Lucrecio, hablando en nombre de los epicúreos de todos los tiempos, nos asegura: “Los vestigios del carácter nativo, que la razón es incapaz de expulsar de nosotros, son tan pequeños, que nada nos impide llevar una vida digna de los dioses.” Y San Anastasio de Alejandría, cinco siglos más tarde: “Si Jesús se hizo hombre, nosotros deberíamos hacernos Dios”. Y el Maestro Eckhart, nueve siglos después: “Dios se hizo hombre para que el hombre se pudiera hacer Dios”. Y el profesor Alois Haas, ya contemporáneo nuestro: no se trata de orientarse por objetos, ni por sujetos, sino de “ser capaces de concentrarnos en el punto unitario de la vida: lo absoluto”. Pero nuestra pregunta regresa: ¿deberíamos aspirar a divinizarnos, persiguiendo aquel viejo objetivo de los Santos Padres de la Iglesia oriental, la theosis –o deberíamos desear más bien humanizarnos de verdad? ¿Trascender la condición humana, o asumirla hasta el fondo? ¿Humanización más allá de la hominización? ¿Humanización que supere la crueldad y el tribalismo –siendo bien conscientes de que “humanizarnos” implica también asumir lo animal que hay en nosotros y nosotras…?