¿deberíamos lamentar la extinción del ser humano?

¿No sería mejor para el ser humano, como ya sostuvo Giacomo Leopardi, “no ser que ser”?[1] Para un animal tan desequilibrado y descompensado como el anthropos, y al mismo tiempo dotado de una potencia técnica tan descomunal; para un ser tan fácilmente presa de la hybris, y tan destructivo hacia sus congéneres y hacia los demás seres vivos que ha podido ser comparado en repetidas ocasiones con un “cáncer de la biosfera” –¿no sería mejor que tal ser desapareciera? En 2014, en varios debates –por ejemplo en sendos mesas redondas donde intervinieron Tomás Pollán y Pedro Costa Morata—, he hallado enunciada esta duda abismal: ¿no sería mejor que un ser tan cruel y destructivo como el anthropos se extinguiese? ¿Merece la pena luchar por la supervivencia de la especie animal Homo sapiens?

Y sin embargo… El futuro de la especie humana, decía Manuel Sacristán en su entrevista con la revista Naturaleza (1983), es “el asunto principal de cualquier pensamiento revolucionario”.[2] No cabe duda de que la biosfera estaría mejor sin nosotros; pero si esto es así, ¿qué podría justificar nuestro empeño en la supervivencia del anthropos, más allá del puro afán darwiniano de salir adelante, y del egoísmo de especie?

Una posible respuesta es la que apuntaba el profesor de la Universidad de Valladolid Carlos de Castro en uno de esos debates de 2014: la novena sinfonía de Beethoven, sugería, es “un logro del universo”. Algunas de las capacidades distintivas de Homo sapiens, podríamos formular, no tienen parangón entre las capacidades de los demás seres vivos; en nosotros, de alguna forma, el universo adquiere autoconciencia, y a tan peculiar situación deberíamos asignarle un valor muy especial.

Barrunto que la intuición anterior podrá parecer convincente a algunos, pero desde luego no a todos. ¿No se están sobrevalorando ahí ciertas capacidades distintivas humanas a partir de un sesgo que podríamos criticar como narcisismo de especie? ¿Por qué no apreciar más ciertas capacidades distintivas de otras especies –el vuelo del cernícalo primilla, pongamos por caso, o la eco-colocación de los murciélagos y los mamíferos marinos? La biosfera sin nosotros sería una “Tierra sin mal”: ¿por qué no valorar esa situación más alto que el devenir autoconsciente del universo en el anthropos?

La respuesta de Carlos de Castro –y de mucha otra gente: Kant, sin ir más lejos, no se hallaría muy distante de esa intuición— no es concluyente, por tanto. Me permito sugerir otras dos respuestas que en mi opinión tendrían más peso.

La primera surgiría de considerar las circunstancias concretas en que podría darse la extinción de la especie humana en el Siglo de la Gran Prueba. En ningún caso tendrá lugar algo así como una decisión consensuada: no se celebrará ninguna asamblea mundial donde unánimemente los 7.200, 8.500 ó 9.100 millones de seres humanos (en algunos casos representados por sus tutores legales) acuerden que tenía razón Sófocles en Edipo en Colono: “lo mejor es no haber nacido, pero si uno ya ha nacido, lo mejor es volver hacia el lugar de donde se vino”. No, no habrá nunca un suicidio de la humanidad: lo que puede tener lugar es el asesinato de la humanidad o de una parte sustancial de la misma, la violencia del genocidio que se desplegaría en el sufrimiento de miles de millones de inocentes, causado por unos pocos. Así, es nuestra oposición al asesinato y al genocidio lo que hace que nos opongamos a la desaparición del anthropos (al mismo tiempo que buscamos la transformación revolucionaria de las relaciones sociales, en la estela de Manuel Sacristán; y asumiendo que dicha transformación revolucionaria debería proponerse una reducción no traumática de la sobrepoblación humana).[3]

Una segunda respuesta vendría del sentimiento de solidaridad con nuestros muertos (y con los seres humanos por nacer). Hemos recibido una herencia: millones de años de trabajosa hominización, miles de años de luchas en pos de una difícil humanización. Desde hace cinco milenios, innumerables personas decentes han peleado contra el patriarcado, el militarismo, las sociedades de clases, la explotación, la violencia, la humillación, las múltiples formas de dominación de los pocos sobre los muchos. Y muchas de esas personas decentes sacrificaron su felicidad, e incluso su integridad física y su vida, por el bien común (llamémoslo justicia, libertad, igualdad, sustentabilidad). ¿Vamos a dejar a nuestros muertos en la estacada? Como alguna vez escribió Walter Benjamin, la fuerza de esas luchas en el presente se alimenta más “de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”,[4] aunque tampoco este último nexo generacional sea desdeñable, por supuesto.

 



[1] En una anotación del Zibaldone del 22 de abril de 1826, Leopardi argumentó, a partir de una reflexión sobre el daño y el sufrimiento que hallamos bajo la grata apariencia superficial de un bello jardín, que “esta vida es triste e infeliz y cada jardín es como un vasto hospital; más deplorable que un cementerio. Si estos seres [las plantas e insectos del jardín] sienten, o mejor dicho sintiesen, seguramente juzgarían que el no ser sería mejor que ser o existir” (Mi vida sin esperanza, Renacimiento, Sevilla 2009, p. 159). El 17 de enero de 1826 había anotado el poeta: “¿Qué es la vida? El viaje de un cojo y enfermo que con una gravosísima carga a la espalda, por montañas muy escarpadas y lugares sumamente hostiles, fatigosos y difíciles, con nieve, con hielo, con lluvia, con viento, bajo el ardiente sol, camina sin reposar nunca, día y noche, un espacio de muchas jornadas para llegar a un precipicio o un foso y en él inevitablemente caer” (Zibaldone, Gadir, Madrid 2010, p. 44). En el tremendo “Diálogo de la Naturaleza y un islandés” de las Operette morali llega Leopardi a su concepción de la vida en este universo como “un perpetuo circuito de producción y de destrucción, unidas ambas entre sí de manera que cada una sirve continuamente a la otra” (Diálogo de la moda y de la muerte y otros diálogos, Taurus, Madrid 2013, p. 49). Y probablemente el enunciado más demoledor lo contienen las líneas siguientes, escritas en abril de 1826 y que anteceden a la reflexión sobre el jardín antes citada: “Todo es mal. O sea, todo lo que existe es mal; que las cosas existan es un mal; cada una de las cosas existe con la finalidad del mal; la existencia es un mal y se ordena al mal; el fin del universo es el mal; el orden y el Estado, las leyes, la trayectoria natural del universo no son sino mal, ni están encaminados a nada que no sea el mal” (Zibaldone 4174; puede consultarse en http://it.wikisource.org/wiki/Pensieri_di_varia_filosofia_e_di_bella_letteratura/4174 ).

[2] Manuel Sacristán: De la primavera de Praga al marxismo ecologista (entrevistas recopiladas por Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal), Catarata, Madrid 2004, p. 182.

[3] Como se sabe, la vía regia para tal reducción es que las mujeres logren pleno control sobre sus vidas, sus cuerpos y su capacidad reproductiva.

[4] Tesis duodécima de las “Tesis de filosofía de la historia”, por ejemplo en Walter Benjamín, Discursos interrumpidos I (edición de Jesús Aguirre), Taurus, Madrid 1982, p. 186. Recordemos también el impresionante texto de la segunda tesis: “El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos” (p. 178).