Si hay metas colectivas, y concepciones colectivas comunes de la vida buena, ¿por qué no debería haber derechos colectivos? (Cuyos titulares serán individuos, y no peligrosas abstracciones teológico-políticas como el “pueblo”, claro está.)
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En mi país, el racismo de Estado sólo concluyó en 1865, es decir, ayer mismo. Hasta esa fecha se prolongaba la locura de la limpieza de sangre, que obligaba a cualquier persona que quisiera acceder a un empleo público a probar que en su familia no había habido ningún miembro judío o musulmán desde al menos cuatro generaciones antes. Dos siglos y medio después de haberse consumado la expulsión de judíos y moriscos (entre 1492 y 1607), aún se prolongaba la destructiva obsesión de pureza.
La tragedia de aquellos que piensan que son de aquí o de allá, inamoviblemente, sin darse cuenta de que –a poco que se piense en serio— ninguno somos de ninguna parte…
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¿Cómo puede nadie ensalzarse a sí mismo y condenar al otro, se preguntaba el médico y alquimista Teofrasto Paracelso, aún medieval y ya renacentista, cuando nadie sabe quién es en el fondo él mismo?[1]
Apenas dos generaciones después, micer Michel, señor de Montaigne, el de la acogedora palabra: “No tengo ese defecto tan común de juzgar a los demás según yo soy. Creo fácilmente cosas distintas a las mías. Por sentirme comprometido con una forma, no obligo a ella al resto del mundo, como hacen todos; y creo y concibo mil modos de vida opuestos; y al contrario de lo normal, acepto más fácilmente la diferencia, que el parecido entre nosotros. (…) Por no ser continente no dejo de reconocer sinceramente la continencia de los bernardos o de los capuchinos ni de considerar altamente su forma de vida; póngome muy bien con la imaginación en su lugar. Y así, los amo y honro tanto más cuanto más distintos a mí son. Deseo particularmente que se nos juzgue aparte a cada uno y por lo tanto que no me pongan ejemplos comunes.”[2]
Que se nos juzgue aparte a cada uno. Que tengamos la libertad de disfrutar con nuestra tribu, pero sin confundirnos con ella, y sin que se nos identifique con ella. Del mismo linaje espiritual era el gran Thoreau: “No quisiera que nadie adoptase mi modo de vida por nada del mundo; pues, al margen de que yo pueda haber encontrado otro modo de vida para cuando él haya aprendido el mío, es mi deseo que haya tantas personas diferentes en el mundo como sea posible; y que cada uno tenga el máximo cuidado en descubrir y perseguir su propio camino, en lugar del de su padre, su madre o su vecino.”[3]
La pluralidad humana, la multiplicidad cultural, la diversidad biológica son riquezas: van a favor de la vida (cuya dinámica es la del aumento de diversidad). Las políticas de homogeneización, por lo general, son tanáticas.
El mundo de la prisa es el mundo de la uniformidad; las diferencias sólo pueden aparecer con la lentitud. En las siniestras galerías del tardocapitalismo, la lentitud es revolucionaria.
[Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 17-18. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]
[1] Paracelso, Textos esenciales, Siruela, Madrid 2001, p. 206.
[2] Michel de Montaigne, “Del joven Catón”, Ensayos I, Cátedra, Madrid 1985, p. 292.
[3] Observación de Henry D. Thoreau en Walden, recogida en Antonio Casado: La desobediencia civil a partir de Thoreau, Gakoa, San Sebastián 2002, p. 104.