Se tradujo y publicó hace un año un Manifiesto de economistas aterrados (Pasos Perdidos, en coedición con Eds. Barataria, Madrid 2010), que halló enseguida bastantes lectores: segunda edición en 2011. Pero los biólogos, los climatólogos, los oceanógrafos, y muchos otros científicos de las diversas disciplinas que se dedican a auscultar el pulso de esta maltrecha biosfera nuestra llevan decenios aterrados: y básicamente seguimos sin hacerles caso. La mayoría de la gente, sin entender siquiera lo que están diciendo.
Me impresionó ayer la columna del “observador global” Moisés Naïm en El País.
Se supone que Naím es uno de quienes sí saben de qué van las cosas: reputadísmo analista internacional con acceso a las mejores fuentes de información, incluso las confidenciales sólo al alcance de quienes tratan casi de tú a tú a los poderosos de este mundo. ¡Este hombre ha sido un altísimo cargo del Banco Mundial, y dirigió Foreign Policy de 1996 a 2010! Y, como se lee en la edición inglesa de la Wikipedia, un autor de mucho éxito: “the author or editor of eight books, including Illicit: How Smugglers, Traffickers, and Copycats Are Hijacking the Global Economy, a best seller selected by the Washington Post as one of the best nonfiction books of 2005. Illicit is published in 18 languages and is the basis of a documentary produced by National Geographic Film and Television for worldwide broadcasting. The documentary won a 2009 Emmy award”.
En su columna “El futuro en 10 preguntas” (El País, 30 de octubre de 2011) la selección de amenazas y problemas es más o menos correcta: uno calentamiento global, dos demografía, tres proliferación nuclear, cuatro formas de gobierno, y así hasta llegar hasta diez: concentración de poder. Pero lee uno su planteamiento acerca de la primera de estas amenazas y se queda estupefacto. Literalmente: “¿Lograremos limitar el aumento de la temperatura de la tierra a tres grados Celsius o habrá subido hasta ocho grados o más? Si el incremento alcanza o sobrepasa los ocho grados, el planeta y sus habitantes enfrentarán realidades climáticas radicalmente distintas de las que hemos tenido hasta ahora. Este ya no es un debate. En los últimos 50 años, la temperatura promedio de la superficie del planeta se ha elevado 0,911 grados. Y el aumento de otros tres grados es ya imparable. La lucha es para evitar que suba más que eso…”
Pero los científicos naturales saben que cuatro grados de incremento (en las temperaturas promedio, con respecto a los niveles preindustriales) significan un genocidio de miles de millones de personas (sí, no cientos, miles de millones) y el final de lo que llamamos “civilización”; y que con ocho grados de incremento no quedarían, con altísima probabilidad, seres humanos vivos en el planeta Tierra. ¿Cómo puede ser que un tipo como Naím ignore las evidencias básicas sobre el calentamiento climático y sus consecuencias sociales?
No logra uno sondear la profundidad del abismal nihilismo de la cultura dominante. No calibra uno del todo la envergadura del negacionismo que impera: y no me refiero al negacionismo parcial que se refiere al cambio climático, sino a ese otro, más general, que rechaza asumir los límites biosféricos y la finitud humana.
Hoy, nos dicen los demógrafos de NN.UU., llega al mundo, en algún lugar de nuestro planeta, el bebé que eleva nuestra población a 7.000 millones de seres humanos. El País de ayer editorializaba y concluía con una sombría advertencia: “…se daría la paradoja de permitir el colapso cuando la humanidad tiene en su mano los mejores medios y los más avanzados conocimientos para evitarlo”.
Uno diría que el capital, y especialmente el capital financiero, siempre ha exhibido un demoníaco gusto por las paradojas.
Capitalismo del siglo XIX con tecnología del siglo XXI: eso es lo que ponen en práctica para «salir de la crisis». Y viven en un mundo imaginario, entregados a fantasías delirantes: para ellos la Tierra es plana y no tiene límites.