¿Qué tapamos con la palabra crisis?
Recuerden aquellos meses perdidos en un debate absurdo con Zapatero. Así como la prevención para usar la palabra “crisis” nos enredó inútilmente en aquel tiempo, ahora la repetición de la palabra promete un oscurantismo no menos dañino. Un poco como en La carta robada de Poe, el brillo de una obviedad (la deuda externa, la recesión económica, el crecimiento del paro, los recortes sociales) amenaza con tapar los mil matices que están en juego. Lejos de ser una palabra que describe un conjunto dramático de hechos, crisis es también una consigna usada políticamente en varias direcciones. No sólo Alemania gana enteros en Europa, respaldada por “el acoso” de unos mercados que se ceban sobre el sur endeudado. No sólo la “crisis” se ha convertido en el logo que justifica mil atropellos sociales, mientras se siguen tirando millones en gastos superfluos. También “crisis” es una cantinela para no pensar y una justificación perpetua de la cultura de la queja en todos lo niveles, el personal, el empresarial, el nacional y, a veces, hasta el radical. Cada entidad parece competir en demostrar a quién le va peor, quién es más víctima. Como si no fuera con ellos, el periodismo ha encontrado ahí un filón para realimentar cada mañana la cultura del miedo y la “corrosión del carácter” que se debe inducir en el ciudadano medio.
I
El lenguaje de la macroeconomía apenas puede disimular las pulsiones casi sexuales de lo esotérico: agujero de capital, fondos de rescate, acoso de los mercados, agencias de calificación, activos tóxicos, especulación de derivados, bonos basura, créditos depredadores, prima de riesgo… A duras penas se disfraza el carácter de espectáculo darwinista que tiene la economía, como una dramatización televisiva de la vida animal, entre cebras y leones. ¿Vamos a limitarnos a pasar de la burbuja eufórica a la burbuja de la depresión suicida? Por lo pronto, una de las consecuencias de la crisis es que todos terminaremos hablando de economía. Con lo cual el cuerpo social no tendrá solución, puesto que todo cuerpo vivo, individual y colectivo, respira gracias a su no-saber, a un obrar que va por delante del conocimiento.
La política del miedo, sin la cual esta sociedad medial no sería nada, ha encontrado en la situación económica una veta que parece inagotable. La función de la crisis parece ser que la independencia individual se convierta en un entrañable recuerdo. Es como si se debiese mantener al público estresado en cada franja horaria para robarle cualquier posible distancia vital y crítica, impidiéndole ningún interruptor (de una velocidad invasora) que permita vivir algo aparte, pensar y decidir por cuenta propia. No ocurrirá, pero a veces parece que si este mundo se derrumbase sería porque nadie es capaz de desconectar la transmisión “en directo” de la crisis perpetua de lo real y permanecer a solas en sus estancias, en su casa, en sus campos. Es difícil que la ansiada “salida de la crisis” no tenga que comenzar por dejar de ocuparse continuamente de ella (en definitiva, forma maternal que toma el imperio) para volver al trabajo, a los seres queridos, a saborear la vida… Estamos lejos de eso. No sólo vivimos la resaca de una burbuja inmobiliaria, sino también en el rebufo de una burbuja informativa y cultural que ha logrado deconstruir toda referencia real. Tiene gracia que, particularmente en el caso español, el fanatismo de la movilidad haya encontrado en la inmovilidad del suelo y de la vivienda su carnaza privilegiada.
Hay otra cosa que también parece obvia, y lo es, aunque su obviedad amenaza con volverse opaca. La persecución de los casos personales de corrupción soez (y sabemos de esta misa todavía la mitad) amenaza con hacer invisible la corrupción estructural del sistema, esa que tiene en una inteligencia impersonal su eje. La globalización no sólo es inmoral, como se ha dicho, sino que es globalmente ineficaz, puesto que nunca ha sido otra cosa que la tapadera con que los fuertes disfrazan democráticamente su abuso de poder, el expolio al que someten a los pequeños. Es corrupto un orden económico basado en la especulación a distancia, en una complejidad donde se pierde tanto el referente de la riqueza real como el de la responsabilidad personal.
Un sistema basado en la expansión y en la circulación sin fin trasmite hoy la ilusión de falsa seguridad igual que mañana (tras una “distraída” declaración equívoca) transmite el pánico que desencadena una reacción en cadena. De ahí el papel crucial de las filtraciones: pero, igual que no existe el metalenguaje, tampoco hay un WikiLeaks para WikiLeaks. ¿Quién vigila a los vigilantes? La masa crítica del sistema está, por esto, a la vuelta de la esquina. La masificación imparable de la velocidad pone siempre a las puertas un posible “efecto mariposa”, un resultado potencialmente monstruoso a partir de cualquier alteración parcial. “Si hay un problema en Madrid, lo hay en Milwaukee” (Obama). Pero ¿quién, qué pueblo siente a la vez en los dos sitios? ¿Dios por fin existe? Esto se dice además cuando en España hay ya cinco millones de parados, no antes. Y hemos querido esto, hemos querido (por la derecha y por la izquierda) la cobertura impersonal que proporciona la expansión, el afán de lucro imperial y el reemplazo perpetuo. De aquellos polvos, estos lodos.
La crisis actual en la economía se parece bastante al colapso en el que entraría un cuerpo sometido a un chequeo perpetuo en 3D. Siguiendo el funcionamiento de los órganos en pantalla, a cualquiera le llega la crisis en cuestión de horas. La misma velocidad sin suelo que crea una burbuja de crecimiento ficticio, crea después la burbuja del pánico. Ya se ha comentado cien veces en otros sitios: a la sociedad de la mediación y la circulación perpetuas (esta es nuestra religión, con un dios sin figura) le está vedado el “término medio”. En otras palabras, no sólo la corrupción en nuestras sociedades está ligada a mil bolsas de opacidad (las primeras, en Wall Street y en los despachos globales). También la pasión pública y privada por la transparencia ha generado una corrupción estructural, una bolsa de opacidad que se confunde con el cuerpo social entero. Una de las causas de la crisis es la conversión de la globalidad en un gigantesco interior que alimentó la ilusión de que ya era posible cortar amarras con los límites y el secreto de la vida real. Sea ésta nacional o individual, pues, en efecto, una nación (con sus inevitables prejuicios) sólo es la metáfora colectiva de un individuo.
II
Si es de sospechar que B. Laden facilitó inconscientemente su liquidación después de comprobar los efectos imperiales de la caída de las Torres, ¿qué pasará con esta crisis económica? Como se dice del cáncer, casi tantos viven de ella (auditorías, especuladores, paraísos fiscales, empresas, países enteros, periodistas) como mueren por ella. La irresponsabilidad de la información vende crisis a cualquier precio. Es difícil no recordar, en estos momentos de espectáculo continuo, aquella idea según la cual la información es básicamente un mecanismo de exorcismo, de blanqueo anímico: Francia tiene problemas, pero España está al borde del precipicio; Portugal está mal, pero a Grecia le va peor. Esperando que el otro caiga más bajo todavía, los distintos bancos, los partidos políticos y las naciones europeas se turnan para ver a quién colocan en la parrilla de la prima de riesgo y la huida de capitales.
Aunque estemos en la idea de que para gobernar un país, y gobernarse a sí mismo, es necesario no tomar en serio la información, no deja de asombrar ver cómo muchos profesionales de la política, con sueldo, hablan como si no vieran los telediarios. Si el terrorismo ha logrado en casi todos los países pactos de Estado, ¿por qué no lo consigue el “terrorismo” acéfalo de la especulación bursátil? ¿Cuándo, por ejemplo, el Estado español ha estado contra las cuerdas con ETA como ahora lo está con el acoso de “los mercados”? Pero tal vez la respuesta esté en que la presión criminal de los mercados es impersonal y “objetiva”, y esto impresiona a derecha e izquierda.
“España está de hecho intervenida”. Este misil de Aznar dirigido contra el gobierno de Zapatero es repetido sin vergüenza, seis meses más tarde, en algunos portavoces de izquierda contra el gobierno de Rajoy, sin importar mucho las consecuencias comunes. El particularismo de los partidos, que no tienen reparo en utilizar cualquier fracaso del otro para ganar puntos, se duplica en el particularismo de los periodistas… que a su vez duplica la burbuja global. El aislamiento sectario de cada grupo de presión sostiene la virtud pública de la supuesta transparencia. La misma piratería empotrada, conservadora o socialdemócrata, que ha generado esta situación prolonga ahora la agonía. De aquellos lodos, esta inundación.
Hay que decir que la ideología ha jugado y sigue jugando un papel funesto, pues no hace más que proporcionarle coartadas a los cuadros intermedios y superiores que debían hacerse cargo, lo más abiertamente posible, de la situación. La ideología ha sido el dique imprescindible, junto al escandaloso “jet de vida”, para que miles de expertos que tienen la responsabilidad de gestionar la crisis, paradójicamente, nunca la hayan sufrido. Por si sus coches blindados fueran poco, y los privilegios de la tecnocracia, la pose ideológica les hace definitivamente impermeables a cualquier grieta. Como el Titanic, la orquesta siguió tocando mucho después de chocar con el hielo. Tardamos en reconocer que estábamos bajo una burbuja desinflada; tardaremos en reconocer el paisaje del otro lado. Y uno de los principales problemas es la nomenclatura, de derecha y de izquierda, que mantiene la alternancia en la gestión política.
¿De qué se ríen mientras tanto los líderes globales en sus reuniones? Strauss-Kahn fue casi un ejemplo naïf por sus excesos carnales, pero de Barroso a Draghi, la estirpe de los extraños oficinistas que nos gobiernan da miedo. ¿Alguna vez pisan la calle? Dan ganas de recordar la frase de un líder suramericano, hoy en día poco querido en Europa: “La elites, de cumbre en cumbre; los pueblos, de abismo en abismo”. Viene al pelo también aquella exclamación indignada del alcalde Nueva Orleáns, del mismo partido que gobernaba en Washington, ante el olor de los cadáveres en el agua: ¡Déjense de ruedas de prensa y muevan el culo! ¿Quién le diría hoy algo parecido a la encantadora señora Merkel? Nadie. Para empezar, porque Europa, bajo el paraguas militar estadounidense, no existe más que como una coordinadora de economías nacionales con intereses distintos. Y no hay ningún signo de que algún día vaya a ser otra cosa.
De Brasil a Islandia, de Rusia a Argentina, no existe ni un solo país que haya salvado sus muebles sin apoyarse en una cierta sensatez popular y nacionalista. ¿Hace falta que aparezca en el horizonte una señora Le Pen para que los expertos se pongan las pilas? En este punto el despiste de los políticos españoles ha sido particularmente llamativo. Es necesario volver siempre, tanto a nivel nacional como individual, a un principio de excepción, de diferencia. Sin esto no hay comunidad posible, ni paz relativa, ni alianzas en marcha. Si lo universal es hoy algo más que espuma, o una burla cruel, lo es gracias a singularidades fuertes que mantienen su independencia de los caprichos acéfalos (o sea, secretos) del mercado. Imaginemos, por relativa que sea, qué sería de la independencia alemana, rusa, china o estadounidense sin una política (económica y militar) unilateral, impermeable a la ilusión global, a un señuelo que siempre ha estado destinado a los débiles.
Y la fuerza nacional no es tanto un problema de tamaño como de decisión e inteligencia políticas. Aunque la facilite, no es el tamaño lo que permite la independencia; es la decisión la que, hasta cierto punto, hace el tamaño. Naciones tan distintas como Holanda o Cuba son ejemplo de esto. Si hay alianzas vendrán después de una resistencia en la singularidad. No hace falta que venga ningún extremista para que aceptemos que esta diferencia nacional rellena y polariza la democracia formal. Sin ella, ¿qué sería un Estado? Algo tal vez parecido al caso español, una federación de reinos de taifas.
¿No podemos imaginarnos la vida fuera de mamá Europa? ¿Aunque ella siempre haya abandonado a sus hijos pequeños en vísperas de la matanza? Y sin embargo, durante mucho tiempo todas las naciones han vivido sin “Europa”. En realidad, bajo las grandes entidades que llevan el premio en la fotografía oficial, la riqueza europea siempre se ha basado en una vida escandalosamente nacional, comarcal y local. Inglaterra, Alemania y Francia jamás han olvidado esto.
III
¿Es necesario, además, un populismo? Es posible, con ejemplos tan distintos, tan distantes y dudosos, como los de Nasser, Kennedy, Lula, Obama, Putin… Indudablemente, es necesaria una nueva espiritualidad política. Es urgente pensar lo colectivo como si fuera una sola comunidad, es decir, con la piedad que guardamos para un solo cuerpo. Es posible que algunos países latinoamericanos, eslavos o musulmanes, que tratamos un tanto despectivamente, nos den alguna lección en esta sabiduría política.
En este orden de cosas, se puede decir que España ha sido víctima de un titubeo que casi no tiene precedentes. La democracia, el pluralismo, Europa, el bienestar… todo lo usamos, y nos lo creímos, como si fuera una religión. Por eso hemos llevado el error de la especulación terciaria más lejos que otros… y tardamos más que otros en ver los inevitables signos (no hay ganancia sin pérdida) de un trauma. Es difícil no mencionar en este punto un déficit típicamente español en la relación con la, digamos, sobriedad real. Un déficit en la sabiduría analógica que no tiene fácil comparación fuera de nuestro entorno ibérico. Se podría decir que parte del problema de “coherencia territorial” en el Estado español es éste. Entre nosotros, el País Vasco y Cataluña jamás han renunciado a una identidad diferencial, y su corolario de producción primaria, agrícola, industrial o literaria… Por el contrario, creyentes de la liquidez europea y mundial, nosotros siempre hemos visto como un atavismo ese empecinamiento en la diferencia. Era asombroso, hace ya más de veinte años, atravesar los campos de Castilla, de Canarias y Galicia, y ver el territorio abandonado y la gente apiñada en las costas, cultivando el dinero fácil del escaparate turístico. Es necesario decirlo de la manera más suave posible: no sólo la clase política es inepta, también las poblaciones del Sur, engañadas por las subvenciones envenenadas de la UE, han caído en una molicie difícil hoy de superar.
Existe de hecho un choque de culturas que se oculta en Europa, y no sólo entre el Sur y el Norte. Fíjense en esta estupidez a propósito de la palabra austeridad, que no sólo viene de Alemania: “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. ¡Pero si vivir, lo que se dice vivir, es hacerlo “por encima” de las posibilidades calculables! Si nos limitamos a calcular las posibilidades y a atenernos a ese cálculo, no sólo el crecimiento económico es imposible, sino que vivir es imposible. Para empezar, ni siquiera tendríamos hijos (en efecto, recién llegada al terreno del cálculo y la planificación, el índice de natalidad bajó en picado entre nosotros). Ser un “emprendedor”, en cualquier sentido de la palabra, ¿no significa arriesgarse, negarse a vivir según las posibilidades, que casi siempre calcula otro? Al contrario, las “posibilidades” las evalúan un vivir, una sombra de vivir que siempre va por delante.
La ideología de la mediación repite: “Sin heroísmos, por favor”. En suma: Atiendan a las pantallas. Pero sin heroísmo no se puede vivir; para empezar, el heroísmo de interrumpir el estruendo de las pantallas y atender a lo que nos rodea. La vida misma es crisis; es, lo quiera o no, una crisis perpetua. No sólo en África, en buena parte del mundo ni siquiera la palabra crisis tiene esta connotación apocalíptica nuestra, más que nada porque el espejismo de la estabilidad tampoco ha tenido nunca esta pregnancia. En todo caso, parte de la crisis es pasarse el día hablando de la crisis, viviendo a sus expensas.
¿La solución no comienza por abrir interruptores, por no perder más tiempo en la comunicación de la crisis, que es la comunicación de la miseria? Hacer cosas, militar en la propia vida y en sus percepciones, con toda la parcialidad y el oscurantismo que tiene cualquier decisión, cualquier elección, cualquier acción.
Los “tallos verdes” comenzarían por dejar de ocuparse de la economía, a cada minuto y en la gigantesca pantalla plana de las tertulias. Por cien vías diferentes, la atención a las pantallas no puede dejar de generar más paro. Por decirlo del todo, es una de las pocas situaciones en las que al ciudadano se le deja estar quieto, inactivo, invisible, sin interactuar en el nerviosismo bursátil del cuerpo social. Pero a la ferocidad de la competencia capitalista sólo se la puede vencer con el feroz amor por vivir. Y hay una vieja lección de la que aún tendríamos algo que aprender: es necesario mirar la economía con los ojos de la política, y a la política, con los de la vida.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 9 de junio de 2012