antepasados. Se lo debemos a los descendientes. Se lo debemos a los seres vivos no humanos. En nuestra conciencia, rendimos cuentas ante la Gran Asamblea: la compuesta por todos los vivientes –del pasado, el presente y el futuro— reunidos en un tiempo simultáneo.

“Ellos [los palestinos] nunca aceptarán una solución, y nosotros hemos cometido tantos errores…” Somos asesinos, somos violadores, somos exterminadores de la flor y la semilla: pero podemos ser otra cosa. Podemos abrazar a la criatura sufriente y mortal. Vivamos como si hubiera una salida, para que se mantenga abierto el ventanuco del milagro.

[2] Francisco Fernández Buey, “La oposición a la OTAN y el movimiento pacifista” (1981), en Discursos para insumisos discretos, Eds. Libertarias, Madrid 1993, p. 183.

[3] Karl Polanyi, El sustento del hombre, Capitán Swing, Madrid 2009, p. 37.

[4] Citada por Joaquín Araujo en La naturaleza, nuestro lujo, Nuevas Ediciones de Bolsillo, Barcelona 2000, p. 181.