Así se titulaba aquel libro coordinado por Pierre Bourdieu hace ya algunos años. Esa miseria del mundo es abrumadora: ¿qué ser humano –signado por la finitud, como lo estamos cada uno de nosotros y nosotras— podría hacerse cargo de tal cúmulo interminable de horrores, desposesiones, dolores, injusticias y masacres? Ya lo que sucede en nuestro presente debería anonadarnos, pero tendríamos además que asumir de alguna forma el pasado –esa “catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina”, como decía Walter Benjamin en la novena de sus “Tesis sobre filosofía de la historia”—, reparar en los indicios que hoy delatan cómo en los desarrollos del presente están gestándose los desastres del futuro, y no olvidar que no sólo cuenta el sufrimiento de los seres humanos: también el de los demás seres vivos… Abrumador, sin duda. No hay ser humano que pueda echarse sobre los hombros esa carga.
Pero no es semejante tarea sobrehumana lo que se nos exige. Aquí como en otros ámbitos importa advertir cómo el macrocosmos se refracta en el microcosmos. La incalculable e inasimilable acumulación de violencias se me da, en cada caso, como unas pocas violencias concretas que me tocan de cerca; la injusticia universal se particulariza en una injusticia próxima frente a la que sí puedo reaccionar; la “exigencia infinita” se resuelve en demandas singulares.
El anonimato de las montañas de cadáveres se transforma en unas pocas miradas interrogantes. Lo que se me exige es estar ahí.