imaginación institucional

Es una razonable regla metodológica que las instituciones que tratemos de imaginar y diseñar para una sociedad buena –ecosocialista y ecofeminista, digamos– estén concebidas para producir buenos resultados con sujetos que fueran individualistas, egoístas, calculadores, oportunistas y perezosos –o incluso «un pueblo de demonios», por emplear la colorida imagen de Kant–. Así nos curaremos en salud, evitando el sólito reproche de «pedir a la naturaleza humana más de lo que ésta puede dar», y nos moveremos sobre el terreno firme de una antropología sobria y desengañada. Pero, al mismo tiempo, no deberíamos olvidar ni por un momento que avanzar hacia esa sociedad buena, dando los inciertos pasos desde aquí hasta allá, requiere de mucha gente actos de bondad desinteresada, altruismo y esfuerzo cooperativo que se hallan en las antípodas de aquella triste versión del Homo economicus capitalista que asumíamos por parsimonia metodológica. Las instituciones (sobre todo las nuevas que tratamos de construir) no deberían presuponer santos, héroes ni heroínas para funcionar bien; pero –no nos engañemos en algo tan importante– la vida político-moral del ser humano no puede salir ni medio bien sin considerables dosis de santidad y heroísmo. En sentido laico, claro está.