La revista Ínsula ha tenido la amabilidad de dedicarme unas páginas en su sección de OBRA EN MARCHA, en este número 905 (mayo de 2022). Dejo aquí la conversación trenzada con la profesora argentina Graciela Ferrero.
Entrevista a Jorge Riechmann
El que sigue es un diálogo sostenido entre un poeta/ activista de causas tan intensas y lastimosamente extensas como el ecocidio, el reparto del trabajo, la manipulación genética o a la erradicación de la guerra y una lectora de su obra, también interpelada por la arritmia del Antropoceno, desde un margen transatlántico diferente.
La vis inquisitiva de este “buscarruidos” que se apellida sugestivamente Riechmann (“husmeador” en alemán) ha sido el norte de esta conversación iniciada desde el Sur.
Si como has dejado escrito, un buen verso no sacia el hambre, no construye un jardín ni derriba al tirano ¿qué sentido le asignás en “la desolada quimera del presente” a tu práctica poética?
“De este mundo, tal como es, nadie puede aterrarse suficientemente”. Este juicio de Theodor W. Adorno figuraba como título de un poema en Cántico de la erosión, el primero de los poemarios que publiqué. Entre los años 1980 y hoy, el nihilismo estructural de la cultura de la mercancía ha seguido corroyendo lo que hacemos y lo que somos. El movimiento sin fin de la valorización del valor (esto hay que decirlo, sí, con Marx) tiende a excavar un pozo negro en el centro de cada corazón. En vez de ese hueco sediento ¿sería posible vernos acogidos por un vacío fecundo? La clave principal ¿no orientaría hacia vivirnos, de entrada, como nudos en la red de la vida, como terrestres en la biosfera del tercer planeta del Sistema solar, como holobiontes en un planeta simbiótico? Así lo suelo expresar estos últimos años (por ejemplo en mi libro de 2021 Informe a la Subcomisión de Cuaternario). René Char nos hablaba del poeta como conservador de los infinitos rostros de lo vivo, y ésta es una indicación mayor que cobra aún más valor en estos tiempos terminales que son los nuestros.
Gregory Bateson indicó (en Pasos hacia una ecología de la mente) que una cultura que cree que la naturaleza le pertenece para dominarla y que dispone además de una tecnología poderosa tiene las mismas probabilidades de sobrevivir que una bola de nieve en medio del infierno. Razonemos sobre energía, sobre clima, sobre la desgarrada trama de la vida (y también sobre acumulación de capital y dispositivos de dominación): no costará ver que la trayectoria que siguen nuestras sociedades acaba pronto y mal. ¿Puede la poesía ayudar? Diría que sí, infinitamente. Si es un arte de los nexos, de los vínculos, no va a dejarnos solos ni en los momentos de la resistencia, ni en los de la celebración, ni en los del duelo.
Me detengo “ahí”, en la resistencia. ¿Qué mundo desearías que tus versos no dejaran intacto?
En un poema de Z (libro recién publicado en 2021) sugiero que estamos viviendo en una mala postura: Durante el sueño/ una mala postura/ –y a la mañana dolor// ¿Y si estamos viviendo/ todos todas la sociedad entera/ en una mala postura?
¿Y si tratamos de cambiar de postura? Movernos un poco para salir del patriarcado, del capitalismo fosilista, de la colonialidad del pensamiento… Las sociedades industriales fosilistas han sido opciones (con mayor o menor conciencia de lo que se estaba haciendo, según los tiempos y los sujetos): 1) a favor del presente y contra el futuro; 2) a favor de los seres humanos y contra el resto de la vida en la Tierra; 3) a favor de las sociedades imperiales y contra los pueblos colonizados. (Y atención, no es un asunto del 1% frente al 99%; más bien de 1/5 frente a 4/5.)
El problema no es qué hacemos con los virus (aunque lo sea a corto plazo en una pandemia como la del coronavirus que provoca la covid-19), sino qué hacemos con nosotros mismos. No es el problema qué hacemos con el clima, sino qué hacemos con nosotros mismos. La crisis multidimensional debería devolvernos a la realidad (dándonos posibilidades de aprendizaje y respuesta racional): somos organismos ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde “todo está conectado con todo lo demás” (según la célebre “primera ley de la ecología” de Barry Commoner). Necesitamos una profunda “reforma intelectual y moral” (por decirlo con la expresión que Ortega y Gasset y Gramsci tomaron del imperialista Ernest Renan) para ser capaces de abrir los ojos, hacernos cargo de la realidad… Ojalá los y las escritoras podamos contribuir a ello de forma productiva.
Has mencionado a la pandemia. No solo somos pa(de)cientes sino hablantes. En esta época la creatividad léxica o neología parece ser “exponencial”. Y este carácter exponencial con el que se describe la expansión del contagio se observa, metafóricamente, en la cantidad de usos discursivos que se instalan. Me detengo en uno de ellos: “nueva normalidad”. ¿Qué te sugiere -dejemos de lado su uso circunstancial- la idea de normalidad aplicada a nuestro mundo?
Las psicosis, nos detalla la Organización Mundial de la Salud, “se caracterizan por anomalías del pensamiento, la percepción, las emociones, el lenguaje, la percepción del yo y la conducta. Las psicosis suelen ir acompañadas de alucinaciones (oír, ver o percibir algo que no existe) y delirios (ideas persistentes que no se ajustan a la realidad de las que el paciente está firmemente convencido, incluso cuando hay pruebas de lo contrario)”. Lo que a escala individual reconocemos como un trastorno grave, a escala social la cultura dominante nos lo presenta como normalidad: el delirio de creer que las sociedades industriales lograrán esquivar la extralimitación ecológica (overshoot) intensificando las mismas dinámicas que han llevado a nuestra situación trágica, el delirio de creer que prevaleceremos frente a las leyes de la termodinámica y la ecología, se nos presenta como sentido común.
La normalización del delirio nos deja indefensos frente a los muy reales procesos destructivos en curso –desgarro de la trama de la vida, crisis energética, emergencia climática– y somete toda nuestra vida a un desquiciante proceso de inversión. Arriba es abajo, derecha es izquierda, adelante es atrás: es como si todo estuviera del revés, cabeza abajo, invertido… Nos reconocemos, nos toca muy de cerca aquella canción aymara (en la antología de poesía de los pueblos originarios Colibríes encendidos) que lamenta el mundo al revés: “¿Qué es esto, por Dios, qué es esto?/ Nacer ser adulto/ trabajar.// ¿Quién ideó este orden, quién ideó?/ Misti saqueadores/ sin corazón.// ¿Quién manda aquí, quién ordena?/ Si somos la mayoría/ humanos.// ¿Cuándo cambiará esto, cuándo el mundo?/ Si todo está/ al revés”.
Muchos te consideran una voz señera dentro de la poesía ecosocialista. ¿Encasilla o reconforta la adscripción a un «programa»?
Hay algo extraño, sí, en esta idea de una poesía ecosocialista, si la entendemos como un programa donde se subordinase la poesía a una doctrina política. Yo me opondría a eso, y defiendo en cambio la noción de una poesía soberana a la hora de explorar todas las aristas, dimensiones y escalas de la realidad.
Ahora bien, esa exploración poética soberana se mueve siempre, por acción u omisión, dentro del campo político (entre otros ámbitos de lo humano). El poema sucede en un mundo donde hay, o no, suficiente alimento para todos; donde pocos dominan a muchos, o se avanza hacia la igualdad social; donde se consuma el ecocidio o se logra evitarlo. Estos son también asuntos que puede abordar la poesía. No me preocupa la controversia poesía pura/ poesía impura, sino que más bien interrogo lo que hacemos al escribir poemas en el tercer decenio del tercer milenio, habida cuenta de las perspectivas de colapso ecológico-social que marcan nuestro presente: lo que hacemos, lo que descubrimos, lo que compartimos ¿se halla a la altura de las circunstancias?
En mi caso supongo que todo se complica un poco porque, además de poemas, escribo ensayo sociopolítico sobre cuestiones ecológicas, y trato de actuar en la buena dirección dentro de los movimientos ecologistas. Tomé el testigo del ecosocialismo que podríamos llamar “clásico” de mis maestros Manuel Sacristán y Paco Fernández Buey, y en esa carrera de relevos me di cuenta –sobre todo a partir de 2013– de que ciertos indeseados cambios en el mundo aconsejaban también cambiar algunas de nuestras ideas sobre el mundo. En los últimos años he formulado lo que llamo un ecosocialismo descalzo, que –para abreviar las cosas– sería un ecosocialismo decrecentista y gaiano, muy hermanado no ya con el ecofeminismo a secas sino con el más específico ecofeminismo de subsistencia de Vandana Shiva y Maria Mies.
Tengamos en cuenta, por lo demás, que los ecosocialismos son en buena medida tentativas europeas y norteamericanas; pero los vasos comunicantes nos llevan también al Sur global, donde pensamos (sentipensamos) en términos de pluriversos, el “buen vivir” altoandino, los feminismos indígenas, tantas luchas antiextractivistas y en defensa del territorio… Debería resultar casi obvio que “un mundo donde caben muchos mundos” (neozapatismo mexicano) y “no defendemos la naturaleza, somos la naturaleza que se defiende” (ZAD de Notre-Dame-des-Landes en Francia) son consignas hermanas.
Rancière ha reflexionado sobre la emergencia de nuevos “sujetos políticos” en el tercer milenio y sobre la forma específica de praxis colectiva que el arte emancipador entraña. ¿Cómo acompañan las voces oblicuas del arte (y la poesía) a este tiempo de constatables mutaciones?
Se me ha ido haciendo cada vez más difícil situar las cuestiones estéticas sólo dentro del campo de la estética. Uno tiene la impresión de que incluso la elaboración de propuestas críticas de ecopoética (un ejemplo entre otros posibles: Candelas Gala, Ecopoéticas. Voces de la tierra en ocho poetas de la España actual, Eds. de la Universidad de Salamanca 2020) queda fuera de proporción con respecto a lo que habría que tratar de analizar. Análogamente a como el paradigma del “desarrollo sostenible” se queda muy corto en relación con lo que necesitaríamos en el ámbito de la transformación social. Vivimos en el tiempo de la Gran Desproporción. El marco para los problemas de poética ¿no habrían de proporcionarlo más bien los ciclos terrestres del carbono, el nitrógeno, el fósforo? La historia donde deberíamos inscribirnos ¿es la historia de la literatura en lengua española, unos pocos siglos, o la historia de la Tierra que arranca hace unos 4.500 millones de años? Me explico.
Hace ya decenios que uno de los grandes del pensamiento crítico del siglo XX, Günther Anders, diagnosticó un fenómeno inquietante. Se trata de lo que llamó desnivel (o desfase) prometeico. En las sociedades industriales existe una asincronía o desproporción creciente del ser humano con sus productos, con su “tecnosfera”: con la mediación de la tecnociencia somos capaces de hacer mucho más de lo que podemos imaginar (y no digamos ya comprender o sentir verdaderamente). Nuestra imaginación, nuestros sentimientos, nuestra capacidad de empatía quedan lamentablemente por debajo de lo que exigirían tecnologías como la nuclear o la genética.
Nos cuesta muchísimo situarnos, ver dónde estamos realmente. Thomas Berry lo señalaba en una conferencia de 1991: los cambios que se están produciendo actualmente en los asuntos humanos y terrestres van más allá de cualquier paralelismo con los cambios históricos o las modificaciones culturales que se han producido en el pasado.
No es como la transición de la Antigüedad clásica al periodo medieval, o del mundo medieval al moderno, señalaba el sacerdote y “ecósofo” estadounidense. “Estos cambios van mucho más allá del proceso civilizatorio, más allá incluso del proceso humano, hasta los biosistemas e incluso las estructuras geológicas de la propia Tierra. Sólo hay otros dos momentos en la historia de este planeta que nos ofrecen una idea de lo que está ocurriendo. Estos dos momentos son el final de la Era Paleozoica, hace 220 millones de años, cuando se extinguió alrededor del 90% de todas las especies que vivían en ese momento, y la fase terminal de la Era Mesozoica, hace 65 millones de años, cuando también hubo una extinción muy extensa”.
Dos palabras en inglés condensan el rápido cambio de posición de la humanidad en el planeta Tierra que tuvo en la segunda mitad del siglo XX (esa fase de la historia humana que solemos llamar Gran Aceleración: desde los años 1950 hasta hoy, aproximadamente), y las dos comienzan por el prefijo over-: nos hablan de exceso y desproporción. La primera palabra es overkill: capacidad de “sobremuerte” con las armas de destrucción masiva. La tecnociencia pone a nuestro alcance la destrucción de la entera especie humana no una sino varias veces (si tal cosa fuese posible). Esta capacidad de destruir a un enemigo (o a la especie humana entera) repetidas veces en el contexto de una guerra nuclear existe desde los años 1950, cuando EEUU y la URSS podían amenazarse con la destrucción mutua asegurada. La segunda palabra es overshoot: extralimitación ecológica, sobrepasamiento, desbordamiento de los límites biofísicos del planeta Tierra. La demanda colectiva humana, moldeada por el capitalismo fosilista, se sitúa por encima de la biocapacidad de la Tierra desde los años 1970-1980. Estamos viviendo, en conjunto, como colonizadores extraterrestres que tuviesen varios planetas a su disposición.
Esta clase de desproporciones que ya diagnosticó Günther Anders han ido a más, ahondándose y agravándose. Acaso lo que plantea mayores desafíos a la crítica cultural de nuestra época son esos rasgos de la actual condición humana que cabe situar bajo lo que llamo la Gran Desproporción. Si el funcionamiento ordinario de las sociedades industriales compromete hoy la misma existencia de la especie humana –vía catástrofe climática–, si las consecuencias del Antropoceno/ Capitaloceno van a determinar el destino de la Tierra durante decenas de millones de años –y todo apunta a una radical devastación–, ¿cómo se enfrentan las artes a algo tan fuera de proporción con la experiencia humana, y cómo lo hace la crítica? ¿No resultan desestabilizados buena parte de los valores culturales heredados que hoy siguen siendo hegemónicos?
Vivimos en las condiciones de la Gran Desproporción, en el Siglo de la Gran Prueba, y diría que no atinamos ni con el diagnóstico ni con las propuestas de acción. Las respuestas racionales deberían recorrer sendas antiproductivistas, antiextractivistas, decrecentistas –pero apenas sectores sociales minúsculos se sitúan en esas posiciones. Para no tocar los beneficios del capital y la rentabilidad de las “inversiones” de los rentistas, se arriesga la completa destrucción del mundo. “Esto no da más de sí” sería el resumen informal con que cabe concluir los debates entre desarrollismo y decrecimiento a lo largo de los últimos decenios. Pero en el intento de seguir creciendo y de mantener las estructuras de dominación existentes destruimos la biosfera terrestre –y la atmósfera, y la geosfera, y la hidrosfera, y la criosfera… Degradamos trágicamente a Gaia.
En la actual crisis ecológico-social la cosa no va de pasar una ola de calor de vez en cuando: va de morir de hambre y violencia armada en un mundo progresivamente inhabitable. Podemos reaccionar para evitar los peores escenarios infernales; pero eso significa que casi nada, en nuestros vínculos sociales (intramuros) y nuestra inserción en la biosfera (extramuros), puede seguir siendo como ha sido… ¿Podría seguir siéndolo la poesía, u otras formas de situarse en la realidad a través de las artes?
Esta reflexión sobre el devenir de lo humano y sobre las interpelaciones de Gaia me conduce a otra pregunta. ¿Qué aportan a estas cuestiones las llamadas Humanidades ambientales? ¿Cómo restauran –si lo restauran- el diálogo entre las humanidades y las ciencias?
En efecto: desde hace años se ha ido consolidando un espacio de reflexión colectiva (y un área académica) bajo el rótulo de Humanidades ambientales. A la gente con la que trabajo sobre las cuestiones ecológico-sociales (por ejemplo, en el Foro Transiciones que creamos en Madrid en 2013; o los dos posgrados MHESTE y DESEEEA, de los que soy codirector) los pasos que se han dado por ese camino nos parecen valiosos, pero pensamos que hace falta ir más allá. No puede servirnos como marco general el “desarrollo sostenible”, ahora concretado en los ODS de NN.UU.; hay que marcar distancias decididamente con el antropocentrismo y las propuestas de “capitalismo verde”; la sedicente transición “verde y digital” que ahora impulsan tantas instituciones en los países centrales de nuestro sistema-mundo nos parece espúrea. Esto lo diré en primera persona del plural, porque corresponde de verdad a un esfuerzo colectivo: creemos conveniente acotar, dentro del área de las Humanidades ambientales o quizá más allá, un ámbito más específico de Humanidades ecológicas donde la práctica de la inter- y transdisciplinariedad se asiente sobre una base sólida de realismo termodinámico, geológico y ecológico (realismo que en la cultura dominante brilla por su ausencia).
Una perspectiva de simbiosis entre naturaleza y cultura, reintegrando los sistemas humanos en los sistemas naturales, ha de desbrozar senderos para un nuevo humanismo no antropocéntrico, sino más bien “gaiacéntrico” (concediendo a la teoría Gaia el papel central que le corresponde en una cultura amiga de la Tierra). Partiendo de la asunción de los límites biosféricos y los condicionamientos entrópicos, se trata de buscar los procesos y el lugar para una civilización en reequilibrio ecosistémico. Hemos de hacernos cargo de las realidades duras y buscar caminos concretos para un humanismo biosférico que contribuya a asentar las bases de una civilización sustentable y regenerativa.
Somos bien conscientes de las enormes dificultades a las que hacemos frente, y nos tomamos en serio la situación de emergencia ecológico-social (no sólo emergencia climática) y las perspectivas de colapso civilizatorio. Pero no podemos tirar la toalla: aunque la posibilidad de un decrecimiento igualitario, consciente y rápido resulta remota (habida cuenta de las relaciones de fuerza y las inercias sistémicas hoy existentes), creemos que sólo esa vía permitiría esquivar lo peor del curso catastrófico de los acontecimientos que hoy se ven venir.
El tiempo apremia y lejos queda la “edad de la inocencia”. Apelo al optimismo de tu voluntad ¿Existen –a tu juicio– prácticas de hoy que permitan avizorar la posibilidad de un mañana digno?
Estamos en la “Era de las Consecuencias”, y de ello forma parte la derrota histórica de los movimientos ecologistas y las fuerzas sociales de emancipación, sí. Eso implica daños ya inevitables, y por eso la cuestión no sería adaptación sí/ adaptación no, sino qué clase de adaptación. Simplifiquemos en dos caminos contrapuestos. Por una parte, un “colapsar mejor” a través de una rápida salida del capitalismo, decrecimiento material y energético, redistribución masiva, relocalización productiva, agroecología, recampesinización de nuestras sociedades, renaturalización de zonas extensas de la biosfera, cultivo de una Nueva Cultura de la Tierra; por otra parte, proseguir las actuales dinámicas de “desarrollo” y competición que, en un mundo de recursos decrecientes y condiciones de habitabilidad menguantes, llevan a sociedades fascistas donde la supervivencia de unos pocos (durante un tiempo) se lograría a costa del exterminio de la mayoría.
Un lúcido enunciado de Fracasar mejor propone, siguiendo a Ítalo Calvino, “buscar lo que no es infierno en el infierno” para darle argumentos a la esperanza. Hablemos de los no-infiernos de tu cotidianía. Has hecho un prolijo recuento de tus resistencias y tus duelos ciudadanos ¿Qué celebra tu poesía?
El sexo, decía desdeñosamente Céline, es “el infinito al alcance de un caniche”. Pero ¿por qué debería nadie minusvalorar la experiencia de infinito de un perro, de un pájaro, o quizá –aunque nos cueste mucho más imaginarlo– de un insecto? En vez de degradar nuestra común condición de vivientes terrestres –holobiontes en un planeta simbiótico– desde cualquier variante de dualismo platónico o gnosticismo aspiracional, ¿por qué no celebrar los modestos infinitos al alcance de todos? “Vivir al día en lo eterno” (un verso de Unamuno que tengo siempre presente) nos remite a cuanto queda del lado de Eros: la caricia, la canción, ayudar y ser ayudado, caminar en el bosque, compartir un descubrimiento, la experiencia de la belleza, el placer de comprender…
Después de todo lo dicho ¿cómo entendés –a esta altura de tu vida y de tu trayectoria poética– la idea de “obra en marcha”?
Como una invitación a escapar de las clausuras autoinfligidas, sobre todo. Y a no dejar de esperar los momentos en que algo nuevo se acerca a nosotros hasta tocarnos. Pongo un ejemplo: vine a vivir a Cercedilla (un pueblo de montaña en la Sierra de Guadarrama) en el otoño de 2018. Aunque la conexión con estas montañas era previa, en estos años últimos se ha intensificado en mi poesía, hasta el punto de que se va perfilando una suerte de tetralogía montañesa, con dos libros ya publicados (Ars nesciendi y Z), otro en prensa (En el fondo del valle ha muerto Jorge Riechmann) y un cuarto en el taller (¡Hwaet!). ¡Que se sigan abriendo nuevas alcobas, ventanas y pasadizos en la Casa Grande de la poesía!