Quizá ya escucharon el chiste del padre cubano que le pregunta a su hijo qué le gustaría ser cuando crezca –observa el antropólogo y filósofo Néstor Canclini. “El niño contesta: extranjero. Esa respuesta radical representa hoy la sensación de millones de exiliados que migran para librarse de gobiernos autoritarios o ciudadanos descontentos con su sociedad: buscan otro hogar o el alivio de no tener ninguno…” La aspiración es honda, viene de lejos, y sin duda se ha intensificado tras cinco siglos de Modernidad globalizadora. Pero no deberíamos olvidar ni por un momento que el desenlace de esos cinco siglos es también un mundo donde no hay afueras: un mundo donde ya no hay “paraísos perdidos” por descubrir en lugares geográficos remotos, un mundo que realiza inventarios de lenguas humanas o de especies biológicas más despacio de lo que las destruye, un “mundo lleno” en términos de espacio ambiental, un mundo donde el impulso hacia la mercantilización total penetra todas las dimensiones de la sociedad y la naturaleza. La extranjería, si la buscamos en serio, habrá de perseguirse más bien en la reformulación de los vínculos y en las latitudes del espacio interior. [1]
[1] Ahí, la frase de Hugo de Saint Victor que cita el mismo García Canclini: “Quien encuentre dulce su patria es todavía un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño”.