dominar el lagarto interior: la tarea de autoconstrucción

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Michael Lewis, en su ensayo Boomerang, cita al neurocientífico británico –residente en EEUU– Peter Whybrow, un experto mundial en depresión y enfermedad maníaco-depresiva, metido a patólogo social en algún libro de ensayo como American Mania: When More Is Not Enough (WW Norton, 2006). Gracias a la superabundancia, dice, en EEUU –pero no sólo ahí, claro está– “los seres humanos se pasean por ahí con unos cerebros tremendamente limitados. Tenemos el núcleo de un lagarto. (…) A lo largo de cientos de miles de años el cerebro humano ha evolucionado en un entorno caracterizado por la escasez. No fue diseñado, por lo menos originalmente, para un entorno de extrema abundancia. (…) Hemos perdido la capacidad de autorregulación en todos los niveles de la sociedad.”[1]

 

Pero ¿de verdad vamos a aceptar que Homo sapiens no pueda ir más allá de las pautas de conducta impresas en su cerebro reptiliano? Veo comida, ataco y trago; veo un smartphone, agredo y compro. ¿No vamos a poder hacer funcionar a ratos el neocórtex? Buda y Zenón de Citio, Aristóteles y Confucio se reirían de nosotros. ¿De tan poca enkráteia son capaces estos degenerados anthropos de comienzos del siglo XXI?

 

Neurocientíficos y filósofos morales han llamado la atención sobre cómo el “cerebro humano antiguo” (podemos llamarlo “cerebro reptiliano” para abreviar: se trata de sistemas neurológicos situados sobre todo en el hipotálamo[2]) es el resultado evolutivo de una lucha por la supervivencia personal que privilegió los mecanismos egoístas de la “cuatro efes”: feeding, fighting, fleeing and fucking, a saber: alimentarse, luchar, huir y follar. Como resume la gran historiadora de las religiones Karen Armstrong, “no hay duda de que en los recovecos más profundos de su mente los hombres y las mujeres son despiadadamemte egoístas. (…) Estos instintos se plasmaron en sistemas de actuación rápida, alertando a los reptiles a competir despiadadamente por el alimento, protegerse de cualquier amenaza, dominar su territorio, buscar lugares de refugio y perpetuar sus genes. Nuestros antepasados reptilianos, por tanto, únicamente estaban interesados en el estatus, el poder, el control, el territorio, el sexo, el interés personal y la supervivencia”[3].

 

Las emociones que generan estos sistemas neuronales de antiguo origen radicados en el hipotálamo son fuertes, automáticas y egoístas: nos conducen a acumular bienes, responder violentamente a las amenazas, aparearnos y tratar de que la prole salga adelante… Pero sobre este “cerebro antiguo” se ha superpuesto evolutivamente el neocórtex humano, sede de las capacidades de razonamiento y de otra clase de emociones menos vinculadas a la supervivencia personal.

 

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No es que el cerebro humano sea defectuoso (o la naturaleza humana corrupta), no es eso… Es que dejamos pasar las ocasiones de fomentar lo mejor de nosotros mismos. Trabajar, por ejemplo, con las técnicas que ya habían desarrollado los sabios antiguos, budistas y estoicos sin ir más lejos, para que el neocórtex pueda controlar –¡al menos de vez en cuando!— los arrebatos del lagarto interior…

 

Pues, en definitiva, ¿de qué va la filosofía práctica –la ética, el pensamiento político, la religión en su dimensión no teísta (que cabe llamar espiritualidad)–? Una respuesta breve diría: trata de la autoconstrucción de lo humano. (Y prefiero con mucho esta noción a la “autocreación” de Nietzsche, porque estamos hablando de artesanías y no de artes demiúrgicas.)

 

El arte más importante, con diferencia, es el arte de vivir. Un sociólogo contemporáneo como Zygmunt Bauman nos intima: “Nuestra vida, tanto si lo sabemos como si no, y tanto si nos gusta esta noticia como si la lamentamos, es una obra de arte. Para vivir nuestra vida como lo requiere el arte de vivir, como los artistas de cualquier arte, debemos plantearnos retos que sean (al menos en el momento de establecerlos) difíciles de conseguir de entrada (…). Tenemos que intentar lo imposible.”[4]

 

En los Ensayos de Montaigne, el hombre se define como un ser “vario y ondulante”. Nietzsche extremará esta línea de pensamiento en su idea de la autocreación humana (puesto que los seres humanos somos una “especie no fijada”). Arnold Gehlen, ya en el siglo XX, formulaba más o menos lo mismo hablando de una “especie no terminada”. Se trata de construir lo humano (¡pues no nos viene dado!) en vez de dar rienda suelta a las ciegas pulsiones de la psique y los arrolladores mecanismos del mercado.

 

“No tengo opción de cambiar mi naturaleza”, dice Angélica Liddell, una mujer de teatro que confiesa crear a partir del odio[5]. Pero todo el trabajo de la cultura, la ética, la política, la estética, la religión, se endereza a eso: cambiar nuestra naturaleza, o más bien –con mayor precisión— modularla con las herramientas que proporciona la cultura.

 

Trabajar sobre nuestro carácter, decía Aristóteles; trabajar sobre la “homeostasis social”, sugiere el neurólogo Antonio Damasio. Por ejemplo: frente a lo diferente, nuestra reacción natural puede ser –en muchas circunstancias– la agresión. Pero el trabajo de la cultura –volviendo sobre nosotros mismos para modular de las emociones– nos posibilita el control de la violencia…[6]

 

Construir lo humano: las emociones humanas, las prácticas humanas, las virtudes humanas, las instituciones humanas. Nuestra tarea es construirnos –incluso si creemos, como los budistas por ejemplo, que la almendra de esta tarea es desconstruir el ego[7].

 

¿Autocreadores? Claro. Pero no a la manera del poderoso demiurgo, sino al modo del indigente que mendiga para poder llevarse algo a la boca. Artistas de nuestra propia vida, o mejor artesanos: pero sin ninguna concesión al esteticismo. No hay que exagerar en la idea de «autoconstruirnos». En cualquier caso se trata de una obra no de ingeniería sino de bricolaje –podríamos decir echando mano de la teoría y la práctica de mi amigo el poeta anarquista Antonio Orihuela.

 

 

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Somos malos en autocontención (los griegos llamaban a esta virtud enkráteia). Pero es la autocontención lo que nos hace humanos, lo que puede hacernos humanos (en el sentido normativo del término). A escala individual y microsocial ello debería resultar casi evidente. Poder aprovecharse de una ventaja, al precio de dañar a otro, y no hacerlo: eso es lo que nos humaniza.

 

El escritor colombiano Santiago Gamboa, que fue representante de su país ante la UNESCO, recuerda haber escuchado al delegado de Palestina decir: “Es más fácil hacer la guerra que la paz, porque al hacer la guerra uno ejerce la violencia contra el enemigo, mientras que al construir la paz uno debe ejercerla contra sí mismo”[8]. Dominio de sí en vez de violencia contra el otro: eso nos humaniza.

 

En el centro de la cultura occidental determinada por las dinámicas del capitalismo, el crecimiento industrial y la tecnociencia hallamos la cuestión de la dominación. Pues el fenómeno de la dominación ¿constituye la esencia misma de la vida –es lo que propuso Nietzsche con su Wille zur Macht, al menos según ciertas lecturas de la misma–… o más bien se trata de un mal social sumamente generalizado, pero quizá superable?

 

Si aceptamos –es mi propia posición— lo segundo, entonces se nos abren básicamente dos vías para superarlo. En primer lugar la política democrática: controles y contrapoderes frente a quienes desean dominar a los demás. En segundo lugar, la moral igualitaria y la ética (incluso más allá de la especie humana): respeto por el otro en cuanto otro. Dejar ser en vez de tratar de dominar. Y autoconstruirnos.

 

Vale la pena rememorar la fórmula con que Cornelius Castoriadis captaba la “esencia” de la sociedad industrial (o, en los términos del filósofo greco-francés, el imaginario social colectivo de ésta, el núcleo de significaciones imaginarias que mantienen la cohesión social y orientan la actividad). Para Castoriadis, “el objetivo central de la vida social [en esta sociedad] es la expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional”[9].

 

Conviene fijarse en tres elementos de la frase: en primer lugar una hybris que, al no reconocer límites de ninguna clase, se condena a chocar contra las estructuras y consistencias de los seres vivos finitos en un planeta limitado; en segundo lugar un impulso de dominación tanático, nacido seguramente de grietas de la psique humana donde se ha aventurado sobre todo el psicoanálisis; en tercer lugar una clase de racionalidad extraviada sobre la que me he extendido en otros lugares[10]. El adjetivo pseudo califica, por partida doble, la contraproductividad de un impulso cuyo carácter destructivo acaba volviéndose contra sí mismo.

 

La idea de una cultura de la autocontención apunta a contrariar la fórmula de Castoriadis. Parte de la intuición de que los seres humanos, confrontados a su finitud, vulnerabilidad y dependencia, pueden ciertamente ceder a lo tanático –la pulsión de muerte— y emprender la lucha por la dominación (sobre los demás, sobre la naturaleza externa, sobre sí mismos y su propia naturaleza interna); pero pueden también emprender una senda antagónica que se orienta al cuidado de lo frágil, la ayuda mutua, la asunción de responsabilidades, el ayudarnos unos a otros a confrontar la muerte.

 

Algunos marxismos heterodoxos formularon tempranas críticas del productivismo, la noción burguesa de progreso y la aspiración de dominar la naturaleza. Vale la pena rememorar al Walter Benjamin de Dirección única, un libro de apuntes, fragmentos y agudezas publicado en 1928: “Dominar la naturaleza, enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es el dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad.”[11]

 

Dominar no la naturaleza sino la relación entre naturaleza y humanidad: esta idea sigue siendo inmensamente fecunda en el siglo XXI[12]. Todas las relaciones humanas entrañan ejercicio de poder, señalaba un filósofo como Michel Foucault (en la estela de Nietzsche). Habría que tener aquí en cuenta la ambivalencia del concepto, que señaló Spinoza, sobre la que no se puede insistir demasiado: poder como capacidad frente a poder como dominación.[13]

 

Pero si, en un ejercicio de reflexividad guiado por los valores de la compasión, trato de dominar no al otro sino mi relación con el otro, se abren impensadas posibilidades de transformación. De verdadera humanización de esos inmaduros homínidos que aún seguimos siendo.



[1] Puede seguirse a este neuroinvestigador en www.peterwhybrow.com

[2] En realidad, un modelo más preciso hablaría de tres partes del cerebro: archicórtex o “cerebro reptiliano”, paleocórtex o “cerebro palomamífero” y neocórtex o “cerebro mamífero avanzado”. El primero sería el cerebro instintivo; el segundo el cerebro emocional; el tercero el cerebro racional. Véase José María Bermúdez de Castro: La evolución del talento. Cómo nuestros orígenes determinan nuestro presente, Debolsillo, Barcelona 2011, p. 95-98.

[3] Karen Armstrong, Doce pasos hacia una vida compasiva, Paidos, Barcelona 2011, p. 23.

[4] Zygmunt Bauman, El arte de la vida, Paidós, Barcelona 2009, p. 31.

[5] Entrevista en El País Semanal, 7 de noviembre de 2010. Se trata de ideas que Damasio desarrolla en Y el cerebro creó al hombre, Destino, Barcelona 2010.

[6] Una reflexión profunda sobre esto en Antonio Damasio, Y el cerebro creó al hombre, Destino, Barcelona 2010.

[7] Véase al respecto Serge-Christophe Kolm, Le bonheur-liberté. Bouddhisme profond et modernité, PUF, París 1982. Así como Julian Baggini, La trampa del ego, Paidós, Barcelona 2011.

[8] Santiago Gamboa: “Colombia: Chéjov versus Shakespeare”, El País, 9 de septiembre de 2012.

[9] Encontramos esta formulación en muchos lugares de la obra de Castoriadis. Por ejemplo, en Cornelius Castoriadis y Daniel Cohn-Bendit, De la ecología a la autonomía, Mascarón, Barcelona 1982, p. 18.

[10] Jorge Riechmann, “Hacia una teoría de la racionalidad ecológica”, capítulo 2 de La habitación de Pascal, Los Libros dela Catarata, Madrid 2009.

[11] Walter Benjamin, Dirección única, Alfaguara, Madrid 1987, p. 97.

[12] Por lo demás, podemos rastrearla también en un famoso pasaje del libro tercero del Capital de Marx: ahí el pensador de Tréveris no define el socialismo como dominación humana sobre la naturaleza, sino más bien como control sobre el metabolismo entre sociedad y naturaleza, regulación consciente de los intercambios materiales entre seres humanos y naturaleza. En la esfera de la producción material, dice Marx, “la única libertad posible es la regulación racional, por parte del ser humano socializado, de los productores asociados, de su metabolismo [Stoffwechsel] con la naturaleza; que lo controlen juntos en lugar de ser dominados por él como por un poder ciego”. Citado por Michael Löwy en Ecosocialismo, El Colectivo/ Ediciones Herramienta, Buenos Aires 2011, p. 73.

[13] Spinoza en su Tractatus politicus (1677, capítulo 2: “Del derecho natural”) establece la importante diferencia entre las palabras latinas potentia y potestas. Potentia significa el poder de las cosas en la naturaleza, incluidas las personas, “de existir y actuar”. Potestas se utiliza en cambio cuando se habla de un ser en poder de otro. (En alemán, la pareja de conceptos Macht/ Herrschaft capta la distinción: se ve bien en Max Weber.) Tenemos entonces potentia como “poder para”, poder en cuanto capacidad. Y potestas en cuanto “poder sobre otros”, poder en cuanto dominación. El primero es más originario que el segundo.Puede verse al respecto también Jorge Riechmann, ¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena, Los Libros de la Catarata, Madrid 2011, p. 33-35.