En los últimos tiempos, el curioso lector –o la atenta lectora— que haya paseado por librerías sin duda habrá reparado en toda una familia de libros –de gran tirada y atractivo formato– que se presenta en las mesas y anaqueles con títulos como: 1001 películas que hay que haber visto antes de morir, 1001 discos que hay que haber escuchado antes de morir, 1001 lugares que hay que haber visitado antes de morir, 1001 libros que hay que haber leído antes de morir…
¿Prestamos atención a estas voces conminatorias? Bueno, echemos cuentas durante un instante, antes de desembolsar los más de veinte euros que cuesta cada uno de esos volúmenes de tapa dura. Imaginemos que nos tomamos en serio la propuesta y tratamos de dar sentido a nuestra vida haciendo todas esas cosas que nos dicen hemos de hacer antes de morir (es bien sabido que los seres humanos somos, ay, animales ávidos de sentido, enfermos de sentido, adictos al sentido). Mil y una películas, a razón de una hora y media de visionado más una hora de videoclub o descarga por internet y preliminares varios, suponen aproximadamente 2.500 horas de vida. A los discos, conservadoramente, les asignaremos dos horas por unidad en promedio: tenemos 2.000 horas más. Conseguir un libro y leerlo medio bien, en promedio, nos llevará al menos seis horas: sumamos entonces 6.000 horas. Viajar (y sus preliminares organizativos) supone más tiempo, sobre todo si se desea hacer algo más que enlazar unos medios de transporte con otros: habrá que contar con un mínimo de una semana para cada uno de esos viajes de descubrimiento y “autorrealización” (el anglicismo no me gusta). Asignamos entonces 168.000 horas al viaje, vale decir, 250 meses completos de vida. Hay que suponer que mientras leemos los libros imprescindibles, vemos las películas inolvidables y escuchamos los discos inmarcesibles dedicamos también un tiempo mínimo a comer, dormir, trabajar y contactos sociales (y quizá familiares): digamos 14 horas diarias para todas esas actividades (frente a diez horas de consumo cultural intensivo). En tal caso, el cálculo pertinente arroja un resultado más bien desconcertante: una persona ávida de cultura y experiencias decisivas que dedicase todo su tiempo –sin otros momentos de ocio o de vacaciones— a las actividades reseñadas invertiría nada menos que 24 años completos de su vida en la descabellada empresa. Y eso que ni siquiera hemos incluido en el cálculo Los 1001 videojuegos que hay que jugar antes de morir, ni la ociosa navegación por internet con sus chats y sus pornowebs, ni el entertainment de los aficionados al fútbol o a las carreras de motos, que tantísimo tiempo consume…
Un disparate, ¿verdad? Creo que pone al descubierto el preocupante avance del consumismo de experiencias en esta lamentable sociedad nuestra, mercantilizadora de todo lo divino y lo humano. Este fenómeno se plasma en un ansia desasosegante por “descubrir nuevas sensaciones” que explota una creciente industria de entertainment cultural (entremezclada con otros sectores, sobre todo el turístico). Pero si nos perdemos en esa bulimia de experiencias (perfectamente homologable a las otras bulimias de mercancías que espolea el tardocapitalismo), la vida se nos escapa…
La propuesta del sistema viene a ser: una pantalla digital en lugar de una vida. Nuestra respuesta quizá debería sugerir: la vida sólo se intercambia por vida.
“Cuentos de las 1.001 experiencias”. Publicado en Integral 344, Barcelona, agosto de 2008