Hay dos formas casi infalibles de estimular a la gente a escribir poesía: leer buena poesía y viajar. (En realidad, se trata de la misma forma.)
En una Academia para poetas, las asignaturas troncales podrían ser zoología sacra, economía política, alquimia, matemáticas, deriva situacionista, extrañamiento brechtiano, lógica taoísta, dos lenguas extranjeras vivas y dos lenguas muertas, botánica, termodinámica, geología, agroecología y orientación por las estrellas. Sólo en el décimo año de estudios se abordaría la retórica: con Aristóteles como manual, eso sí.
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En ecología, el “efecto frontera” significa riqueza y diversidad: las zonas de cambio brusco o ecotonos que separan diferentes ecosistemas son de especial interés por sus variaciones de flora y fauna. Por ejemplo, se encuentran muchas más especies de aves en la frontera o ecotono existente entre el bosque y la pradera que en el interior del bosque o dentro de la pradera. Uno tiende a pensar que este “efecto frontera” se produce también en la vida cultural.
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Claudio Magris, con la agudeza y la lucidez moral que le caracteriza, reflexiona sobre las catastróficas inundaciones que este verano han devastado Centroeuropa, anegando ciudades –centros de civilización– como Praga y Dresde:
“Frente a las catástrofes no existen lugares –y todavía menos, personas– más o menos dignos de lástima y solidaridad; el drama de cada individuo que pierde la vida o la casa, aunque sean anónimas o en todo caso menos conocidas que las de Kafka, no es menos grave que la destrucción de vidas y monumentos ilustres. Naturalmente, ello no impide que la idea de una Praga herida nos encoja el corazón.
Los desastres naturales como el que ha devastado a varios países sugieren fácilmente dos actitudes, ambas falsas. Por una parte el complacido énfasis apocalíptico de los fundamentalistas de la ecología, dispuestos a ver en cada elemento y aspecto de la sociedad moderna una amenaza fatal a la naturaleza y en todo progreso tecnológico un factor de una segura y próxima destrucción de la humanidad y, por tanto, se alegran de cualquier catástrofe que confirme o parezca confirmar las más lúgubres previsiones. Así, en su época, muchos, satisfechos, encontraban en el naufragio del Titanic una amonestación a la soberbia humana.
Por otra parte está el precipitado optimismo de algunos científicos, preocupados no tanto por las desgracias que ocurren, sino por el hecho de que éstas puedan alterar la tranquila fe en el ilimitado e indudable progreso, en la capacidad de la ciencia de prever y dirigir el curso del mundo sin fallar nunca. El optimismo cientificista de quien asegura que ‘todo va bien, señora marquesa’, acompañando este ingenuo y fanático fideísmo con presuntuosas ostentaciones de sabiduría, es tan irracional como el catastrofismo pesimista.
Frente a estos desastres naturales hay que preguntarse, sin miedo a parecer demasiado amigos o demasiado enemigos del progreso, si efectivamente son, y hasta qué punto, consecuencia de la actividad humana, de nuestra forma de vivir, de hacer, de producir, de organizar, de explotar y agredir al medio ambiente. La naturaleza nunca está en peligro, porque todo es naturaleza, incluso los virus, las erupciones volcánicas y los elementos cuya combinación forman los gases que contaminan las calles; sin embargo, pueden encontrarse en peligro algunas especies, desde los dinosaurios hasta los hombres, cuya desaparición no perturbaría a la naturaleza, sino que perturbaría a quien desaparece.
La enseñanza que hay que sacar de los desastres es la certeza de que en cualquier sector –físico, político, económico– todo puede ocurrir. (…) El mundo, dice un dicho judío, se puede destruir de la noche a la mañana; sólo si nos damos cuenta de ello concretamente, físicamente, y actuamos en consecuencia, podremos evitarlo.”[1]
Qué cerca se halla este punto de vista de la valoración ecosocialista de la tecnología que realizaba Manuel Sacristán hace dos decenios: “No hay antagonismo entre tecnología (en el sentido de técnicas de base científico-teórica) y ecologismo, sino entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta. Creo que así hay que plantear las cosas, no con una mala mística de la naturaleza. Al fin y al cabo no hay que olvidar que nosotros vivimos quizá gracias a que en un remoto pasado ciertos organismos que respiraban en una atmósfera cargada de dióxido de carbono polucionaron su ambiente con oxígeno. No se trata de adorar ignorantemente una naturaleza supuestamente inmutable y pura, buena en sí, sino de evitar que se vuelva invivible para nuestra especie. Ya como está es bastante dura. Y tampoco hay que olvidar que un cambio radical de tecnología es un cambio de modo de producción y, por lo tanto, de consumo, es decir, una revolución; y que por primera vez en la historia que conocemos hay que promover ese cambio tecnológico revolucionario consciente e intencionadamente.”[2]
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Leo y dormito sobre la hamaca, en una de las últimas siestas de este verano que ya va fundiéndose con el otoño en un abrazo lleno de ternura y de incertidumbre. Qué descubrimiento, en los últimos tres veranos, éste de la hamaca: qué artefacto existencial. Qué regalo nos han hecho los pueblos indígenas de los trópicos al resto de la humanidad.
Espero no exagerar si digo que la hamaca ha cambiado aspectos importantes en mi forma de sentir y pensar la vida, el tiempo, el deseo, el sentido del existir. Recuerdo aquella carta de Flaubert a Louise Colet, fundacional para tantas búsquedas de la literatura moderna, donde el gran novelista normando expresa a su amante el propósito de escribir “un libro sobre nada, un libro sin pretextos exteriores, que se mantuviese en pie sólo por la fuerza intrínseca del estilo, al igual que la Tierra se sostiene en el aire sin necesidad de soporte; un libro sin tema, o al menos en el que el tema fuese, si cabe, casi invisible”.
Aquel libro exento, sin asideros, fue –como se sabe— La educación sentimental. Pues bien: se me antoja que la hamaca es un dispositivo de ese tipo, aunque se halle modestamente anclada en el universo de los muebles de jardín. Sería, más a ras de tierra, el equivalente –al alcance de cualquiera— de aquella flobertiana proeza, entre literaria y mística, de indagación sobre la nada: una nave para viajeros que quieren sostenerse en el aire no sin ninguna necesidad de soporte (eso rayaría en la hybris), pero sí con uno muy liviano.
La hamaca no es el viaje en globo o el sueño de volar libremente como los pájaros, planeando con ilusoria superioridad muy por encima de los pesares y contradicciones de la existencia: es mantenerse apenas medio metro sobre la superficie de la Tierra, mecido levemente por el viento. Viajeros exentos, pero al mismo tiempo ligados con solidez a los dos árboles que nos soportan.
La hamaca en agosto es una respuesta profunda a la pregunta: ¿qué significa vivir?
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La hamaca es, también, un criterio para distinguir lo verdaderamente esencial de lo insignificante.
Ser acunados por el aire. Una hamaca es una morada en el aire. Frente a la terrible “tumba en el aire” de Paul Celan, un lugar de vida, a la manera de un nido en el aire.
La siesta en la hamaca es una singladura existencial, sin ser otra cosa que una siesta en la hamaca, y eso es lo maravilloso. Viviremos los meses de otoño e invierno esperando el momento en que, en mayo o junio del próximo año, podremos de nuevo colgar nuestras dos buenas hamacas colombianas de los árboles del jardín.
(Rafael, con quien converso un rato por teléfono, bromea sobre mi “taoísmo de la hamaca”.)
[1] Claudio Magris, “Las heridas de Mala Strana”, Babelia, 14 de septiembre de 2002.
[2] Manuel Sacristán: M.A.R.X. (Máximas, aforismos y reflexiones con algunas variables libres), edición de Salvador López Arnal, Los Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 270.
[Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 57-60. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]