El precipicio[1]
Roy Scranton
http://civalleroyplaza.blogspot.com/2018/11/con-los-escombros-en-los-talones.html
Una vez y otra y otra más nos imaginamos ante el precipicio: debemos cambiar, hacerlo ya mismo, si no lo hacemos tendremos que asumir las consecuencias. Nos vemos a nosotros mismos al borde del precipicio, temblorosos e inquietos, dando patadas a las piedras, empujándolas hacia el abismo. Convocamos toda nuestra fuerza interior. Queremos actuar. Se acabó, decimos, es ahora o nunca.
Entonces algo llama nuestra atención. La cena. Twitter. El fútbol. Trump. Antes de que nos hayamos dado cuenta, la vida tira de nuevo de nosotros con sus reconfortantes altibajos. De alguna manera, vagamente, sabemos que acabamos de perder una oportunidad, sentimos el molesto hormigueo de haber dejado correr el tiempo, pero nos decimos «la próxima vez será». El sol saldrá mañana nuevamente y entonces, frescos, daremos otra vez la batalla. Puede que aún no estemos del todo ante la crisis, es cierto, pero eso solo puede significar que la verdadera crisis aún no ha llegado, porque si lo hubiera hecho la habríamos afrontado. Aún tenemos una oportunidad. La lucha sigue.
En 1988 el doctor James Hansen, entonces director del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA (NASA GISS), compareció ante la Comisión de Energía y Recursos Naturales del Senado de Estados Unidos para explicar, con toda la base empírica que sostenía sus afirmaciones, que la evidencia del calentamiento global antrogénico era muy sólida. Advirtió así mismo que seguir emitiendo gases de efecto invernadero con la quema de combustibles fósiles al ritmo que se estaba haciendo conduciría a cambios drásticos en el clima terrestre, incluyendo sequías y el aumento del nivel del mar y la temperatura. Hansen no fue el primero en alertar del peligro, pero la suya fue una advertencia clara y ampliamente difundida. Ese mismo año se creó el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), y algunos después, la Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. En diciembre de 1997, las partes del Anexo I del CMNUCC adoptaron el Protocolo de Kyoto, que comprometía a los países industrializados, incluido Estados Unidos, a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero a «un nivel que impida la interferencia antropogénica peligrosa con el sistema climático». Sin embargo, el Senado de Estados Unidos ante el que habló Hansen nunca ratificó ese tratado. De hecho, la cámara alta votó unánimemente en contra de la firma del Protocolo de Kyoto y aprobó la Resolución Byrd-Hagel, en la que se indicaba que ese acuerdo «supondría un grave perjuicio para la economía de Estados Unidos».
El fracaso durante las dos últimas décadas a la hora de adoptar políticas globales vinculantes para frenar o detener las emisiones de gases de efecto invernadero, incluyendo la Cumbre de Copenhague y el Acuerdo de París, revelan a todas las personas preocupadas la impotencia manifiesta de la CMNUCC ante la ambición nacional y la avaricia empresarial. Sin duda, los historiadores del futuro, como el estudioso chino imaginado por Naomi Oreskes y Eric Conway en su libro The Collapse of Western Civilization, volverán la vista hacia estas décadas de lúgubre insensatez con la misma incomprensión y pesar con que los actuales historiadores ven hoy las sucesivas capitulaciones ante la ofensiva nazi en los años 30 del siglo pasado.
Nos imaginamos a nosotros mismos ante el precipicio, una vez y otra y otra más, y acto seguido volvemos a hacer lo de siempre, al statu quo de comprar y vender, conducir, volar, consumir carne de ternera Wagyu, panceta de cerdo, encender la calefacción, las luces, el aire acondicionado, asistir a una conferencia, hacer negocios en Palo Alto, Dubái, Cambridge. Imaginamos que cada nuevo shock es la verdadera crisis y unos pocos meses después nos convencemos de que la lucha sigue.
Entre 1988 y 2014 hubo un aumento de las emisiones anuales de dióxido de carbono de 21.800 millones de toneladas métricas a 36.100 millones de toneladas métricas. Desde entonces los cálculos muestran un incremento pero no tan rápido como en el pasado. Sería un error pensar que esta disminución del ritmo de las emisiones es motivo de celebración. La verdad es que prácticamente hemos perdido ya la oportunidad, dejado pasar el momento decisivo, atrás queda ese punto de inflexión revolucionario cuando todo podría haber cambiado. Estamos ante la caída, en las postrimerías del progreso y la civilización occidental, en los largos días sombríos del declive, el colapso, el atrincheramiento, la violencia, la confusión, la pena y el interminable, insondable e insosegable sufrimiento humano. Vivimos en el Antropoceno.
Hace varios años emprendí una caminata desde Francia hasta España por la senda a través de los Pirineos que siguieron los refugiados que huían de los nazis tras la caída de Francia. Estaba interesado en uno de esos refugiados en particular, un ensayista, crítico y literato judío-alemán llamado Walter Benjamin. Reconocido hoy por su análisis seminal de la relación entre política y estética en la cultura mediática, El arte en la era de la reproductibilidad mecánica, solo lo fue entonces por unos pocos de sus contemporáneos. Entre muchos de sus lectores actuales es considerado un escritor de extraños, inaprehensibles y repelentemente brillantes ensayos de literatura, cultura e historia. Hannah Arendt, que conoció a Bejamin personalmente, escribió en la introducción de Illuminations, la colección de ensayos del autor, publicada en inglés de 1968:
«Para describir su trabajo adecuadamente y a él como a un autor dentro de nuestro horizonte usual de referencias, deberían hacerse un gran número de afirmaciones rotundas y negativas, tales como: su erudición era grande, pero no era un especialista; el motivo de sus temas comprendía textos y su interpretación, pero no era un filólogo; se sentía poderosamente atraído no hacia la religión, sino hacia la teología y al tipo teológico de interpretación por el cual el texto mismo es sagrado, pero no era ningún teólogo y no estaba interesado particularmente por la Biblia; era un escritor nato pero su máxima ambición era producir un trabajo que se compusiera enteramente de citas (…); hizo reseñas de libros y escribió varios ensayos sobre escritores muertos y vivos, pero no era un crítico literario; (…) pensaba poéticamente, pero no fue ni un poeta ni un filósofo.»
Benjamin fue y sigue siendo sui géneris: aunque habitualmente se lo agrupa con los pensadores de la Escuela de Frankfurt, con los que estuvo vinculado en los años 20 y 30 del siglo pasado, nunca terminó de encajar en su riguroso marxismo sociológico, y cuando los miembros del Instituto huyeron de Europa hacia Estados Unidos, Benjamin se quedó. No fundó ninguna escuela de pensamiento, no puede ser emulado ni seguido, mas permanece como modelo de intelectual en el mundo moderno.
Indudablemente, parte del atractivo de Benjamin está en la calidad literaria de su obra, que es imponente, pero yo creo que un aspecto aún más importante tiene que ver con la gravedad de su situación, no solo por el momento histórico en el que le tocó vivir –el ascenso del fascismo y el fin de la Europa del siglo XIX–, sino también por su vulnerabilidad y sensibilidad hacia ese momento, su lucha constante contra el pesimismo y la desesperanza, su fatídico galanteo con el fracaso total. En unas pocas figuras de cada época convergen la biografía y la historia, y cuando una sombra se extendía por Europa en 1940, Benjamin escribió el ensayo Tesis sobre el concepto de historia. En ese libro presenta la imagen indeleble del Angelus Novus de Paul Klee como el ángel de la historia, con las alas extendidas, boquiabierto, empujado hacia el futuro con la mirada vuelta hacia lo que deja atrás:
«En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.»
Pocos meses después de escribir esto, Benjamin se quitó la vida. Fue enterrado en el mismo lugar donde murió: Portbou, España.
Siguiendo el camino que tomó Benjamin cuando finalmente decidió que no podía continuar en Francia, comencé a andar antes del alba desde la empinada localidad costera de Banyuls-sur-Mer, ascendiendo entre viñedos por la loma de las colinas que la rodean, y encarando a continuación la pendiente montañosa. Caminé toda la mañana, subiendo, subiendo, subiendo por el retorcido sendero pedregoso por el que Benjamin tuvo que ascender fatigosamente, pésimamente calzado, con problemas de corazón, una maleta llena de manuscritos a cuestas y deteniéndose a menudo para recuperar el aliento. En la cima, en el límite entre Francia y España, traté de ponerme en el lugar de Benjamin, huyendo de los nazis y de lo que sería el Holocausto, un refugiado entre miles, millones, allí en la frontera que separaba dos mundos: la agotada y fantasmal Europa de Baudelaire y Proust por un lado, y el nuevo mundo americano y el fascismo, por el otro.
Es una imagen romántica y trágica: el historiador perseguido por la historia, al borde de la autodestrucción. Me esforcé en tratar de entender el suicidio de Benjamin mientras descendía hacía Portbou y desde allí, de nuevo cuesta arriba, continuaba hasta el cementerio, situado en los acantilados por encima de la localidad, donde está enterrado. Intenté ponerme en su lugar mientras contemplaba el monumento que el artista Dani Karavan creó en su memoria: unas escaleras que bajan a través de un pasadizo de acero que perfora el acantilado y acaba en una pared de cristal suspendida vertiginosamente por encima de las olas batientes del Mediterráneo. En el vidrio están grabadas las siguientes palabras:
«Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre.»
Me esforcé en encontrar sentido a la decisión de Benjamin de ingerir una dosis letal de morfina cuando descubrió que el grupo de refugiados con los que había viajado hasta allí serían devueltos a la frontera. Intenté imaginarme a mí mismo en la posición de alguien sin salida, que sentía que el futuro no tenía otra cosa que ofrecer más que catástrofe, que no le concedía una oportunidad al alivio, al amparo, a estar a salvo, alguien sin esperanza. Traté de imaginar el momento de ahora o nunca.
El sol ardía sobre las aguas azules del Mediterráneo, y allá abajo los últimos bañistas de de la temporada nadaban y jugaban con las olas. Los adolescentes ligaban y se tomaban el pelo. Y los niños se perseguían unos a otros corriendo por la arena. Yo intentaba concentrarme pero mi pensamiento volvía siempre a la comida. Pasó el momento. Me comí un sándwich. La vida siguió y yo regresé a Banyuls-sur-Mer, luego a París, después a Nueva York y a todo lo demás, pero en un sentido muy importante todavía estoy en Portbou con Benjamin. Cada uno de nosotros es la encarnación del ángel de la historia, nuestras caras vueltas hacia la catástrofe del pasado, empujados a regañadientes hacia un futuro que no elegimos.
Yo no soy un científico del clima, tampoco soy un estudioso de Benjamin. No soy un filósofo profesional. Soy un escritor y, a veces, periodista y ensayista. Mi formación académica tiene que ver con la historia intelectual, la poética y la literatura estadounidense del siglo XX. Mis herramientas son el historicismo, la lectura atenta, la dialéctica, la narrativa, imágenes, retórica y conceptos. Así que, ¿qué hago? ¿Qué hacemos? ¿Qué pueden hacer las meras palabras por una civilización condenada?
El rango de acción parece estrecho y fundamentalmente inútil. Poner a la gente sobre aviso del problema y educar a públicos amplios no ha resultado efectivo frente a la confusión deliberadamente promovida, la profunda ignorancia científica, la apatía generalizada y la franca hostilidad. Naomi Klein hace una observación muy importante en su libro This Changes Everything, señala que quienes tienen intereses materiales en el capitalismo fósil también los van a tener ideológicos para no reconocer públicamente el alcance del cambio climático, dado que la amenaza, bien comprendida, exigiría desmantelar inmediatamente la economía mundial y destituir a quienes la dirigen. Advertir a la gente del peligro ante el que nos encontramos parece que solo sirve para sembrar ansiedad y miedo, como el sacudón de la última «Fox News Terror Alert», y en lugar de contención lo que provoca es agresividad y la búsqueda de un chivo expiatorio.
En el área de Humanidades (o al menos en el pedacito que me atañe), entre el trabajo serio que se está haciendo para pensar en el impasse en que nos encontramos, observo también críticos que siguen repitiendo los mismos movimientos una y otra vez, teóricos que dan la espalda al empirismo y el discurso razonado para volverse hacia la engañosa metafísica y un galimatías mareante; pensadores que argumentan contra la idea de «humanidad» como categoría de pensamiento, como si no fuéramos, de hecho, una especie entre otras especies, una especie que resulta que está acabando con el resto de especies al desencadenar la sexta gran extinción; estudiosos de la literatura que utilizan el Antropoceno como una nueva manera de hablar sobre los árboles en Milton. Me encantan los árboles. Me encanta Milton. Pero, ¿esto es lo mejor que sabemos hacer?
En casi ninguna parte hay alguien haciéndose cargo verdaderamente de las implicaciones de la catástrofe que está aconteciendo, en la que estamos inmersos, mientras que por todas partes la gente trata de encontrar maneras de continuar adelante. ¿Cómo lo hacemos? Tenemos que seguir adelante. Pero hacia dónde, ¿hacia dónde vamos? Si por un momento pensásemos con claridad sobre nuestra situación veríamos el final del camino descendente por el que «avanzamos» hito a hito. Aquí en Estados Unidos, aparece a diario en nuestras conversaciones la noción de progreso al que nuestra forma de civilización sigue siendo adicta, la tormenta que nos arrastra hacia el futuro, sin la cual nuestra ideología conquistadora carecería de sentido.
En mi libro Learning to Die in the Anthropocene, utilizo el concepto de «interrupción» de Peter Sloterdijk. La idea, tal y como la plantea Sloterdijk, es suspender nuestra participación en las cadenas semánticas estresantes. Somos animales irremediablemente sociales: nos apuramos a la par que apresuramos nuestras manifestaciones, nuestros memes y nuestro nacionalismo, avanzamos juntándolo todo. La idea de interrupción no es ni resistir el impulso ni reaccionar contra él, sino sentarse con él. Meditar sobre él. Sopesarlo. Suspender nuestro avance hasta que suceda algo más. En el momento de suspensión se abren nuevas posibilidades. Eso es lo que yo creo que podríamos tratar de aprender cuando hablo de aprender a morir. Al sentarnos y meditar y pensar profundamente en la idea de nuestra muerte, como individuos y como civilización, nos abrimos a la vida que llevamos ahora.
En su obra Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin escribe: «Los temas que la disciplina monástica asignaba a los frailes para la meditación fueron diseñados para apartar a estos del mundo y sus asuntos. Los pensamientos que estamos desarrollando tienen un origen parecido». Creo que parte del atractivo de Benjamin se encuentra en la manera tan vívida como concibe sus ideas –Jetztzeit (el tiempo del ahora), el salto del tigre, cepillar la historia a contrapelo–, de forma que nos parece que entendemos lo que significan, pensamos que más o menos entendemos lo que Benjamin quiso decir, al menos en cierto sentido. Estaría hablando de la revolución y del mesianismo, y de cómo reflexionar sobre el trabajo que hacemos como estudiosos de Humanidades, como literatos, como ensayistas, como pensadores y como artistas, para poder seguir conectados a algún impulso salvífico incluso reconociendo que la historia la hacen los vencedores, incluso recordando su famosa frase: «No existe ningún documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de la barbarie.»
Pero yo me pregunto si tal vez no habremos malinterpretado el sentido de las «tesis» y, por lo tanto, si no habremos pasado por alto la observación más profunda de Benjamin. Evocando los sentimientos de aislamiento y pesimismo con los que escribió esas reflexiones, atormentado, preocupado y enfermo, viéndose a sí mismo en lo alto de las montañas entre Francia y España, atrapado entre dos mundos, las «tesis» aparecen bajo una nueva luz: quizás lo que se sostiene en ellas es que el trabajo del pensador consiste en detener el tiempo.
«Un materialista histórico no puede trabajar sin la noción de un presente que sea, no una transición», escribe Benjamin, «sino en el cual el tiempo se estanca y se detiene». Muchos han reconocido, desde luego, la importancia del razonamiento de Benjamin en términos historicistas, como metodología, pues Benjamin es explícito acerca de su significado. El historiador, o más precisamente el «materialista histórico», trata de liberarse de las garras del enemigo victorioso que ha subsumido todas las historias en una historia universal, la memoria de personas anónimas, de quienes no tienen nombre, hasta de los muertos. Y lo hace desafiando el impulso hacia delante implícito en toda teleología, incluso y especialmente en esas narrativas históricas que nos traen hasta el presente. «Pensar no implica solo el flujo de pensamientos», escribe, «sino también su detención». Es a través de esa detención, de esa interrupción como acontece el momento histórico, de acuerdo a Benjamin, «tiempo lleno de la presencia del ahora», Jetztzeit.
Pero Benjamin no solo escribe como un materialista histórico, ni como un historiador, sino como un estudioso, un crítico, un filósofo, un literato profundamente preocupado por la justicia y luchando siempre contra un miasma de pesimismo y desesperanza, observando con horror el ascenso del fascismo y la disolución de todo lo que amaba. Escribe como un humanista, un humanista que está siendo testigo de cómo se acaba su mundo. Solo teniendo esto en mente, me parece, podemos empezar a reconocer la otra forma en que Benjamin entendió la importancia de parar el tiempo, que es una forma de resistencia ante la exigencia de que debemos continuar avanzando, y, de hecho, tal vez sea el único pensamiento ético posible para un pensador cuyo futuro está sentenciado, como lo está el nuestro, por la fatalidad.
Las tesis de Benjamin sugieren por lo tanto un modelo y un método de trabajo para las Humanidades en el Antropoceno, al tiempo que siguen dejando abiertas importantes cuestiones prácticas. Porque aunque el materialismo histórico de Benjamin ofrece un tipo de analogía metodológica con la práctica filosófica de aprender a morir, seguimos estando dentro de la causalidad histórica, lo mismo que a diario seguimos formando parte de las cadenas semánticas estresantes. Y si bien la reflexión y la meditación pueden ayudar a suspender o interrumpir las segundas, las prácticas con las que podríamos suspender la historia misma aún tienen que ser debidamente articuladas.
Según vamos cayendo por el precipicio y adentrándonos en la oscuridad, nos damos cuenta de que la luz que nos llega desde abajo es el mar elevándose hacia nosotros. No hay nada entre nosotros y el abismo salvo un instante de tiempo suspendido, como una plancha de cristal sobre la que aparece grabada una imagen en palabras, un momento, un recuerdo.
[1] Texto que el escritor y profesor de la Universidad de Notre Dame, Roy Scranton, leyó en la presentación de su último libro We’re Doomed. Now What? Essays On War and Climate Change (Soho Press, 2018), en la librería The Elliott Bay Book Company en Seattle, el 23 de junio de 2018. Se trata de uno de los ensayos incluidos en dicho libro, titulado «The Precipice». La traducción al castellano ha sido realizada por Sara Plaza.