Hacia el final de su ensayo sobre Marco Aurelio, Jules Romains escribió: “Reconocer el mal con firmeza exige cierto valor. Y tal valor es lo que faltó algunas veces a Marco Aurelio. Era de esas personas de quienes se dice que no les gusta atormentarse. El propósito, más o menos logrado, de evitar los tormentos, es una forma de pereza.”[1] ¿Cómo?, podríamos preguntarnos. ¿Falta de valor en esos corajudos sabios estoicos que encarnan Marco Aurelio –o Epicteto? ¿Ellos, capaces de hacer frente a los golpes más duros del Hado –Tiqué o Fortuna, lo llamaban griegos y romanos antiguos— casi sin pestañear, desde la “ciudadela interior” de su apatheia y ataraxia? Pero el escritor francés no yerra: hace falta una clase especial de valor –intelectual y moral al mismo tiempo— para mirar de frente el mal y el sinsentido, sin dejarse caer en la desesperación, la acedía o el cinismo. La lucidez amenaza la tranquilidad de espíritu: uno diría que el estoicismo, con su postulado de una Inteligencia superior que imprimiría un orden racional sobre el conjunto del cosmos, prefirió el confort a la lucidez. (La escuela de Demócrito y Epicuro, en ese sentido y por constraste, sí que se atrevía a mirar de frente los abismos de la condición humana –y en especial la ausencia de teleología, y de un Dios providente que diera sentido al conjunto. La vida es un sinsentido, y lo importante es amar.)
[1] Jules Romains, Marco Aurelio o el emperador de buena voluntad, Espasa-Calpe (colección Austral), Madrid 1971, p. 166