ignacio echevarría relee el «hiperión» de hölderlin

Hay algo de autocomplacencia romántica en sentirnos nada menos que Asesinos de la Naturaleza –los Sublimes Grandes Criminales-, pero haríamos mal en abandonarnos a esa clase de estremecimiento narcisista (el narcisismo de especie nos engaña tanto como el individual). Las fantasías humanas de potencia y control, hoy magnificadas por el despliegue de la tecnociencia, son la peor de las trampas para una especie cuya supervivencia está gravemente amenazada –a causa de sus propios errores… Sí, repetimos el diagnóstico de Frederic Jameson según el cual nos resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo; y sin embargo nuestra flaqueza de imaginación –que condiciona la exuberancia de esa fantasía secuestrada por los milagros de la tecnociencia- no afecta al curso de las cosas… El fin del capitalismo está cerca –lo cual no es necesariamente una buena noticia, por el estado de devastación que dejará tras de sí-, pues a eso nos conduce su acelerada dinámica autodestructiva; y el mundo seguirá adelante, con seres humanos o sin ellos.

 

Imaginar que Apple y Siemens son perdurables y la naturaleza perecedera es un error banal; que personas tan lúcidas como Ignacio Echevarría incurran en el mismo sólo señala la intensidad de la ceguera culturalmente inducida hacia algunas de las verdades más básicas de todas –señaladamente, nuestra ecodependencia e interdependencia. Que destruyamos bosques, contaminemos océanos, exterminemos especies y desequilibremos el clima del tercer planeta del Sistema Solar no quiere decir que podamos aniquilar la naturaleza o “segregarnos definitivamente”[1] de ella… Herida, la Madre Tierra seguirá adelante; si la herimos demasiado, nosotros no.

 

Hay que insistir en ello: aunque a menudo se emplea la retórica de “salvar el planeta”, éste seguirá adelante, con seres humanos o sin ellos. La Tierra no nos necesita a nosotros: nosotros necesitamos a la Madre Tierra. La vida como fenómeno biológico es extremadamente resistente (los biólogos hablan en este contexto de resiliencia, con un término que toman prestado de la psicología): ni siquiera la peor catástrofe imaginable causada por seres humanos –“antropogénica”, por emplear un adjetivo que oímos a veces-, una guerra nuclear generalizada, acabaría con las formas más sencillas de vida, y la evolución continuaría luego su curso. Las bacterias seguirán ahí: son las posibilidades de vida buena para los seres humanos, e incluso nuestra mera existencia, lo que está amenazado.

 

La dinámica autoexpansiva del capital, y el impulso de una tecnociencia que se despliega de forma parcialmente autónoma, lanzan a las sociedades industriales a un violento choque contra los límites biofísicos del planeta: éste es el fenómeno central en nuestra época. A pesar de todas las estrategias de las clases dominantes y los países enriquecidos para desplazar los impactos (hacia el futuro, hacia los países empobrecidos, hacia los sectores sociales desfavorecidos, hacia las mujeres, hacia los animales no humanos), éstos no dejan de agravarse y hacerse presentes en forma de enfermedades evitables, hambre, conflictos de todo tipo y una devastación ecológica generalizada. El horizonte del BAU (business as usual) es el ecocidio –que no puede sino venir acompañado de genocidio.

 

De manera que, a la postre, Hiperión no está tan desencaminado cuando, en la última de las cartas a su amada Diótima, celebra la “indestructible belleza del mundo” –indestructible en la escala temporal humana: desde luego, de aquí a mil millones de años todos calvos- e interpela a la naturaleza diciendo: “Los seres humanos caen de ti como frutos podridos, ¡deja que se hundan en ti, así volverán de nuevo a tus raíces!” Ojalá que sepamos hacer de nosotros mismos algo mejor que dar cuerpo a ese humus fecundo que, en cualquier caso, seguirá formándose durante unos cuantos cientos de millones de años en la superficie de la Tierra.

 

 

[1] Ignacio Echevarría, “Naturaleza trágica”, El Cultural, 24 de junio de 2016.