las dos patas quebradas

Una cucaracha y yo. Dentro de un retrete, en el sótano del Café Moderno de Zaragoza.

Con este insecto, hacia el cual casi todos sentimos un asco que se diría primigenio, en este pequeño espacio cerrado… El primer impulso es aplastarlo (y si estuviésemos en mi casa lo habría hecho). Pero un instante de reflexión basta para situar todo bajo otra luz.

Sólo por un sentimiento de repulsa ¿debería matar a un ser vivo? ¿Extinguir esa chispa del mismo fuego que alienta en mí y en los seres que amo? Me doy cuenta, además, de que se mueve despacio. ¿Intoxicada quizá por un insecticida? ¿Una víctima de ese deseo de seguridad que comparto con mis congéneres?

No la pierdo de vista mientras me dedico a las labores fisiológicas que me han llevado a ese lugar. Acaba acercándose a mi zapato, luego se mete debajo de la mochila. Bueno, no voy a matarla, pero tampoco deseo adoptarla como compañera de viaje… Al levantar la mochila el bichito cae sobre la espalda y bracea desesperadamente en el aire, sin poder darse la vuelta.

Le faltan dos patas en uno de los costados: quizá eso baste para explicar su torpeza deambulatoria.

Ayudo al insecto lisiado –hexápodo convertido en tetrápodo— a reincorporarse. Quizá tenga suerte, esquive otros peligros y esta noche viva todavía.

(Y ahora me viene a las mientes, por otra parte, el cadáver de la paloma que vi esta mañana, cuando atravesaba la plaza del Callao en Madrid.)

¿Quién soy yo? ¿Para qué respiro sobre la piel de la Tierra?

¿Me ayudará alguien a levantarme –cuando caiga herido, como he de caer?

¿Tendré la fortuna de estar vivo cuando descienda la noche?