Nuestro proyecto fáustico de sustituir naturaleza por tecnología a gran escala, ¿hacia dónde conduce? Un ejemplo (del que se derivan conclusiones fácilmente extrapolables): se cultivan verduras en climas fríos merced a invernaderos climatizados de alta tecnología como el Lower Mainland (Columbia Británica, Canadá). Ahí, los cultivos hidropónicos –sin tierra—son entre seis y nueve veces más productivos que el cultivo tradicional (midiendo en kilos de producto por superficie de cultivo).
Pero si analizamos los flujos de materia y energía en juego ¡la huella ecológica de uno de estos tomates de invernadero es entre 14 y 20 veces mayor que la del tomate convencional! (Sobre todo por el uso masivo de gas natural y de fertilizantes de síntesis –que también proceden en parte del gas natural.)[1]
La intensificación productiva –en este como en otros casos—se produce a costa de un acrecentado impacto sobre los sistemas naturales que sustentan la vida. Lo que se gana por un lado se pierde por el otro: como sucede tan a menudo en los sistemas complejos de toda índole, al maximizar una variable deprimimos otras. Y si sólo miramos una pequeña porción del fenómeno, estaremos autoengañándonos.
Desde una perspectiva sistémica, todas las propiedades de una cosa están interrelacionadas, de modo que la maximización de una de ellas probablemente minimice otras. Todo beneficio tiene su precio… [2] Como sabemos desde hace mucho (reléase por ejemplo a Barry Commoner): en la naturaleza no hay almuerzos gratis.
[1] Los datos proceden de la tesis doctoral de Y. Wada, The Appropiated Carrying Capacity of Tomato Production…, leída en la University of British Columbia, Vancouver, en 1993.
[2] Cf. Mario Bunge, Filosofía política, Gedisa, Barcelona 2009, p. 123 y 284.