Un certero texto estival de Alejandro Gándara ilustra una de las reglas básicas del savoir-vivre: aprender a movilizar los recursos de extrañeza. Por lo demás, las ventajas ecológicas son evidentes:
“(Destinos de viaje.) Dado que el viaje no es más que un deseo insatisfecho que no puede satisfacerse, y que si se satisface entonces no es un viaje, sino un currículum o un matrimonio, queda claro cuál debiera ser nuestro primer destino. A saber: la propia casa.
Resulta evidente que cumple todas las ansias y motivos de cualquier expedición a nuevos horizontes. En primer lugar, es un sitio desconocido cargado de promesas. Entre la flexibilidad laboral y la inflexibilidad de nuestros jefes, el hogar es un sitio del que hemos oído hablar y del que incluso nos han puesto diapositivas, pero que ignoramos en lo que se refiere a experiencia vital. Hay un lugar bastante parecido, según comentan los familiares, en el que dormimos y madrugamos, y que en contadas ocasiones -como una iluminación repentina, como una imagen entrevista- hemos contemplado a la luz del día. En segundo lugar, no nos es del todo ajeno. Como en una fotografía de Groenlandia o de Cancún, cuando decidimos pasar las vacaciones en esos sitios, hay algo nuestro en esos parajes tan lejanos, hasta el punto de que tenemos la impresión de que algo íntimo se manifestará en cuanto lleguemos, sea la personalidad verdadera o las perversiones auténticas. Con toda seguridad, la propia casa contemplada durante treinta días seguidos con luz natural revelará los más ocultos sentimientos. Por ejemplo, es probable que allí aparezca el Quijote, intacto todavía, sin mácula, tal como lo adquirimos en aquel remoto día de la juventud en que nos propusimos leerlo. También -oh, milagro- las estanterías desplegarán ante nuestros ojos asombrados un montón de libros que coincidirán exactamente con las apetencias más secretas e incumplidas. No serán éstas las únicas apariciones: litografías, cuadros, discos, aperos de cocina y mobiliario nos proporcionarán el placer de hallarnos entre cosas oscuramente queridas, anteriormente barruntadas a través de delirios.
Puede que incluso aparezca alguien con aspecto de cónyuge al que tomaremos un afecto instantáneo, en parte inmotivado, y que gustará que nos acompañe. Aunque esto empalma más bien con la tercera razón que impulsa los viajes y sin la cual nada de lo dicho basta por sí mismo. Me refiero a conocer gente. Hoy en día, si no se conoce gente, el viajero se paraliza. Ésta es una de las causas por las que, hablando de otra cosa, cada vez se hacen menos tesis doctorales y, hablando de la que nos trae, por las que la publicidad insiste en el erotismo global. Pues bien, nada como la propia casa para trabar relaciones con personas desconocidas entre las que, no obstante, hallaremos alguien de nuestro agrado, dado que siempre están allí y que nos esperan igual que en los anuncios. No es que nos quieran ni nos dejen de querer, se trata simplemente de que no les importaría que eso pasara. (Incluso no les importaría lo más mínimo, ya ves). Y parece mentira que aquéllos a quienes acabas de conocer sean capaces de producir tanta alegría. Por lo demás, el ahorro es evidente.”[1]
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Del acopio y movilización de recursos de extrañeza también sabía Juan Ramón Jiménez: “A veces, para evitar la monotonía del cotidianismo de pueblo, me invisto de un espíritu de extranjero, y me complazco en observar desde esa distancia a mis… amigos españoles de todos los días.”[2] “Mientras nos sintamos distantes de nosotros mismos, seremos peregrinos entusiastas de nuestro ser”. [3]
Contemplar lo cercano como si estuviera muy lejos, y lo lejano como si fuera inmediato.
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Dos de septiembre: primer día de oficina tras el oasis de agosto. Inmediatamente todo se vuelve a poner en marcha, intentando incluso que creamos que el mecanismo nunca se detuvo –pero sabemos que sí lo hizo–, y uno vuelve a encontrarse como engranaje dentro de la gran maquinaria, haciendo acopio de todas sus fuerzas para no dejarse aplastar. Qué frágiles y preciosas son lo que podríamos llamar las verdades de agosto –ésas que surgen cuando la interrupción del desastroso curso maquinal del mundo se resuelve en desamparo y levedad e iluminación…
Toda máquina es la máquina del desastre: precisamente por lo maquinal que hay en ella.
Los seres vivos resisten contra la muerte, la vida toda se construye en resistencia contra la atracción entrópica: en cambio, toda máquina está más que dispuesta a la autodestrucción.
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No sé portugués, pero algunas de las pocas palabras portuguesas que conozco están entre las más dulces de cualquier idioma: lembrar.
(Membrar, en castellano antiguo –de donde viene remembranza, por ejemplo–, ya es otra cosa. Septiembre, de mí no se miembre, decía el refrán: que no se acuerde septiembre de mí, para no pillar catarros o romadizos. Hoy en día el refrán cobraría un sentido del todo nuevo: que no se acuerde septiembre de mí, para no tener que reincorporarme al tajo, la fábrica o la oficina…)
Si al final de un mes de agosto la gente extrajera las consecuencias adecuadas de semejante experiencia de liberación –por deformada y contrahecha se nos dé en la práctica a todos–, el capitalismo se derrumbaría en los primeros días de septiembre, sin duda alguna. Una incruenta revolución libertaria universal. Pero, como en la historia probablemente no hay atajos, tendremos que seguir las vueltas y revueltas del lento, terrible camino que llevamos ahora…
[Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 29-32. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]
[1] ABC Cultural, 3 de agosto de 2002.
[2] Juan Ramón Jiménez, Ideolojía, Anthropos, Barcelona 1990, p. 133.
[3] Juan Ramón Jiménez: 80 nuevos aforismos (1921-1926), edición de Arturo del Villar, Aula de Literatura “José Cadalso”, San Roque (Cádiz) 1995, p. 25.