En la reciente huelga de trabajadoras y trabajadores madrileños de la limpieza, los intentos de debilitar la resistencia ejemplar del colectivo, y dividirlo, fueron intensos. En el tramo final de las negociaciones, las empresas ahora responsables de los servicios «externalizados» (léase «privatizados») por el Ayuntamiento de Ana Botella ofrecieron condiciones especiales a los jardineros y jardineras: podrían evitar los despidos y rebajas salariales a condición de abandonar a su suerte al resto. Dando un ejemplo de dignidad y solidaridad que les honra, se negaron tajantemente a ello. Por eso, finalmente, la huelga acabó con una importante victoria.
Las acciones análogas, en la muy mediocre defensa de la universidad pública que estamos llevando a cabo, o más bien no llevando a cabo, brillan por su ausencia. En una realidad cada vez más distópica, casi todo el mundo se acomoda al desastre. Esa clase de sumisión resulta especialmente dolorosa en la universidad, que mucha gente piensa es, o más bien debería ser, el hogar del pensamiento crítico.
Bueno: habrá pensamiento crítico no divorciado de la acción cotidiana en alguna parte (por ejemplo en el colectivo de los trabajadores y trabajadoras de la limpieza); pero en la universidad resulta difícil encontrarlo.
Una estudiante de doctorado en Filosofía me escribía esta mañana el autocrítico texto que sigue.
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Sobre la (nuestra) ceguera
Hace años, recién comenzábamos la carrera un grupo de jóvenes estudiantes de filosofía, nos preguntaban en clase: ¿por qué habéis elegido estudiar filosofía? La mayoría de las voces hablaban en términos ópticos. No es una crítica: yo también lo hacía. Creíamos que la filosofía te proporcionaba otras “gafas” con las que mirar al mundo, otra perspectiva, analítica, inquisidora, sobre la realidad, sobre lo que comúnmente tomábamos por “normal”. Todos creíamos que al acabar la carrera sadríamos con otros ojos, unos ojos que mirarían desde arriba de una cumbre de conocimiento crítico, unos ojos que nos transformarían y que transformarían el mundo.
Hoy, seis años después, no os engaño, creo que esos jóvenes, o la gran mayoría de ellos, eran sinceros: habían apostado sus vidas, en cierto sentido, a una carrera de futuro incierto, pero que consideraban muy loable. De algún modo, había un aura de moralidad alrededor de nosotros. No os voy a engañar: hoy por hoy, creo que nos (y me incluyo) considerábamos moralmente superiores al resto de los mortales (…). Todos teníamos profesores, filósofos o no, que nos habían marcado, y de alguna forma muchos de nosotros soñábamos con ser como ellos: queríamos transformar el mundo a través de la enseñanza, reglada o no, de la filosofía. Y nos veíamos con fuerzas para ello. Como digo, tantas fuerzas como para “jugarnos la vida”, el futuro, en esa carrera en un mundo marcadamente capitalista.
De nuevo, no os voy a engañar: hoy pienso en todo esto y me entran ganas de llorar. Os juro que me lo llegué a creer: algo de superioridad moral tenía la filosofía, tanto como para sumarme a ella y defenderla como herramienta transformadora. Hoy me he dado cuenta de que nada de eso era cierto: la superioridad moral no es de los gremios, sino de las personas.
Hoy veo a catedráticos, profesores titulares, ayudantes doctores y no doctores, doctorandos, y estudiantes de filosofía dejarla morir, o al menos agonizar, en el sistema educativo español. Esta semana se aprueba en el Senado la LOMCE, una ley que firma la práctica desaparición de la filosofía, y todos nosotros continuamos nuestras vidas como si nada pasara, como si todo lo que nos pasa políticamente fuera ajeno a nuestra carne, a nuestras ilusiones y a nuestras esperanzas.
Por este motivo, hoy creo que la metáfora de óptica filosófica que todos los estudiantes hace seis años manejábamos, y que muchos (estudiantes y filósofos profesionales) seguirán manejando, era la antítesis de la realidad. No somos un gremio de ciudadanos con las “gafas” más limpias que los demás. Somos unos ciegos cuyos lazarillos no son sino los intereses más primitivos y privados de los míseros momentos inmediatos de sus vidas. Tampoco tenemos creencias especialmente profundas sobre la importancia de nuestro quehacer. Somos, colectivamente, y en definitiva, uno más en el rebaño. Pero eso sí, con una autoconciencia de superioridad moral maravillosa.