Según Lola Morón, neuropsiquiatra, alrededor de un 20% de la población –una de cada cinco seres humanos- actúa regularmente de un modo compasivo y respetuoso con las reglas, mientras que un pequeño porcentaje se instala en el desorden cívico y la conducta antisocial. Se califica de “individuos dañinos” a alrededor del 1% de la población, “y lo que tienen en común es su peligrosidad, no su cociente intelectual, su contexto social o una enfermedad mental”[1]: su sociopatía, vaya.
¡Uno de cada cinco! No es poco, no está mal para ir tirando hacia arriba del resto de la sociedad –en esa tarea sisífica de autoconstrucción humana…
[1] Lola Morón, “Ni loco ni anormal”, El País, 9 de octubre de 2016. En este artículo señala también la coordinadora de la Unidad de Neuropsiquiatría del Hospital Universitario Clínico San Carlos:
“Se habla de un funcionamiento cerebral ‘alterado’ en sujetos sociópatas, pero del mismo modo que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, no sentir empatía o compasión ante la desgracia ajena no exime de la obligación de respetar el dolor, la libertad y la vida de otros seres vivos, ni de hacer lo mismo con las normas y las leyes compartamos o no su razón de ser. (…) Lo realmente interesante son esas dos terceras partes de la población que diferentes teorías sitúan ‘entre el bien y el mal’. Sin llegar a cometer actos criminales, no es extraño observar comportamientos éticamente reprobables –y sin embargo socialmente aceptados– en nombre de la competitividad, el deseo o la ambición bien entendida. Mediante la seducción y el engaño es más sencillo conseguir un objetivo, y en un orden más sutil, el uso cautivador del lenguaje o el galanteo nos pueden ayudar y están aceptados. Sin embargo, estas estrategias pueden ser puestas en cuestión desde un punto de vista moral.
Desconocemos cómo nos comportaríamos cada uno de nosotros en determinadas situaciones, qué seríamos capaces de llegar a hacer cuando está en juego nuestro propio beneficio, dónde está la línea que separa lo correcto y lo justo de lo desproporcionado. (…) El ser humano tiene la necesidad de sentirse ‘buena persona’’ cuando piensa en sí mismo. Cuesta reconocer debilidades y mucho menos tendencia a la maldad. Contextualizaremos nuestra conducta hasta convencernos de que en nuestro caso ha sido ‘necesaria’. La silenciosa mayoría de las personas se mueven influenciadas por el comportamiento de los demás. Habitualmente somos colaboradores, cooperativos; moderamos nuestra tendencia a la mentira u otras formas de manipulación. Sin embargo, inmersos en una revuelta, podemos llegar a hacer cosas de las que después nos sentiremos avergonzados. Definitivamente, si no nos limitamos a observar los actos delictivos, sino la vida cotidiana, los malos y los buenos no existen.”