Cuento para adultos – Vida después de la vida
En la madrugada del lunes 8 al martes 9 de febrero, sobre las cuatro de la mañana, cuando junto a mi esposa Luisa y mi hijo Rodrigo Noé descendíamos a la ciudad por la misma carretera de montaña por la que circulamos todos los días para llegar al C.R.E.A. Félix Rodríguez de la Fuente, tuve que parar el automóvil en repetidas ocasiones y en medio de la lluvia para recoger algunas salamandras adultas, de las pocas que van quedando amparadas por su propia alta longevidad en algún rincón de la espesura del bosque, en donde las circunstancias de fragmentación del territorio, la contaminación difusa, la ya regular irregularidad de las precipitaciones, los herbicidas y los múltiples atropellamientos llevan mucho tiempo impidiendo el natural reclutamiento de juveniles de este tesoro zoológico que andaba por el planeta doscientos millones de años antes que los dinosaurios. Vengo haciendo esto hace más de cuarenta años, tengo cincuenta y cuatro. Con la llamada del agua e, incluso antes, con el descenso de la presión atmosférica, la cual detectan con una fiabilidad muy superior a cualquier barómetro de precisión, salen con la esperanza de poder encontrar alimentación y algún lugar con agua muy pura donde alumbrar sus crías, ya que es, a diferencia de los demás anfibios, una especie ovovivípara, pare a sus crías vivas casi de forma instantánea, no pasan por la fase de huevo.
Durante mucho tiempo me resistía a reconocer que ya no pueden coexistir con nosotros en su propio medio, me esforzé durante décadas en retirarlas más allá del arcén para que no sean pasto de las ruedas, con la esperanza de que reconsiderasen el volver a adentrarse en una morfología tan plana y exenta de obstáculos como una carretera que en su día invadió, usurpó, modificó y depreció su casa. El dibujo de su piel, sus manchas, no sigue ningún patrón, no hay una igual a la otra, dactiloscopia natural, basta con memorizar la trama pictórica de una o bien tomarle una foto para saber si se está en presencia de una antigua conocida. El fracaso es total, hoy sé que la única esperanza de las que me encuentro en esas noches cerradas de lluvia, en un planeta que ha multiplicado por cuatro su parque móvil en pocos años y el alejamiento absoluto de su propio medio por parte de su especie dominante en poco más de medio siglo, es que sean confinadas en recipientes durante esa noche para ser liberadas a la siguiente en la sagrada tierra del Centro para la Reproducción de Especies Amenazadas, C.R.E.A. Félix Rodríguez de la Fuente. Pero lo que ha sucedido en esta ocasión me ha impactado tanto que, coincidiendo con la referencia sincronizada que hace ese mismo día Jorge Riechmann en su blog y que mi amigo Rafael Hurtado me envía, la cual versa sobre la estupidez, la maldad humana, la gran tenacidad demostrada para serlo y nuestra propia incapacidad para autoconstruirnos y salir de ahí pitando, por todo eso, no me ha quedado más remedio que relatarlo, para quien pueda interesar saber que la sensación de libertad que produce el abandono de la dominación sobre los seres y las cosas no se puede comparar con nada, es la paz absoluta, aún a sabiendas de que no seré capaz de mover ni una sola conciencia que ya no venga movida de fábrica.
En una de las veces que paré el coche esa noche para recoger alguna, a veces son hojas que pueden llegar a parecerlo pero hay que verificarlo igualmente (cuando me bajo del coche en el garaje siempre vengo pingando de la faena porque sólo salen cuando llueve bastante), reparé en que había tres hembra adultas muy viejas separadas por muy pocos metros, es algo inusual tanta riqueza específica, por lo que me puse a retirarlas rápidamente antes de que apareciese algún automóvil, tiene mucho peligro lo que hago, también para el buen samaritano; enseguida me di cuenta de que para una de ellas era tarde, ya había sido aplastada por un coche y tenía seccionadas una pata delantera, una trasera, y lo peor, un reventón de la cavidad celómica, fruto del atropello, que hacía aflorar cierta porción de vísceras en una zona abdominal. Pero todavía vivía y la deposité en un recipiente individual, no sin antes forrarlo de hierbas y plantas frescas que mantendrían el grado de humedad y la lozanía hasta la noche siguiente. Durante el día constaté en varias ocasiones que se negaba a morir y observé un buen pálpito y una correcta respiración. Lo único que podría hacer, y haría, sería colocarla la noche siguiente en alguna oquedad para que pudiese morir tranquila, sin más, sería milagroso que saliera adelante de aquellas heridas tan serias y lacerantes.
Coloqué los recipientes al fresco para que pasaran la noche con el metabolismo más bajo posible, todo el fresco que se puede conseguir en una ciudad como desde la que escribo, en donde lo que sería normal este día de Febrero es que hubiese una temperatura de 5ºC y hay 17, pero eso es ya otra cosa. Al día siguiente, al atardecer, un día más, nos dirigimos al C.R.E.A. y al llegar, en medio de un gran aguacero, me dispuse a reubicar a estas víctimas de nuestra evolución, pero, cuando abrí el recipiente individual, me empecé a encontrar restos de lo que parecían tejidos descompuestos, lo cual atribuí en un principio a restos fecales que habrían salido al exterior por la vía abierta fruto del prolapso provocado por el aplastamiento referido, pero, ante mi estupor, durante toda la noche, las crías formadas y vivas que albergaba en su interior habían detectado el grave problema al que se enfrentaban, la vida les iba en ello, y desde la matriz anfibia, ante la incredulidad de cualquiera, con el beneplácito de su progenitora, que seguro habrá relajado su musculatura al máximo para permitir ese suicidio a la desesperada, habían ido saliendo al exterior por la incisión abdominal, hasta diez. Una a una. Sin palabras. Intentaron llegar al fondo del envase en busca de algún hilillo de agua, pero lógicamente el recipiente no contenía ninguna y fueron muriendo, así mismo, una a una, en silencio, entre las plantas, con serenidad, la divina asunción de los animales a su suerte, el ejemplo vivo de su superioridad ante nosotros. Pero al fondo del envase habían ido cayendo no más de tres o cuatro gotas fruto de la gutación y evaporación de los restos vegetales que contenía, formándose tan sólo una miserable película de dos o tres milímetros de altura. Y ahí queridos amigos, ahí había conseguido llegar una de ellas, una heroína, hablar de resiliencia o de resistencia humana a la fatalidad, comparado con esto es una coña. Ahí estaba parada sin moverse, esperando una oportunidad, sabiendo que la altura de sus branquias era la misma que la “columna” de agua y cualquier amoldamiento o desplazamiento supondría su muerte por asfixia, todo un microcosmos. Y su oportunidad llegó, me dirigí rápidamente a la laguna del C.R.E.A., liberé a las adultas y a oscuras dejé que entrasen un par de dedos de agua al recipiente, a continuación, mordiendo la linterna, fui sacando con sumo cuidado las docenas de segmentos de hierba que lo ocupaban, hasta que lo vacié por completo y pude contemplar con mis propios ojos aquel espectáculo indescriptible que haría palidecer al androide de “Blade Runner”, aquel que antes de morir desconectado dice aquella frase de… “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: naves de ataque en llamas más allá de Orión”. No puedo negar que me emocioné, sentí una cierta convulsión. Todo me pareció absurdo, la política me pareció absurda, la economía de mercado absurda, la legislación absurda, la envidia absurda, el odio absurdo, la sociedad absurda, todo absurdo salvo la VIDA con mayúsculas, porque supone la sublimación de la materia y del propio cosmos.
Pues bien, la he dejado una noche más para poder fotografiarla e inmortalizarla en este humilde pero intenso cuento para adultos. Sé que nuestro entorno está sobrepasado de información y muy poca gente llegará a conocer esta historia, pero yo he sentido muchas ganas de contarlo para que algún día mi hijo pueda leerla. Lo importante sería que muchos padres pudiesen leérselo a sus hijos, porque aunque es un cuento para adultos, el mensaje es para los niños, esos de los que depende que tanta estupidez, tanta crueldad, tanta frivolidad, tanta codicia, tanta soberbia, tanta depredación gratuita y tanta ignorancia no acaben con este planeta irrepetible, aunque algunos cobardes esquiroles que han recibido el Nóbel, se ganen unos duros haciendo programas para televisión de cómo sería la mejor manera de evacuar la tierra cuando ya la hayamos emponzoñado irreversiblemente, en vez de usar sus “brillantes mentes” (defínanme inteligencia, por favor) para hallar soluciones, que las hay a raudales. No quiero aburrir más, ya es suficiente, una de ciencia y otra de moralidad, y de las dos andamos cortitos. Algunos queremos quedarnos aquí, arrimando el hombro, por mí que no quede.
Siento muchos deseos de dedicar este cuento para adultos, que nada tiene de cuento y mucho tiene de adulto, porque de él emana un mensaje de responsabilidad individual, a las personas que yo me he encontrado hasta ahora poniendo más esfuerzo en preservar la vida en la Naturaleza, ya sea desde la ciencia, la investigación, el pensamiento, la divulgación, el compromiso o el mecenazgo, que son, a saber, Rafael Hurtado, Jorge Riechmann, Joaquín Araújo y Emilio Carral (un ingeniero, un filósofo y dos biólogos, menuda plantilla para una operación de salvamento), personas que usan diariamente su enorme talento para mitigar las gigantescas cantidades de dolor que se granjea este mundo, y para conseguir rebajar, también, las desproporcionadas dosis de irracionalidad y de estupidez que, paradójicamente, maneja el ser humano. Para los cuatro, gracias de corazón y un fuerte abrazo.
Antonio Manuel Estévez Prieto
Director del Centro para la Reproducción de Especies Amenazadas, C.R.E.A. Félix Rodríguez de la Fuente
Presidente del Banco de Ideas de Galicia para el Fomento de la Investigación