la fuerza de lo heterogéneo

“El trabajo no es ni más ni menos que los propios seres humanos que forman la sociedad; y la tierra no es más que el medio natural en el que cada sociedad existe. Incluir el trabajo y la tierra entre los mecanismos del mercado supone subordinar a las leyes del mercado la sustancia misma de la sociedad.” [1] Esto, que debería ser lo consabido, las consideraciones de sentido común que casi no hay ni que mencionar, sin embargo son las verdades perseguidas, proscritas, subversivas.

Entre 1920 y 1930 no se construyen prisiones en España: los albañiles afiliados al sindicato anarquista CNT, siguiendo la decisión adoptada por su organización, prefieren estar parados a trabajar en tales obras. No se dejan comprar para la reproducción del orden social dominante.

La consigna “otro mundo es posible” data de la movilización denominada “antiglobalización”[2] en la segunda mitad de los años noventa del siglo XX (y en especial está asociada con el Foro Social Mundial de Porto Alegre que se celebró por primera vez en 2001), pero su inspiración ha recorrido todas las luchas sociales de los últimos siglos, desde las guerras campesinas en la Alemania del siglo XVI hasta el “mayo del68” en Berlín, París y Praga.

Para hacer posible ese otro mundo necesitamos los otros pensamientos, las otras canciones, los otros vínculos, las otras acciones: la fuerza de lo heterogéneo.

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Juan José Saer en Babelia, hace un par de semanas, se refería a “las enormes concentraciones de capital en manos de unos pocos que se desdibujan en un archipiélago de actividades y de empresas envueltas en una brumosa opacidad. Esa concentración cuyo crecimiento imperativo es una verdadera máquina de guerra económica y social, casi inimaginable para el hombre común, determina sin embargo, en los más variados puntos del planeta, su existencia cotidiana, su bienestar o su sufrimiento, su nacimiento y su muerte. Tanta riqueza irrazonable es la encarnación de lo que los griegos llamaban hybris, es decir, la desmesura, la desarmonía que trae aparejada el conflicto, el desorden, la guerra, la tragedia”.

No se puede pensar en el mundo contemporáneo sin traer a colación la vieja palabra griega: hybris. En La genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche entonó las alabanzas de la hybris moderna:

“Todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se presenta como pura hybris e impiedad (…). Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios (…); hybris es nuestra actitud con respecto a nosotros –pues con nosotros hacemos experimentos que no permitiríamos con ningún animal y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos importa ya a nosotros la ‘salud’ del alma! (…) Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuera otra cosa que cascar nueces…”[3]

La expresión “cascar nueces”, después de las terribles experiencias del siglo XX –éticas, políticas, ecológicas, sociales–, probablemente tenga hoy para nosotros un sentido mucho menos inocente del que podían leer los contemporáneos de Nietzsche. ¿Seremos capaces de extraer de aquellas experiencias –que podríamos resumir en los nombres de tres lugares: Auschwitz, Hiroshima, Chernobil— alguna sabiduría sobre el cascar y el plantar nueces para el siglo XXI?

 


[1] Karl Polanyi, La gran transformación, Eds. La Piqueta, Madrid 1989, p. 195.

[2] “Si usamos el término de forma neutra, ‘globalización’ significa simplemente la integración internacional, sea o no bienvenida, dependiendo de las consecuencias. En los sistemas doctrinales de Occidente, predominantes en el resto del mundo debido al poder occidental, el término tiene un significado ligeramente diferente y más restringido: hace referencia a ciertas formas específicas de integración internacional cuya implantación ha sido promovida con especial intensidad en los últimos 25 años. Esta integración está concebida sobre todo en beneficio de ciertas concentraciones de poder privado; los intereses de todos los demás implicados son incidentales. Una vez establecida la terminología, la gran masa de la población mundial opuesta a estos programas puede ser categorizada como ‘antiglobalización’, como se hace siempre. La fuerza de la ideología y del poder es de tal magnitud que la gente acepta incluso esta designación ridícula” (Noam Chomsky).

[3] Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral (trad. de Andrés Sánchez Pascual), Alianza, Madrid 1972, p. 131.

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[Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 22-24. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]