Los seres humanos actuamos en pos de fines. Sin necesidad de entrar aquí en profundidades de ninguna teoría de la acción, resulta indiscutible la importancia que para la mayoría de nosotros tienen las acciones que persiguen propósitos, las relaciones causa-efecto, el pensamiento lineal que trata de poner en conexión A con B para después pasar a C…
Sin embargo, la estructura de los ecosistemas y la finitud de la biosfera (“mundo lleno”) condicionan retroalimentaciones masivas: hallamos feedback loops por todas partes. En realidad, los hallamos también en todos o casi todos los niveles de la realidad, porque –permítaseme aventurar esta tesis ontológica— ésta tiene carácter sistémico. Nuestras vidas están así llenas de efectos que actúan sobre sus causas, contraintuitivamente…
Por ello, se diría que necesitamos desarrollar pensamiento sistémico de manera formal[1]; y necesitamos también aprender a confiar más en nuestra “intuición sistémica” (cuando ésta existe, claro) frente al pensamiento lineal causa-efecto. Huelga decir que este aprender necesariamente tendrá bastante de un desaprender…
Cabría aquí evocar la famosa imagen al comienzo de la Ética Nicomaquea: somos como arqueros que buscan un blanco. Solemos pensar que el fin habría de ser, como el blanco para el arquero, el que conduzca y oriente la acción, la meta de una vida éticamente entendida.
Pero ¿cómo persiguen los arqueros hacer diana? Además de la fórmula habitual –entrenamiento intensivo para perfeccionar la destreza, las famosas diez mil horas de estudio y práctica para dominar una disciplina– también tenemos una asombrosa propuesta oriental, que tradujo para occidentales Eugen Herrigel en un artículo de 1936 y luego en un libro publicado en 1953, El Zen en el arte del tiro con arco[2]. En síntesis:
“Cuando se crea verdadero arte zen, no se le considera obra humana, sino más bien la expresión de la naturaleza fluyendo espontáneamente a través del artista. En el arte zen del tiro con arco, por ejemplo, el acto de soltar la flecha debería realizarse con la misma naturalidad con la que una ciruela madura cae de un árbol, en el preciso momento en el que el arquero se ha ‘transformado’ en la diana.”[3]
En palabras del maestro Daisetz T. Suzuki, en su conocida introducción a El Zen en el arte del tiro con arco de Herrigel:
“Uno de los factores esenciales en la práctica del tiro de arco y de las otras artes que se cultivan en el Japón (…) es el hecho de que no entrañan ninguna utilidad. Tampoco están destinadas a brindar goce estético, sino que significan ejercitación de la conciencia que ha de relacionarse con la realidad última.
Así pues, el tiro de arco no se realiza tan solo para acertar el blanco; la espada no se blande para derrotar al adversario; el danzarín no baila únicamente con el fin de ejecutar movimientos rítmicos. Ante todo, se trata de armonizar lo consciente con lo inconsciente. Para ser un verdadero maestro del tiro de arco, no basta dominio técnico. Se necesita rebasar este aspecto, de suerte que el dominio se convierta en ‘arte sin artificio’, emanado de lo inconsciente. Respecto del tiro de arco, significa que arquero y blanco dejan de ser dos objetos opuestos, y se transmutan en realidad única. El arquero ya no está consciente de su yo, como un individuo cuya misión es acertar el blanco. Mas ese estado de no-conciencia lo alcanza sólo si está enteramente libre y desprendido de su yo, si se aúna a la perfección de su destreza técnica. Esto se distingue fundamentalmente de todo progreso que pudiera alcanzarse en el manejo del arco. Ese algo tan distinto, que pertenece a una muy otra categoría, se llama satori…”
¿No puede ser que los seres humanos –sobre todo en la variante occidental y euroamericana a la que pertenecemos mis lectores/as y yo– suframos de un exceso de propósito consciente? La estructura lineal de la conciencia orientada a fines nos ciega para las circularidades sistémicas de la persona y de su entorno. En esto insistió mucho el gran Gregrory Bateson: en un universo sistémico, insistir demasiado en el control lineal (como hace la consciencia humana orientada a fines) acaba metiéndonos en graves problemas. “No vivimos en un universo que permita un simple control lineal. La vida no es así.”[4]
Pero entonces ¿cómo reorientarnos? Seguramente habría que empezar reparando en que disponemos de otros recursos. La sabiduría (que a nuestros efectos podríamos pensar ahora como esa “intuición sistémica” antes evocada) debería corregir la estrechez de la orientación teleológica. De nuevo Bateson:
“Es posible que el remedio para los males del propósito consciente esté en manos del individuo. Eso es lo que Freud llamó el camino real al inconsciente. Se refería a los sueños, pero creo que tendríamos que poner en el mismo grupo los sueños y la creatividad del arte (…). Y yo juntaría con lo anterior lo mejor de la religión.”[5]
Y no habría que apuntar aquí sólo hacia el inconsciente individual, claro está, sino también contar con el poder de adaptación y autoorganización de las culturas vernáculas vivas, que coevolucionan con los ecosistemas –culturas que por ello cuentan con su sabiduría tradicional anónima basada en prácticas de ensayo y error.
[1] Aquí me cabe remitir a mi ppt “Teoría de sistemas y pensamiento complejo”, colgado en este mismo blog (pestaña «Docencia en la UAM»).
[2] Puede consultarse en http://textosmonasticos.files.wordpress.com/2010/01/tiroconarco.pdf. Véase también Andrés Sánchez Robayna, “Meditación sobre el arquero”, Cuadernos Hispanoamericanos 734, Madrid, agosto de 2011.
[3] Peter Harvey, El budismo, Cambridge University Press 1998, p. 317.
[4] Gregory Bateson, Pasos hacia una ecología de la mente, Carlos Lohlé/ Planeta Argentina, Buenos Aires 1991, p. 468.
[5] Bateson, Pasos hacia una ecología de la mente, op. cit., p. 469.