donde el amor, allí el mundo

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Donde el amor, allí el mundo

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“Los únicos poemas que cuentan son aquellos que pueden ser leídos en voz alta frente al mar o susurrados al oído de un ser humano que se está muriendo. Si no cumple esos requisitos, no es poesía”, sostiene el gran poeta chileno Raúl Zurita (entrevista en ABC cultural, 19 de junio de 2021).

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El criterio de Raúl Zurita es muy exigente, mas probablemente veraz. He vuelto a recordar sus palabras, en este verano de 2022, evocando los hermosos rostros ancianos de varias amigas y amigos enfermos que afrontan lo que probablemente será el último tramo de sus vidas: Silvia, Luis, Camino. Cuando miramos de hito en hito el rostro de la muerte ¿qué podemos decir sobre nuestros valores?

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Las amigas a quienes evoqué han sido, a lo largo de sus vidas, personas luchadoras contra la injusticia, la dominación y el daño infligido a los seres vivos y la naturaleza. Y como personas lúcidas, lo que afrontan no es sólo la perspectiva de su fin personal, sino algo que sólo podemos llamar la muerte de un mundo. No se trata del fin del mundo –no es la muerte de Gaia, no es el final de la vida en el planeta Tierra– pero sí el fin de nuestro mundo: las condiciones del Holoceno que posibilitaron viviese y prosperase la humanidad que conocemos han sido ya fatalmente desequilibradas, y el planeta se dirige hacia otros regímenes climáticos (quizá incompatibles con la supervivencia humana).

Para quien es consciente de esto, la idea de llamar Antropoceno al tiempo que viene le parece más un conjuro de simio asustado que una sabia decisión geológica. Antropoceno: ¿la era de la extinción humana?

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El automóvil, la gran promesa industrial de libertad, nos enfila hacia un planeta inhabitable (tragedia climática). Internet, la gran promesa de inteligencia colectiva, nos extravía en la trivialidad y la desatención. Prometeo no ha sabido qué hacer consigo mismo…

El problema, nos dice este sistema, no es la extralimitación: es que faltan infraestructuras; y construyendo más infraestructuras, amplificamos la extralimitación. Se podrían multiplicar los ejemplos de esta clase de contraproductividad. Los combustibles fósiles, a lo largo de siglo y medio, han significado exceso de medios sin depuración de fines: y así nos ha ido. No acabamos de ver que el adjetivo fosilista, aplicado al capitalismo, es probablemente más importante que cualquier otro de aquellos que solemos enjaretarle (heteropatriarcal, neoliberal, depredador, etc.).

Por desconocimiento de nosotros mismos y por incapacidad de aceptar la condición humana –¡somos mortales y autoconscientes!–, damos rienda suelta a nuestra desmesura. Comienza uno domesticando un uro y acaba en el runaway climate change.

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Una periodista alemana llamada Sara Schurman se desploma en Twitter (el 23 de julio de 2022): “Hace dos años que me di cuenta de lo que significa realmente la catástrofe climática y lo cerca que estamos del colapso ecológico. Desde entonces siento como si estuviese viviendo en una pesadilla: gritando para que la gente venga y ayude, pero no entienden lo que quiero decir. O no me creen…”

Es verdad que, cuando uno abre los ojos ante la catástrofe ecosocial que va desplegándose sin tregua, su vida cambia: cuesta prestar atención a nada más. Nuestros intereses se estrechan, nuestra sensibilidad se empobrece, nuestro temperamento se vuelve más rígido. Apenas logramos sacarnos esas enormidades trágicas de la cabeza; y defender nuestra alegría vital se convierte en una especie de lucha agónica. No resulta sorprendente que tanta gente prefiera cerrar los ojos y encastillarse en su ignorancia voluntaria.

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Zurita aconsejaba, en la misma entrevista que cité antes, a Whitman como primera lectura en nuestro mundo grande y terrible. “La esperanza se sobrepone a todos los desmentidos de la realidad, y eso es Walt Whitman, una esperanza más fuerte que todos los desmentidos de la realidad”. (Algo así es lo que yo he conceptualizado como esperanza contrafáctica en varios textos, y sobre todo en el capítulo 8 de mi libro ¿Vivir como buenos huérfanos? Ensayos sobre el sentido de la vida en el Siglo de la Gran Prueba.) Vuelvo a la pregunta que antes dejé en el aire: confrontados ante la muerte –individual y, aún peor, la muerte social– ¿qué podemos decir sobre nuestros valores?

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No hablo de ideales metafísicos sino de valores inmanentes, de tejas para abajo, anclados en prácticas que dependen de compromisos que han de renovarse constantemente: dignidad humana, solidaridad, ayuda mutua, belleza en lo cotidiano, poesía, cuidado, comunidad. Valores que recibimos de una larga historia de luchas contra la dominación extendida a lo largo de cinco milenios. La idea de familia humana expresada de forma conmovedora por Graça Machel, no como cliché del lenguaje burocrático de Naciones Unidas, sino como destilado de decenios de trágicas luchas de liberación en el África del siglo XX, vividas en primera persona.

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Nuestra especie –Homo sapiens sapiens– existe desde hace más de 150.000 años. Hasta hace cinco mil años aproximadamente, vivimos primero en grupos de cazadores-recolectores, y luego en aldeas de agricultores y pastores, sin apenas desigualdades sociales. (Sólo algo de división sexual del trabajo; nada comparable al patriarcado que vendría después.) Lo podemos llamar “comunismo primitivo”, o de otra manera si se prefiere.

Luego, hace aproximadamente cinco mil años, aparece el fenómeno de la desigualdad: se desarrollan el patriarcado, las ciudades, las estructuras estatales, los ejércitos permanentes, las elites que se apoderan de los excedentes que producen los de abajo… Sirva como ejemplo cercano la cultura de El Argar, que se desarrolla entre 2200 y 1550 AEC (inicios de la Edad del Bronce en Europa), asentada en la actual región de Murcia. Los arqueólogos coinciden en que se trata de la primera sociedad dividida en clases en la península ibérica, identificando tres estratos: la clase dominante, aproximadamente un 10% de la población; un 50% de individuos con ciertos derechos político-sociales; y un 40% de personas en régimen de servidumbre o esclavitud.

Las ciudades amuralladas de El Argar desaparecieron sin dejar otros rastros que los arqueológicos o bien “por un agotamiento de los recursos naturales que la sustentaban (…) o por una gigantesca revolución popular que arrasó todas sus ciudades a causa del insoportable yugo de la clase dirigente, la tenedora del armamento, los recursos y las vidas” (escribe el periodista Vicente G. Olaya).

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Tanto si se trató de extralimitación ecológica como si de revolución social, esos conflictos de hace milenios nos ponen cara a cara con nuestras responsabilidades de hoy, y nos enfrentan al rostro de la muerte. Y tenemos que poder afirmar: nuestros valores –de igualdad social y reconciliación con la Naturaleza– valen. Podemos sostenerlos, si trasparecen en un poema, frente al mar o susurrados al oído de un moribundo. Aguantan la mirada de la muerte: siguen valiendo incluso cuando sucumbimos.

Pues no es que no vayamos a sucumbir. Sucumbimos (y no se trata sólo de finitud individual, como antes recordé, sino del fin de nuestro mundo), pero esos valores son aquellos por los que valía la pena luchar, morir, y sobre todo vivir.

Pues no interrogamos a nuestros valores imaginándonos en primer lugar como hipotéticos esclavos rebeldes de El Argar, o como espartaquistas berlineses derrotados en 1919 (sin olvidar para nada toda esa larga historia de luchas de nuestros mayores –cinco milenios– con las que nos seguimos identificando). Pensamos, más bien, en la esperanzadora consigna que difundió Francia Márquez en la campaña electoral que la llevó a la vicepresidencia de la República de Colombia (acompañando a Gustavo Petro como presidente): vivir sabroso.

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Miremos, en efecto, hacia América Latina. Hay un terrible paso bien conocido en “Sobre el concepto de historia” de Walter Benjamin, en la pelea contra el fascismo y el nazismo europeos: “Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence; y este enemigo no ha cesado de vencer”. Pues bien, esto es precisamente lo que cambia con la perspectiva anticolonial y descolonial cuya preciosa elaboración nosotros (desde España) podemos recoger, sobre todo, de cinco siglos de luchas en América Latina (como nos recuerdan, por ejemplo, los compañeros del colectivo La Vorágine desde Santander). Cualquier abuela mapuche o lenca o maya tomaría de las manos al suicidado Benjamin y le diría con sonriente piedad: pero m’hijito, claro que ese enemigo cesó de vencer (a pesar de todas las masacres, todos los tormentos, todas las expoliaciones). No tienes más que pensar en Bartolomé de las Casas y en Toussaint Louverture…1

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Escribía Juan Ramón Jiménez: “Es preciso soñar la realidad de mañana” (uno de los aforismos de su magna compilación Ideolojía). Quizá mejor, maestro: es preciso rememorar (entresoñando, entreviendo, entreviviendo) la realidad de ayer, para que sea posible otra realidad de mañana. Si han clausurado el mañana hay que reabrir el ayer. A la manera en que Francia Márquez propone, contra todas las posibilidades históricas, vivir sabroso como lema de un programa de sustentabilidad, decrecimiento e igualdad social en su martirizada Colombia.

Nayra-pacha es (en la cosmovisión de los pueblos andinos) el pasado-como-futuro, preñado de posibilidades que contradicen el tiempo cerrado de la Modernidad colonial. Según Armando Muyolema, “en el mundo andino este concepto une lo que en las teorías occidentales viene a ser la memoria y la utopía. El pasado preñado de presente y de por-venir. El pasado que encierra una promesa de transformaciones en el orden de la vida. Con Gustavo Gutiérrez diríase que se trata de una ‘memoria profética’ que predispone el ánimo hacia la lucha”.

Escribió también el inmenso poeta de Moguer: “Hay un momento en que el pasado es porvenir. Ése es mi instante”. Que sea también el nuestro, nuestro nayra-pacha en cuanto europeos que tratan de reabrir su pasado en condiciones de muerte civilizacional.

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Krenak –el apellido del dirigente indígena y pensador amazónico brasileño Ailton Krenak, que es también el nombre de su tribu, la cual vive a orillas del río Doce– significa “cabeza en la tierra”. Explica el autor de Ideas para posponer el fin del mundo: “Cada cultura tiene su propia forma de rezar. En nuestro caso, nos arrodillamos y ponemos nuestras cabezas en la tierra para conectarnos con ella, tomando contacto con este maravilloso planeta. Así es como hemos de continuar”. Y en otro lugar: “Cuando uno siente que el cielo está bajando mucho, hay que empujarlo y respirar”.

Cabeza en la tierra. Cuerpo abrazado al árbol. Ojos en las nubes. ¿Se encontrarán en algún mundo Walter Benjamin y Davi Kopenawa?

Empujar bien y respirar bien.

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William Blake, nuestro pariente entrañable y exaltado, exclama hacia el final de Visiones de las hijas de Albión (1793): “El ave marina aprovecha la bocanada de aire invernal para cubrirse con ella / y la serpiente salvaje, el lodo pestilente para engalanarse con gemas y oro. / Árboles, pájaros, bestias y hombres contemplan sus dichas imperecederas. / ¡Incorporaos, alitas oblicuas, y cantad vuestra dicha infantil! / ¡Incorporaos a beber vuestra bendición, pues todo cuanto vive es sagrado!”

Every thing that lives is holy: el principio básico de una ecoética gaiana fue enunciado con esta claridad, a finales del XVIII, en aquella Europa sacudida por la Revolución francesa con la que Blake simpatizó tanto.

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Juan Marsé (en una entrevista de 2011) mantenía que la búsqueda de la felicidad es una obligación del ser humano. “El padre de una amiga mía decía que quería escribir unas memorias y titularlas Hem vingut a aquest mon a passar l’estiu (Hemos venido a este mundo a pasar el verano), y siempre me ha gustado esa idea”. Y a nosotros también: podemos considerarla una buena versión mediterránea del vivir sabroso (siempre que no olvidemos que necesitamos reducir nueve décimas partes nuestro consumo de energía y materiales, eliminar la movilidad motorizada individual, reducir drásticamente nuestro consumo de carne y pescado, dejar de volar… revolucionar nuestra manera de producir, consumir y ocupar el territorio).

Resistir frente a la muerte mientras aún podamos, y sostener que nuestros valores valen: que aguantan esa dura confrontación. Donde el amor, allí el mundo–recordemos siempre esto de Juan Ramón Jiménez. La mejor y más alta imagen utópica que se me ocurre es la de un mundo de abrazos: y a la vez no supone sino un humilde recordatorio de nuestra naturaleza simia (chimpancés que se espulgan, se toquetean y se abrazan). La esperanza no puede venir de ninguna clase de confianza desinformada en el futuro, sino de la fuerza de los cuerpos que se abrazan ahora.

                                                   Agosto de 2022, camping La Nava (Peguerinos)