el primate que puede dejar de matar

En una cueva de la localidad de Dosrius –en el Maresme catalán— los arqueólogos excavaron hace un tiempo lo que parece ser una primitiva fosa común: un enterramiento colectivo donde fueron inhumados unos 160 individuos, probablemente muertos en una batalla primitiva, hace cuatro mil años. De inmediato los comentaristas mediáticos, siguiendo un reflejo que no parece menos primitivo, comenzaron a desgranar la previsible cantilena: ¡nos matamos todos desde la prehistoria, la guerra y la violencia tribal están inscritas en los genes de la especie! Bajo la delgada capa de la “civilización” ¡enseguida asoma el “depredador originario”!

 

Aburre y asquea. Homo homini lupus: qué asunto tan viejo, tan archisabido –además de tan injusto para con los lobos… Hace decenios que conocemos los comportamientos protobélicos en las bandas de chimpancés que estudió Jane Goodall: ¿alguien dudaba que nuestros abuelos cromañones estaban menos “avanzados” que nuestros tatarabuelos semejantes a los chimpancés? Y cualquiera conoce, por simple introspección, el potencial de crueldad sádica que encierra el corazón humano (especialmente el de los varones)…

 

El hallazgo de Dosrius no encierra ningún elemento de sorpresa; ya sabemos que existe el mal en el corazón humano, que podemos infligirnos un daño terrible unos a otros, que somos capaces de envilecernos y degradarnos hasta lo indecible. Se podría comentar, como el maestro Jiménez Lozano en otro contexto (los estragos de la Santa Inquisición en el siglo XVI), que “los hombres estamos hechos de esta pasta, y los pasteles que se hornean con ella son siempre los mismos; y cuando las consecuencias de todas estas pasiones humanas es sangre que no llega al río, eso es porque las circunstancias no son propicias, la leña no está seca para encender hoguera, o el río no queda cerca. (…) De manera que cada cual es cada cual, pero mejor será que tiempos como aquellos no nos prueben a nosotros”.[1]

 

Sabemos, pues, lo que tenemos detrás: pero lo más importante, en lo que a los seres humanos se refiere, es lo que tenemos delante. La cuestión verdaderamente importante es: ¿consentimos en eso? ¿Nos dejamos ir a lo peor de nosotros mismos? Nos define nuestra capacidad de empezar lo nuevo, esa misma que aterraba a los antiguos inquisidores (“porque la novedad dicen los concilios que es la madre de las herejías”[2]): y no ninguna necesidad de repetir lo viejo. Los chimpancés no tienen muchas opciones de modificar reflexivamente su conducta; en cambio, lo humano es la apuesta por el milagro. Somos el animal que mató y que puede dejar de matar.

 

Que debe dejar de matar.

 

(Por lo demás, frente a la territorialidad un punto xenófoba de los primos chimpancés tenemos la mucho más atractiva sensual hospitalidad de los primos bonobos, parientes evolutivos aún más cercanos a nosotros, y simios igualitarios que desactivan tensiones y conflictos por medio del contacto sexual, dentro de un orden social feminista donde las hembras son dominantes. Uno de los primatólogos más ilustres del mundo, el holandés Frans de Waal, escribe: “Yo estaba profundamente familiarizado con la conducta de los chimpancés y la había interpretado en términos bastante maquiavélicos en el libro La política de los chimpancés. Ahora {con los bonobos} tenía ante mí un cuadro más parecido a Rousseau, o quizá debería decir una versión simiesca del Kamasutra.[3])

 

Lo retendremos como definición: Homo sapiens sapiens, el primate que puede dejar de matar.

 



[1] José Jiménez Lozano: Fray Luis de León, Omega, Barcelona 2001, p. 22 y 24.

[2] Jiménez Lozano: Fray Luis de León, op. cit., p. 156.

[3] Frans de Waal, “Los bonobos y las hojas de ficus. Primates hippies en un paisaje puritano”, capítulo 3 de El simio y el aprendiz de sushi, Paidos, Barcelona 2002.