corredores de fondo

A mediados de los ochenta, el biólogo polaco Konrad Fialkowski formuló una hipótesis que parece no haber dejado de ganar credibilidad desde entonces: el gran cerebro de Homo erectus servía para correr.

En la carrera a corta distancia los seres humanos somos comparativamente lentos: alcanzamos velocidades máximas de apenas 30 km./ hora (frente a los 70 del caballo, o los 110 del guepardo). Pero en la carrera a larga distancia los humanos somos verdaderos campeones, capaces de dejar atrás a cualquier otro animal. Como apunta Marvin Harris, “puede que la selección dotase al cerebro del erectus con superabundancia de neuronas [células más sensibles al calor que las de otros órganos] para conseguir un funcionamiento a prueba de averías bajo el calor generado al perseguir a la caza durante granes distancias.”

También paleoantropólogos como Bramble y Lieberman sostienen que fue la carrera a larga distancia en las llanuras africanas –la bandada de buitres era la señal: había que llegar a la carroña antes que las hienas— lo que nos hizo humanos, en el sentido anatómico al menos. Según ellos, las características del corredor de fondo no aparecen en los restos fósiles de nuestros antepasados australopitecos, sino que son exclusivas del género Homo. El estudio de restos fosilizados de especies de este género arroja una treintena de especializaciones funcionales que favorecen la resistencia durante la carrera: el volumen de los glúteos, el arco del pie, la posición de la cabeza durante la carrera, el sistema de refrigeración por enfriamiento (al evaporarse el sudor), la carencia de pelo (que favorece la disipación del calor)…

“Alcanzada la masa crítica de células cerebrales al haberse decantado la selección por un funcionamiento a prueba de averías en condiciones de calor,” especula Harris, “los circuitos nerviosos del erectus estaban preparados para emprender una reorganización rápida y fundamental” que llevaría a Homo sapiens. El cerebro desarrollado inicialmente para correr serviría a este último para pensar (fenómeno no infrecuente en la naturaleza, donde estructuras seleccionadas para una función sirven como base para estructuras con otra función completamente diferente.)

Se podría entonces decir que somos esencialmente hablantes, fabricantes de herramientas… y corredores de fondo. También –y esto es lo que me importa subrayar ahora— deberíamos serlo en lo político-moral.

El sociólogo italiano Francesco Alberoni ha llamado la atención sobre las analogías entre el enamoramiento individual y el “estado naciente” de los movimientos sociales en su fase ascendente. Pero de igual manera que el arrobamiento del enamorado pasa y debe transformarse –si ha de durar esa pareja— en un amor maduro, menos explosivo y más complejo, también el “estado naciente” en lo que tiene de enamoramiento colectivo da paso a una fase más negociada e institucional.

En ese tránsito, son las virtudes morales y políticas del corredor de fondo –la resistencia, la paciencia, el coraje, la tolerancia a la frustración, la ponderación equilibrada de las circunstancias, saber que hay que estar a las duras igual que a las maduras…— las que resultan de mayor auxilio. Tanto en la relación de pareja como en la polis democrática, después del enamoramiento hay que construir el amor.

“Todo lo que merece la pena, requiere esfuerzo”, recuerda el poeta holandés Jean-Pierre Rawie. “También el amor. Y poca gente renuncia a él.” Y Max Weber definía la política con la imagen del hacer agujeros a través de gruesas planchas de acero. Nos hicimos humanos evolucionando como corredores de fondo. Hoy, cuando no se trata de llegar en la sabana africana a la fuente de alimento antes que las hienas o los leones, sino de lograr una difícil transición hacia una sociedad justa y sostenible, necesitamos –igual que en amor o en la política– las virtudes del corredor de fondo.

[Artículo publicado en Integral 356, Barcelona, agosto de 2009.]