Me invitaron a comer en su casa una pareja de buenos amigos. Se habían esmerado en un menú vegetariano, comprando algunos productos en la “ecotienda” del barrio, entre ellos vino blanco ecológico para agasajarme. Miré la etiqueta: el vino venía de Chile.
Estos amigos –nada incultos, exactamente lo contrario— no tenían conciencia de que el daño ambiental producido por el transporte a larguísima distancia de aquella botella (con el consiguiente derroche de energía y materiales) probablemente superaba el beneficio ambiental obtenido con las formas ecológicas de cultivo de la vid. En rigor, la etiqueta de esa botella, vendida en España, hubiera debido rezar: vino ecológico y antiecológico (en simultaneidad). Pero a ellos se les escapaba semejante contradicción.
Uno barrunta que algo parecido debe de suceder en esos amplios sectores de la población española que, por una parte, se declaran “ecofatigados” en las encuestas demoscópicas, hastiados de requerimientos ecológicos, cháchara ambiental y marketing verde; mientras que, por otra parte, evidencian ignorar incluso las pautas básicas de conducta proambiental. Ecofatiga y ecoanalfabetismo a la vez: por desgracia, no debe de ser un fenómeno infrecuente.