Hay una concepción de la política que considera un uso estratégico de la mentira (en el mejor de los casos, bajo la forma de la “mentira noble” que Platón defendió en la República; pero quizá, con más frecuencia, como maquiavelismo vulgar).[1] Otra idea de la política confía en que “la verdad es revolucionaria” (según enseñaron Lassalle y Gramsci) y trata de avanzar en procesos de ilustración de masas y autoconstrucción democrática. Aunque quizá el plazo histórico para esta segunda idea de la política haya concluido ya, yo no logro reconocerme en la otra.
“Lo importante es el relato”, nos dice el storytelling contemporáneo, las artes de la propaganda comercial trasladada al marketing político: “avanza y vence quien tiene relato y pierde quien se queda sin él”.[2] Desde la segunda de las concepciones políticas antes esbozada, el cuento no se acaba ahí, sino que a continuación se pregunta: ¿y qué relación tiene este relato con la verdad?
[1] Así, un periodista influyente como Luis Bassets escribe –como señalando al paso una obviedad— que “el cuento político es siempre una simple y brutal pelea por el poder” (Ll.B., “Y este cuento se ha acabado”, El País, 16 de enero de 2015).
[2] Bassets, loc. cit.