Todo indica que vamos hacia un fin de mundo. Una clase de desastre que, si la policía del pensamiento no se mantuviese dispuesta a intervenir, no dudaríamos en calificar de apocalíptico. ¿Por qué los padres han de devorar a los hijos, en virtud de qué ley los abuelos deberían convertirse en caníbales de sus nietos? Ninguna necesidad natural rige las volteantes trayectorias de las carnicerías que vienen, y sin embargo el Gran Maestre Negro gobierna las tres pistas de este circo perverso sin quitarse nunca la careta de papel que figura puerilmente una calavera, detrás de la cual –¿alguien puede ignorarlo?— sólo encontraríamos el siseo contable de la mercancía.
Y es que en 2012, más de cuatro decenios después de que Ronald Reagan decidiese tirar al cesto de los papeles aquel informe Global 2000 con que el Presidente Carter se proponía comenzar a girar el timón para evitar que el titánico buque chocase contra la masa de hielo a la deriva, después de cuatro decenios de obsceno aumento de las desigualdades y de crecientes dentelladas biocidas sobre los ecosistemas, ni siquiera la abominable regla paretiana del 20/ 80 está en vigor: ahora es más bien el 15% de la población mundial la que consume el 85% de los recursos del planeta.
Teofrasto Paracelso, preso de una fatiga extrema y sin embargo entero, se ofrece a pesar de todo para ayudarnos a transportar nuestra pesada maleta. Si en mi tiempo hubiéramos dispuesto de estos artefactos con ruedas, masculla. No cejéis, insiste, no cerréis el pequeño tragaluz de la esperanza materialista, junto al contenedor de residuos industriales no olvidéis aquella otra maleta, la que trataba de arrastrar mi compadre Walter Benjamín a través de algún filiforme desfiladero pirenaico. Pues por mucho que un médico conozca y sepa, inesperadamente se presenta un azar, un azar como un cuervo blanco, y echa a perder todos los libros…