«el interruptor» de roy scranton, por cortesía de sara plaza

El interruptor, Roy Scranton

Traducción de Sara Plaza

http://civalleroyplaza.blogspot.com/2018/10/interruptores-en-lugar-de-transmisores.html

Extracto del libro Learning to Die in the Anthropocene: Reflections on the End of a Civilization (City Lights, 2015).

 

Has oído la llamada: tenemos que hacer algo. Hay que luchar. Hace falta identificar al enemigo y perseguirlo. Algunos responden, se manifiestan y gritan. Algunos miran para otro lado, niegan lo que está sucediendo y buscan vías de escape hacia mañanas imaginarios: una vida desconectada de la red eléctrica, colonias espaciales, inmortalidad en el paraíso, denegación explícita o hartura consumista en una tecno utopía sin cable, robotizada, impresa en 3D. Mientras tanto, los ricos se refugian en sus fuertes confiando en su aire acondicionado, su educación privada, sus guardas de seguridad bien pagados. Lucha. Huye. Huye. Lucha. La amenaza de muerte activa nuestros impulsos animales más recónditos.

La agresividad y el miedo que surgen en respuesta a lo que percibimos como amenazas son algunas de las emociones más intensas que podemos experimentar. Para que la sociedad humana funcione estas reacciones instintivas tienen que ser cuidadosamente gestionadas y canalizadas. Las explosiones de pánico y odio son peligrosas, pero niveles inferiores de agresividad y miedo ayudan a mantener a la población controlada y productiva. La agresividad contenida hace que la gente se muestre recelosa ante la acción colectiva y trabaje duro para superar a sus compañeros, mientras que la ansiedad constante y generalizada sirve para que la gente continúe mostrándose servil, poco inclinada a asumir riesgos y deseosa de tranquilidad venga de donde venga, ya sea del uniforme y aburrido pensamiento del rebaño o de la estúpida seguridad de consumir.

Desde por lo menos el 11 de septiembre de 2001, en Estados Unidos y a lo ancho del planeta la población ha estado sometida a una campaña de terror sin precedentes, no por parte de Al Qaeda sino del gobierno estadounidense. La política nacional transformó ‘seguridad’ en miedo constante, amenazando a sus ciudadanos en cada nueva oportunidad: primero con explosiones con ántrax, luego con la cárcel, el desempleo estructural provocado por la austeridad, el acoso, la tortura, los tanques SWAT, los francotiradores, los drones y la vigilancia total. Por culpa de la lógica racial de la política estadounidense, según la cual la sociedad se estructura atendiendo a la distinción semiótica entre blanco y negro, la mayor parte de la violencia gubernamental contra sus propios ciudadanos se dirige contra aquellos que tienen la piel oscura, pero de maneras mucho más sutiles esta campaña de terror está destinada a cada una de las personas que viaja en clase turista, ve las noticias o utiliza internet.

El miedo lo sentimos a diario al cruzarnos con la cada vez más militarizada policía y al pasar por los humillantes detectores de metal y los escáneres corporales. El miedo lo sentimos al carecer de seguridad laboral, ante la desigualdad institucionalizada, en nuestra desconfianza de las instituciones corruptas. El miedo lo sentimos en la vigilancia generalizada, en la mujer sin hogar o el amigo hospitalizado sin medios económicos, y en la persistente preocupación de no trabajar lo suficiente, no ser lo suficientemente felices o no llegar a lo más alto. El miedo lo sentimos ante el porno climático [videos de las consecuencias más catastróficas del cambio climático, en los que aparecen comentarios como ‘increíble’, ‘extraordinario’, ‘asombroso’, ‘mortal’, N. de T.], los cambios impredecibles de las hasta ahora estables dinámicas climáticas y los temporales.

Sobre todo, el miedo nos llega a través de imágenes y mensajes, de vibraciones en las redes sociales, productos de tecnología cultural que han irrumpido en nuestras vidas. Mientras realizamos nuestros quehaceres cotidianos estamos continuamente recibiendo mensajes de miedo y peligro, advertencias omnipresentes, insistentes pinchazos en el cerebro. Alguien murió. Algo voló por los aires. Algo podría estallar. Alguien atacó a alguien. Alguien mató a alguien. Armas. Crimen. Inmigrantes. Terroristas. Árabes. Mejicanos. Supremacistas blancos. Polis asesinos. Matones diabólicos. Violación. Asesinato. Calentamiento Global. Ébola. ISIS. Muerte. Muerte.

El sociólogo Tom Pysczynski escribe: «Las personas hacemos casi cualquier cosa para evitar sentir miedo. Cuando, pese a todos los esfuerzos [el miedo y la ansiedad] se abren paso, se llega a extremos increíbles para suprimirlos.» Algunas veces, cuando estas vibraciones nos sacuden, nos deshacemos de ellas pasándoselas a los demás, retuiteando una historia, volviendo a subir tal o cual video, a la espera de que otros validen nuestra reacción y alivien así nuestro temor, asegurándonos que la atención colectiva estaba alerta a la amenaza. En otras ocasiones reaccionamos con aversión, tratamos de disminuir las vibraciones buscando estímulos positivos, imágenes y videos placenteros, algo divertido, algo —cualquier cosa— que mitigue el miedo. Compramos algo. Comemos lo que sea. Nos tragamos una pastilla. Echamos un polvo.

Tanto si pasamos la vibración como si reaccionamos contra ella, dejamos que el miedo cortocircuite nuestros propios deseos autónomos, desviándonos de nuestros objetivos y cargando incluso más electricidad emocional estática en nuestro proceso cognitivo diario. Cada vez nos distraemos más de nuestros propósitos y cada vez nos volvemos más susceptibles a esa distracción. Y tanto al transmitir como al reaccionar, lo que hacemos es reforzar los canales de pensamiento, percepción, comportamiento y emoción que, con el tiempo, conforman nuestros hábitos y nuestra personalidad. A medida que aprendemos a ser resonadores del miedo y la agresividad, reforzamos los modelos de pensar y sentir que configuran una sociedad que reproduce eso mismo.

Luchar-o-huir resulta obligatorio porque cumple una función evolutiva fundamental. Aumenta el estado de alerta y el flujo de adrenalina y, en general, mantiene vivo al animal humano. A medida que nos adentramos en el Antropoceno, sin embargo, la maquinaria cultural capitalista que equilibra el miedo y la agresividad con el deseo y el placer rechina y echa chispas. Lo que el teórico cultural Lauren Berlant ha identificado como «cruel optimismo» de un sistema que se sostiene en esperanzas que nunca pueden ser satisfechas, se combina peligrosamente con una atmósfera de ansiedad atormentada, la frustración cada vez mayor con el estancamiento económico de la clase obrera y la clase media, y un omnipresente voyerismo sádico que crece a medida que se lo alimenta. Mientras nuestro raído tejido social permanezca unido, nuestro miedo y nuestra agresividad pueden ser canalizados hacia el trabajo, el consumo y la competitividad económica, con el deporte profesional, una televisión hiperviolenta y protestas ocasionales para desahogarse. Sin embargo, conforme ese tejido comience a rasgarse, corremos el riesgo de que se desaten no solo disturbios, revueltas y guerras civiles, sino unas políticas homicidas que nos helarían la sangre.

Veamos: otrora entre las naciones más modernas y occidentalizadas de Oriente Medio, con una robusta clase media muy bien formada, Iraq ha sido arruinada en las últimas décadas por la ofensiva imperialista, las bandas de delincuentes, las continuas interferencias en su política nacional, la liberalización económica y el enfrentamiento sectario. Hoy [2014] se desgarra entre una petrocracia corrupta, un enclave autónomo kurdo, y un autodeclarado califato islámico fundamentalista, mientras la guerra civil en la vecina Siria desborda sus fronteras. Es posible que estos conflictos hayan sido causados y se hayan visto exacerbados por la peor sequía que ha padecido la región en la historia moderna. Desde el año 2006, Siria ha sufrido graves restricciones de agua en algunas áreas que han arruinado el 75% de sus cosechas y acabado con el 85% de su ganado, dejando a más de 800.000 sirios sin un medio de vida y provocando un goteo de cientos de miles de jóvenes empobrecidos hacia las ciudades del país. Esta sequía es parte de un proceso de calentamiento y aridez que está transformando Oriente Medio. No solo el agua, el petróleo también es clave en estos conflictos. Iraq es el quinto país con mayores reservas de petróleo probadas. El Estado Islámico ha sido capaz de sobrevivir gracias a que se ha hecho con el control de la mayoría de la producción de petróleo y gas de Siria. Solemos pensar el cambio climático y el violento fundamentalismo religioso como si fuesen fenómenos aislados, pero como sostiene el oficial retirado de la armada estadounidense David Titley: «Puede establecerse una conexión muy plausible entre el clima y este desastre actual que llamamos ISIS.»

A varios cientos de quilómetros, los soldados israelís dedicaron el verano de 2014 a matar palestinos en Gaza. Israel también ha sufrido la sequía, mientras que Gaza ha atravesado una grave crisis de agua exacerbada por la agresión militar de Israel. El Comité Internacional de la Cruz Roja informó que durante el verano de 2014 los objetivos de las bombas israelís fueron los pozos y las infraestructuras hidráulicas palestinos. Esta vez no se trata de agua y petróleo, sino de agua y gas: algunos observadores explican que el propósito de la operación «Borde Protector» [«Protective Edge»] era controlar el enorme campo de gas natural submarino Leviathan, descubierto en 2010 en el Mediterráneo oriental.

Mientras tanto, a miles de quilómetros al norte, los separatistas, con el respaldo de Rusia, se enfrentaban a las fuerzas fascistas paramilitares que defendían al gobierno electo de Ucrania, donde también se estaba padeciendo una terrible sequía. El papel de Rusia como exportador de gas en la región y los gasoductos que atraviesan Ucrania desde Rusia hasta Europa son claves en este conflicto. Por otro lado, las sequías de 2014 arrastraron refugiados de Guatemala y Honduras hacia el norte, hasta la frontera con Estados Unidos, las cosechas en California y Australia se arruinaron y las vidas de millones de personas se vieron amenazadas por la hambruna en Eritrea, Somalia, Etiopía, Sudán, Uganda, Afganistán, India, Marruecos, Pakistán y partes de China. A lo largo y ancho del mundo, disturbios y protestas multitudinarias barrieron Bosnia y Herzegovina, Venezuela, Brasil, Turquía, Egipto y Tailandia, y aumentó la conflictividad en Colombia, Libia, la República Centro Africana, Sudán, Nigeria, Yemen e India. Y mientras el mundo arde, Estados Unidos ha estado jugando peligrosamente con Rusia sobre el control de Europa del Este y el deshielo del Ártico, y con China sobre el control de Asia Suroriental y el mar del Sur de China, amenazando con una guerra mundial a una escala como no se ha visto en los últimos 70 años. Este es nuestro presente y nuestro futuro: sequías y huracanes, refugiados y guardias fronterizos, guerras por el petróleo, el agua, el gas natural y los alimentos.

Los conflictos que atraviesan el mundo nos llegan de alguna de estas dos maneras: a través de los efectos del cambio climático en el medioambiente, y nosotros formamos parte de él, o a través de imágenes, agitación social o el miedo retransmitido. Vemos personas luchando o muriendo en ciudades arruinadas por todo el planeta. Los vecinos se matan entre sí. Mujeres ancianas se desangran entre los escombros de los bombardeos y niños son asesinados mientras tú lees estas líneas. Vivir en un mundo así es terrible. El peligro constante tensa cada nervio. Lo único que importa es sobrevivir, matar al enemigo, el prestigio y tener un lugar seguro donde dormir. La experiencia de ser humanos se estrecha como una punta de lanza.

Recuerdo vivir en ese mundo hace varios años, como soldado en la Bagdad ocupada. Hoy ese mundo me parece increíblemente distante y, sin embargo, siento su opresión a diario en un incesante caudal de palabras, imágenes, campañas y reportajes. Veo videos. Leo historias. Veo fotografías que aquí y allá muestran el sufrimiento y la injusticia, y me siento interpelado. A actuar, tal vez, pero más precisamente, a hacerlo de manera emocionada. A reaccionar. A sentir. A responder. Habitualmente no nos preguntamos de dónde provienen estos sentimientos o a quién sirven, pero todos sabemos que las tecnologías culturales que transmiten estas vibraciones afectivas no son neutrales: los canales de noticias manipulan la información para ajustarla a los prejuicios de sus dueños, mientas que Facebook, Twitter y Google conforman nuestra percepción a través de algoritmos opacos. La especialización y selección demográfica de los medios contemporáneos tienden a estrechar los canales de percepción hasta tal punto, que recibimos solo aquellas imágenes y vibraciones que sintonizan con nuestros propios prejuicios, nuestros deseos preexistentes y, por lo tanto, intensifican nuestras reacciones emocionales particulares a lo largo de una banda cada vez más limitada, incitándonos a verter nuestras emociones dentro del mismo campo de oyentes ya preparados, por lo cual somos recompensados con «me gusta» y «favoritos». Nuestra consciencia la determinan a diario sistemas de retroalimentación en los que algunas entradas o titulares provocan un sentimiento y nosotros nos descargamos de ese sentimiento provocándolo en otros. Las redes sociales como Facebook convocan a la catarsis colectiva, creando en un espacio común oleadas autosuficientes de agresividad y miedo, lástima y espanto, corrientes estancadas que no van a ninguna parte y resultan inoperantes.

Las imágenes de niños asesinados por bombas o la policía, o las que muestran la devastación que deja a su paso una tormenta tropical pueden moverme a la tristeza y el horror. Transmitir esas imágenes distribuirá esa tristeza y ese horror. Mi acto de transmisión me marcará como alguien con sentimientos ante estas cosas y que las condena. Puedo racionalizar mi transmisión diciendo que estoy «creando conciencia», «sensibilizando» o tratando de influir en las políticas públicas: quiero que mis conciudadanos se horroricen como lo estoy yo, así pensarán lo mismo que yo y votarán a favor de un representante que trabaje para evitar que sucedan esas atrocidades, o tal vez, si somos bastantes los que pensamos lo mismo y nos sentimos igual, los órganos y las instituciones de gobierno no tendrán más remedio que escucharnos y alinearse con nuestras vibraciones, tal y como una colonia de abejas elije un nuevo lugar para el enjambre a través de la danza que practican al regresar a la colmena las exploradoras de avanzadilla.

Se trata de conjeturas humanas perfectamente razonables, porque es así como funcionan los grupos físicos humanos. Cualquiera que haya estado entre una multitud, en un equipo de baloncesto, un club nocturno, un coro o participado en manifestaciones sabe cómo resuenan juntos nuestros cuerpos. Pero la política consiste en el reparto energético de los cuerpos en sistemas, y nosotros vivimos en un sistema capitalista alimentado por carbono que no deberíamos esperar que funcionase de la misma manera que lo hacen los individuos por varias razones, sobre todo en lo que se refiere a la respuesta ante la amenaza del calentamiento global. En primer lugar, las tecnologías de las redes sociales y los medios de comunicación no son neutrales, sino que responden a unos intereses particulares, en especial la publicidad personalizada, la concentración de la riqueza y el control ideológico; y las vibraciones que parecen resonar más fuerte a lo largo de estos canales son la envidia, la adulación, la indignación, el miedo, el odio y el placer absurdo. En segundo lugar, cuanto más difundimos o reaccionamos ante las vibraciones sociales, más estamos reforzando nuestros hábitos de canalización y menos practicamos la reflexión autónoma y el pensamiento crítico independiente. Con cada consigna, cada retweet y cada entrada en Facebook nos fortalecemos como resonadores y nos debilitamos como pensadores. En tercer lugar, por más intensas que lleguen a ser nuestras vibraciones sociales, quedan bloqueadas en un mecanismo que no tiene influencia política: las vibraciones no se transforman en acción política porque no están conectadas a los flujos de poder. Por último, mientras la respuesta típica de los grupos humanos ante una amenaza es identificar al enemigo, escoger un bando y movilizarse para luchar, el calentamiento global no resulta un oponente que se pueda comprender ni aprehender fácilmente.

Todo esto no ha impedido a la gente tratar de encontrar uno. Quienes participaron en la marcha «Flood Wall Street» [antes de la celebración de la Cumbre Climática en la sede de la ONU, septiembre 2014, N. de T.] dicen que el enemigo son las corporaciones norteamericanas. Jakaya Kikwete, presidente de Tanzania, y Baron Waqa, presidente de la República de Nauru, opinan que el problema son Estados Unidos y Gran Bretaña. Shell Oil y el Fondo para la Defensa del Medio piensan que es la intratable burocracia de las Naciones Unidas la que nos tiene atrapados. Barack Obama ha sugerido que es China. Los republicanos del Tea Party culparían a Barack Obama, estoy seguro, si admitieran que existe el calentamiento global y es consecuencia de la actividad humana. Mientras tanto, los oyentes liberales de la NPR quieren creer que los responsables son los republicanos del Tea Party, para así poder enmarcar el problema como uno susceptible de solucionarse mediante la educación moral y el consumismo ilustrado, como si todo fuese un asunto de convencer a la gente de comer más berza y conducir coches eléctricos. Un activista climático ha explicado que 90 compañías son responsables de casi dos tercios de todas las emisiones de gases de efecto invernadero, lo que, convenientemente, exime de responsabilidad a miles de millones de automovilistas, pasajeros aéreos, consumidores de carne y usuarios de teléfonos móviles. El enemigo no está en algún lugar ahí fuera: el enemigo somos nosotros. No como individuos, sino como conjunto. Como sistema. Como enjambre.

¿Cómo nos impedimos a nosotros mismos cumplir nuestro destino de zánganos mortalmente productivos en un enjambre adicto al carbono? ¿Cómo impedimos nuestra propia destrucción por algún tipo de colapso de las colmenas psicopático [Colony Collapse Disorder, CCD por sus siglas en inglés, N. de T.]. ¿Cómo interrumpimos los eternos circuitos de miedo, agresividad, crisis y reacción que no dejan de espolear niveles de desesperación maniaca dada vez más intensos? Una manera de empezar a responder estas preguntas podría ser considerar el problema del calentamiento global en los términos que el pensador alemán Peter Sloterdijk plantea la idea del filósofo como interruptor:

«Vivimos de entrada en el seno de campos colectivos de excitación. Por lo que a esto respecta, en cuanto que somos seres sociales, nada puede modificarse. El imput estresante me alcanza de manera irresistible. Los pensamientos no son libres, cualquiera lo puede comprobar. Proceden de los periódicos y vuelven de nuevo a los periódicos. Mi soberanía, en el caso de que exista, solo se puede poner de manifiesto dejando que se extinga el impulso recibido o transmitiéndolo en general de un modo alterado, testado, filtrado, recodificado. No sirve de mucho impugnarlo: solo soy libre en la medida en que puedo interrumpir estas escaladas de excitación e inmunizarme contra las infecciones de opinión. Es precisamente aquí donde cabe cifrar la misión del filósofo en la sociedad, si se me permite por un instante hablar en unos términos tan enfáticos: demostrar que un sujeto puede ser un interruptor de la información, y no un simple canal de transmisión que sirve de paso a las epidemias temáticas y las oleadas de excitación. Los clásicos expresaban esto con la palabra ‘reflexión’. En este concepto se aúnan relación ética y energética: como portador de una función filosófica no puedo ni quiero ser conductor de estímulos en una cadena semántica estresante o autómata de un imperativo ético.»

Sloterdijk compara la idea de función política como vibración colectiva con la función filosófica de interrupción. Al contrario que la disrupción, que conmociona un sistema y hace añicos el conjunto, la interrupción suspende procesos continuos. No destroza sino que negocia. No obstrucción, sino reflexión.

Sloterdijk entiende el papel del filósofo en el enjambre humano como el de un anormal anti-zángano bailando despacito a su propio ritmo, ni en sintonía con el colectivo ni moviéndose mecánica, dogmática o deontológicamente, sino auto-vacunándose continuamente contra las oleadas de energía social en cuyo seno vivimos, e interrumpiendo constantemente su propia conexión con la vida colectiva. En la medida en que uno se permite ser «un conductor en una cadena semántica estresante», lo que hace es reforzar los canales de transmisión independientemente del contenido, engrosar los tejidos conectivos reflejos de la sociedad de masas, volvernos a todos más susceptibles a fenómenos virales como pueden ser el nacionalismo, el chivo expiatorio, el pánico y la fiebre combativa. Interrumpir los flujos de producción social resulta caótico y contraproductivo, como toda buena filosofía: si funciona nos ayuda a detenernos y ver nuestro mundo de otras maneras. Si fracasa, como ocurre a menudo, el interruptor es integrado, enajenado, ignorado o destruido.

Lo que Sloterdijk nos ayuda a ver es que responder de forma autónoma a la excitación social significa no reaccionar ante ella, no pasarla, sino interrumpirla, extinguiéndola o transformándola por completo. Responder libremente a las imágenes constantes de miedo y violencia, responder libremente a los perpetuos circuitos mediáticos de placer y terror, responder libremente a las incesantes amenazas de guerra, catástrofe climática y destrucción global exige una reorientación de los sentimientos para mantener cada nuevo impulso a distancia hasta que se desvanezca o pueda ser modificado. Mientras la vida sigue sus ritmos rojos y los enjambres humanos bailan al ritmo de la compulsión a la lucha, el interruptor aprende a morir.