“Quien a sí mismo se desprecia continúa apreciándose, sin embargo, a sí mismo como despreciador”, escribe Nietzsche (aforismo 78 de Más allá del bien y del mal). Traduzcamos: también el autodesprecio es, casi siempre, una forma de aferrarse al ego (y muchas veces una especie de narcisimo invertido).
A la superstición del yo se refiere, precisamente, en el prólogo a Más allá del bien y del mal.
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Nietzsche cita con aprobación a Stendhal: “Para ser un buen filósofo hace falta ser seco, claro, sin ilusiones. Un banquero que haya hecho fortuna posee una parte del carácter requerido para hacer descubrimientos en filosofía, es decir, para ver claro en lo que es” (final del parágrafo 39 de Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid 1983, p. 64). El banquero como “espíritu libre” –ya que dispone suficientemente de la lucidez, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y la nuda voluntad de dominación que, según Nietzsche, constituyen lo más importante del equipaje del filósofo.
Si alguien necesitaba una confirmación –no por indirecta menos valiosa— de que, en la era del capitalismo financiarizado, el nietzscheanismo tiende a ser puro conformismo social, hela ahí.
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Nietzsche era un tarado. Un tarado listísimo, claro que sí, y del que se puede aprender mucho. Para lo cual hay que leerlo –eso sí— las más de las veces a contrapié, a redropelo, gegen den Strich.
Un tarado en lo moral, un crítico cultural notable, y un sugestivo filósofo metafísico en otros ámbitos… Pero en cualquier caso, un peligroso seductor que nos insta a deshacernos de nuestras más valiosas aspiraciones: la idea de igualdad político-moral y los procedimientos autocorrectivos de la ciencia moderna.
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Página sí, página no, en los libros de Nietzsche uno tendría que ir escribiendo: tonterías, las justas. Pero eso no lo ve uno con 16 años: lo ve, si acaso, con 35.