Los liberales del siglo XIX –por ejemplo, británicos como Richard Cobden y John Bright— creían que la guerra se había vuelto irracional. El comercio internacional había creado o estaba creando un mundo interdependiente donde la prosperidad se hallaría al alcance de todos. Esta visión culminó con un famoso libro de Norman Angell: The Great Illusion, publicado en 1909. Angell sostenía que la guerra se había vuelto anticuada. La industria y el comercio, y no la explotación de los pueblos sometidos, eran la clave de la riqueza de cada nación. La conquista militar conllevaba enormes costes y muy pocos beneficios: no tenía sentido.
Pero sabemos lo que pasó en 1914… La perspectiva de un desastre, por evidente e “irracional” que sea, no constituye ninguna garantía de que los actores supuestamente “racionales” vayan a evitar ese desastre. Jonathan Glover ha sintetizado en páginas brillantes de su libro Humanidad e inhumanidad el juego de interacciones que condujo a Europa a despeñarse en el abismo de la Primera Guerra Mundial, y lo ha llamado una “trampa hobbesiana”.
¿Qué adjetivo habría que ponerle a la trampa en la que el mundo entero se halla atrapado hoy? Naciones enteras –¡y también, cada vez más, elites extraterritoriales!– buscan competitivamente incrementar su riqueza por medio del crecimiento económico y la apropiación de activos, y ello, en un mundo finito que ya se encuentra más allá de sus límites ecológicos, conduce a un desastre que dejará chiquitos a las grandes catástrofes del siglo XX. La economía capitalista se ha convertido en una gigantesca trampa, ya que cuando crece, devasta (lo ecológico); y cuando no crece también devasta (lo social).
El adjetivo más adecuado ¿será capitalista? ¿Cómo salimos de la trampa del capitalismo?