Jorge Riechmann
Intervención en en Salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM
24 de septiembre de 2013
Se da un antagonismo de fondo entre capitalismo y democracia. El desarrollo sin trabas del primero lleva al desmedro de la segunda, y viceversa. La esencia del capitalismo es la acumulación de capital a través de la mercantilización generalizada; la esencia de la democracia consiste en autogobierno y autonomía colectiva (que cada uno y cada una participe en la elaboración de normas y en la toma de decisiones que le afectan).
A más democracia, menos capitalismo; y a más capitalismo, menos democracia. En este último proceso, las sociedades occidentales llevamos decenios retrocediendo. El desempleo o la destrucción de derechos sociales, al mismo tiempo que se protegen por todos los medios las rentas financieras, no son accidentes del sistema, sino el resultado –mediado por muchas contingencias, claro está— de políticas deliberadas puestas en práctica por la clase dominante.
Que capitalismo y democracia sean procesos sociales antagónicos no debería ser una tesis polémica, a poco que se examinasen los hechos con objetividad: ¿por qué se aceptan los “micrototalitarismos” en el interior de la empresa, donde rigen valores y prácticas incompatibles con la democracia que se supone pedimos fuera de la empresa? Lo que hay de democrático en las democracias liberales capitalistas no proviene desde luego del capitalismo: es el resultado de luchas por la igualdad, la libertad y la fraternidad/ solidaridad que han durado muchos decenios, desde 1789 hasta nuestros días (y entre las que hay que destacar especialmente las luchas obreras y feministas)[1]. Son las luchas antifeudales, antipatriarcales y anticapitalistas las que han generado los limitados elementos democráticos de que hoy disfrutamos –aunque se hallan en retroceso.[2]
El período de irregular avance de la democracia en ciertos tramos del siglo XX (y especialmente en los “Treinta Gloriosos”, como suelen decir los franceses, los tres decenios entre aproximadamente 1945 y 1975) es una excepción difícilmente tolerable para el capitalismo, e incomprensible fuera del peculiarísimo contexto de la digestión de la Revolución Rusa de 1917 y luego la “Guerra Fría”[3]. Hoy –en ese largo “hoy” que llamamos para simplificar neoliberalismo y que irrumpe en la historia con el golpe militar contra el Chile democrático de Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973— la excepción está siendo reabsorbida por la regla. “Desde los años setenta hemos vivido una involución, que rompió con la evolución iniciada con la crisis de los treinta”, dice el historiador Josep Fontana. “Buena parte de las concesiones sociales se lograron por el miedo de los grupos dominantes a que un descontento popular masivo provocara una amenaza revolucionaria que derribase el sistema. A partir de los años setenta, los ricos pierden el miedo. Y hoy, ¿a qué revolución van a temer los banqueros? Han perdido el miedo, y desencadenan el empobrecimiento global y el enriquecimiento de su grupo.”[4]
Un elemento importante del brutal proceso de involución en que estamos sumidos consiste en la demolición de los derechos sociales inscritos en las constituciones nacidas en ese período fordista/ keynesiano/ socialdemócrata que hemos dejado atrás: derecho al trabajo, a la educación, a la salud, a la vivienda o las pensiones de jubilación. A veces se sostiene que estos derechos sociales son una especie de regalo extra que nos permitimos en los buenos tiempos: lo esencial serían los derechos civiles y políticos (como el derecho a no ser torturado, o a la libre expresión, o al sufragio) y los derechos sociales constituirían una suerte de premio que se pueden permitir sólo las sociedades muy ricas y sólo en los tiempos de bonanza.
Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades en cuanto a derechos sociales, nos dice el discurso dominante. Incidentalmente, observaré que la idea, planteada en esos términos, resulta absurda: ¿las sociedades más ricas de la historia humana, las que producen más bienes y servicios per cápita que nunca durante la existencia de Homo sapiens, no podrían permitirse una buena educación pública o una buena sanidad pública –las cuales, por lo demás, y como todos los científicos sociales saben, resultan más baratas cuando se organizan en un sistema público universal que a través de empresas privadas buscadoras de beneficio? Para cualquiera que tenga dos dedos de frente, resulta evidente que el problema está en la desigualdad y la apropiación privada de los recursos sociales…
Pero ésta idea del “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades en cuanto a derechos sociales” es una manera equivocada de ver las cosas, que no tiene en cuenta aquel antagonismo de fondo entre capitalismo y democracia al que me refería inicialmente. En efecto, los derechos sociales no son una consecuencia –de menor rango– de los derechos civiles y políticos, sino que constituyen la condición de posibilidad de la existencia de esos mismos derechos civiles y políticos[5]. No son lo que viene después, sino lo que viene antes –para que sean posibles algunos elementos de democracia en sociedades capitalistas. Son la condición de posibilidad de la limitada democracia de que hemos disfrutado en el pasado, y que está siendo demolida a pasos agigantados.
Convertir en mercancías la educación, la sanidad o las pensiones priva a la mayoría de la población de sus posibilidades efectivas de participación democrática: de hecho, convierte la misma idea de que “vivimos en democracia” en un mal chiste. Dejamos de ser ciudadanos y ciudadanas para convertirnos en consumidores de bienes o servicios mercantiles –¡sólo aquella parte de la población que siga teniendo suficiente poder de compra!
Los servicios públicos básicos: sanidad, educación y atención a la dependencia; más el acceso a los bienes básicos que son vivienda y alimento, no sólo son derechos sociales constitucionales –recogidos en la Constitución Española–: yo diría marcan la “línea roja” de una sociedad decente que no podemos traspasar sin avergonzarnos de nosotros mismos.
Hoy se está practicando una política económica brutal: es lucha de clases de los de arriba contra los de abajo. La reforma laboral va de eso. La reforma de pensiones va de eso. Los recortes en la sanidad pública, la voladura de la cobertura universal a partir de la primavera de 2012, van de eso. Y los recortes en educación van de eso.
Los desfases presupuestarios de los centros de educación e investigación (en 2012, 150 millones de euros para la UCM, o 173 millones para el conjunto del CSIC) son minucias en comparación con los rescates bancarios: 42.500 millones se han pedido finalmente a la UE para ayudar a la banca española. Sólo Bankia/ Caja Madrid ha recibido, hasta finales de 2012, 22.424 millones de ayudas públicas. Pero se machaca lo esencial desde la perspectiva de una sociedad culta, justa y dinámica; y en cambio se ponen todos los medios para salvar un sistema financiero que es el principal responsable de la crisis.
No es éste el lugar para entrar en el análisis de la “ley Wert” (LOMCE) que está en la última fase de su tramitación parlamentaria, pero el sucinto juicio de uno de los profesores y profesoras madrileños –muy pocos– que se pusieron en huelga indefinida en septiembre de 2012 resulta atinado –también para la educación superior: “Los gobernantes están desmantelando el sistema de educación pública de acuerdo con una ideología que dice que quien tenga dinero, tendrá calidad. Los demás sabrán leer y escribir, y punto.”[6]
Para concluir, citaré unas líneas de un libro publicado nada menos que en 1833: Men and Manners in America (Hombres y costumbres en los EEUU de América) del escocés Thomas Hamilton (1789-1842).
[Según Maximilien Rubel, Marx sin mito,
Octaedro, Barcelona 2003, p. 200-201]
[1] Otra mirada histórica subrayarían los dos siglos que van desde 1750 aproximadamente (la Ilustración europea) hasta 1950 aproximadamente (la posguerra de la segunda guerra mundial, con el apagamiento progresivo de las luchas sociales en Occidente).
[2] El pensador greco-francés Cornelius Castoriadis llama la atención sobre cómo en las sociedades europeas, en los últimos siglos, surgen dos proyectos básicos –dos “significaciones sociales imaginarias”, en su terminología– que no solamente son opuestas a la religión cristiana que antes prevalecía, sino también opuestas entre sí. Por una parte, y ya desde el siglo XI con las primeras ciudades-estado burguesas que reivindican su autogobierno, la significación –el proyecto– de la autonomía individual y social, la búsqueda de formas de libertad colectiva que corresponden al proyecto democrático (se prologa con el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, las revoluciones de los siglos XVIII y XIX, los movs. feminista y obrero, y luego otros movimientos emancipatorios) Por otro lado, la significación –el proyecto- de la expansión ilimitada del (pseudo) dominio (pseudo) racional sobre la naturaleza y sobre los seres humanos, que corresponde al capitalismo en expansión sobre todo a partir del siglo XVI. Estos dos proyectos son contradictorios… Cf. Castoriadis, El ascenso de la insignificancia, Cátedra, Madrid 1998, p. 101 y 129
[3] Lo ha explicado bien Josep Fontana en dos libros valiosos para nuestra orientación en el siglo XXI: Por el bien del Imperio y El futuro es un país extraño (ambos en Ed. Pasado y Presente, Barcelona 2011 y 2013, respectivamente).
[4] Josep Fontana, “Ni siquiera el fascismo logró lo que ha conseguido el capitalismo” (entrevista con Peio H. Riaño), Público, 19 de noviembre de 2011. Puede consultarse en http://www.publico.es/culturas/407728/ni-siquiera-el-fascismo-logro-lo-que-ha-conseguido-el-capitalismo
En otra entrevista más reciente, el maestro de historiadores declaraba que la crisis financiera y económica que se inició en 2007 “es un proceso de mucho más alcance, iniciado en los años setenta y que aquí ha tomado fuerza después del 2008, y por el que se ha aprovechado el tinglado de la recesión para ir a un proceso de destrucción del Estado del bienestar; no solo los costes de la sanidad pública, la educación pública o el sistema de pensiones, sino un cambio en las reglas del juego que vino claramente mostrado con la reforma laboral. La naturaleza de este proceso es de una gravedad y una profundidad que nadie preveía. La esperanza de que pudiese haber algún tipo de cambio de trayectoria no era una esperanza que hubiese desaparecido. En estos momentos, la profundidad del desastre y la evidencia de que se trata de un cambio de larguísima duración, que puede continuar y tener unas consecuencias catastróficas, es una evidencia muy clara (…). Está claro que aquí no había ningún problema de deuda pública hasta que no han asumido la deuda bancaria. El siguiente paso es la privatización del Estado mismo, el proceso de vender a los ciudadanos, y el establecimiento de un sistema represivo eficaz. Debemos darnos cuenta de que esta no es una situación temporal de la que se saldrá. (…) Incluso si saliéramos de la crisis, el mundo en el que usted vivirá no será el mundo en el que habrá vivido antes de ella, sino que habrá cambiado profundamente. (…) Fuimos educados en la idea de que la historia era una narración de progreso continuado, pero comienzas a ver que esta historia no era verdad, que hay progresos y descensos y que todo está vinculado básicamente a la capacidad de lucha que hay en cada momento determinado para exigir unos derechos sociales. Que las cosas vayan a peor no es imposible. La única cosa que podría dinamitar esto es que se llegara a un momento en el que se tuviera miedo a que un estallido social profundo pudiera poner en peligro las reglas del juego (…).Se ha acabado una época, la de la vieja política más o menos socialdemócrata, en la que las cosas se negociaban. Es difícil darse cuenta de hasta qué punto durante 200 años ha habido efectivamente unos miedos que han justificado que quienes tenían los recursos en sus manos se aviniesen a negociar. Eran unos miedos irracionales. Pero eran miedos. Ahora, la exigencia a la gente para que se baje los sueldos se está convirtiendo en una cosa sistemática. Se ha acabado negociar. Han decido que las cosas tienen que cambiar y que vamos a un proceso de crecimiento de la desigualdad. (…) Que salgan en manifestación chiquillos no importa a nadie. Mientras vayan a la Puerta del Sol o la plaza de Catalunya y sus padres voten al PP o a CiU, no hay nada que hacer. ¿De dónde tendría que venir este estallido social? El movimiento que parecía que iba a ser el futuro, el de Occupy y los indignados, sigue funcionando pero está completamente controlado, en el sentido de que está disgregado. Se están haciendo cosas pequeñas, aisladas, frente a unos medios para controlarlas que son cada vez más eficaces….” Josep Fontana: «El sistema está preparado para evitar el estallido social», El Periódico, 3 de marzo de 2013. Puede consultarse en http://www.elperiodico.com/es/noticias/ocio-y-cultura/josep-fontana-sistema-esta-preparado-para-evitar-estallido-social-2331355
[5] Véase Josep Mª Vallés, “Los derechos sociales como mercancía”, El País, 11 de septiembre de 2013. Para plantear los debates de fondo en este terreno, véase p. ej. Carlos S. Nino, Ética y derechos humanos, Ariel, Barcelona 1989, capítulos 5 y 8; así como Mª Eugenia Rodríguez Palop, Claves para entender los nuevos derechos humanos, Catarata, Madrid 2011.
[6] Ángel Calleja, “Profesores en huelga indefinida: es lo que nos queda para poder dormir tranquilos”, 20 minutos, 20 de septiembre de 2012.