“Cuando Andrew Card, el muy influyente jefe de gabinete de la Casa Blanca, volvió a Washington tras pasar casi todas las vacaciones con George W. Bush en el rancho de Tejas, un periodista le preguntó por qué el debate sobre la guerra había sido tan errático hasta entonces y por qué a principios de septiembre el presidente había decidido que invadir Irak era la máxima prioridad del mundo. La respuesta fue concisa: Porque, desde un punto de vista de márketing, uno no presenta nuevos productos en agosto.”[1]
Éste es el nivel de los estadistas del Imperio; ésta es la cultura política que se gastan. Si “Estados Unidos es el único modelo de progreso humano que sobrevive” (declaraciones del presidente Bush en septiembre de 2002), me apunto sin dudarlo un instante a la reacción.
EE.UU., con sus Bush, Rumsfeld y Cheney, tiene en el poder –bien es verdad que después de haber robado unas elecciones, de modo fraudulento— al grupo dirigente más peligroso que ha gobernado nunca una nación industrial desde los tiempos de Hitler, Goebbels y Himmler. Parece una barbaridad cuando lo escribo: pero vuelvo sobre ello, reflexiono y recapacito, y no puedo sino reafirmarlo.
Algunos días después, leo un vigoroso artículo donde Carlos Fuentes propone una comparación semejante. “Los Estados Unidos son el único modelo superviviente del progreso humano, ha declarado Bush jr. Y su consejera de seguridad, Condoleeza Rice, enuncia el corolario de semejante arrogancia: los Estados Unidos deben partir del suelo firme de sus intereses nacionales y olvidarse de los intereses de una comunidad internacional ilusoria. Más claro ni el agua. Los Estados Unidos se consideran modelo único del mundo y se proponen imponerlo sin consideración alguna hacia el resto de la humanidad –todos nosotros, latinoamericanos, europeos, asiáticos, africanos– que apenas somos ‘una comunidad internacional ilusoria’. Pero hay más: el chocolate es espeso. Así como Hitler procedía en nombre del Volk alemán y Stalin en nombre del Proletariado, Bush dice actuar en nombre del pueblo de los Estados Unidos, ‘único modelo superviviente del progreso humano’. Semejante declaración nos coloca de nuevo ante ‘la gran mentira’ que Hitler tan astutamente invocó. ¿Y cuál es la ‘gran mentira’ del régimen de Bush? En términos históricos y culturales, el simple hecho de que Brasil o Francia, la India o Japón, Marruecos o Nigeria, no representen otros tantos modelos válidos de progreso humano, con tradiciones diferentes, con modalidades y objetivos tan dignos de respeto como los que conforman el modelo norteamericano. Lo terrible de una declaración como la de Bush es que, subliminal y luego pragmáticamente, prepara la extinción de todo modelo de progreso que no sea el norteamericano. Con el debido respeto, con la consideración debida a la civilidad democrática norteamericana: así pensaron de sus respectivos modelos Hitler y Stalin”.[2]
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Cuando, en los años veinte del siglo veinte, un ciudadano ingenuo le preguntó a Adolf Hitler qué pensaba de la idea de la paz mundial, su lugarteniente y secretario Rudolf Hess respondió en su nombre que el Caudillo podía desde luego apoyar tal idea: siempre bajo la premisa de que la raza superior asumiese el papel de policía. Para ello debía disponer de todos los mecanismos e instrumentos de poder necesarios, así como suficientes medios materiales de subsistencia; los demás pueblos deberían restringir su uso. (Lo recuerda Carl Amery en ese libro imprescindible que es Auschwitz: ¿comienza el siglo XXI?, y comenta: “lo que significa ‘restringir’ en este contexto quedó claro a partir de 1939”.[3])
Dejando aparte el énfasis racial, ruego que alguien me explique en qué difiere esa política exterior hitleriana de la que están poniendo en marcha los EE.UU. de Bush, Rumsfeld, Rice y Cheney.
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“Mientras crecen las diferencias entre ricos y pobres, el puño oculto del mercado libre ha hecho su obra evidente. Empresas multinacionales acechando ‘gangas’ que producen enormes beneficios no pueden abrirse paso en los países en desarrollo sin la connivencia efectiva de la maquinaria del Estado. Hoy, la globalización corporativa necesita una confederación internacional de gobiernos leales, corruptos y preferiblemente autoritarios en países más pobres para imponer reformas impopulares y aplastar las revueltas. Necesita prensa que aparente ser libre. Necesita tribunales que aparenten administrar justicia. Necesita bombas nucleares, ejércitos movilizados, leyes de inmigración más duras y patrullas costeras vigilantes que aseguren que sólo el dinero, las mercancías, las patentes y los servicios se globalizan; no el libre movimiento de personas, no el respeto por los derechos humanos, no los tratados internacionales sobre la discriminación racial, las armas químicas y nucleares, las emisiones de gases invernadero, el cambio climático o, Dios nos perdone, la justicia. Es como si siquiera un gesto hacia la responsabilidad internacional pudiera hacer naufragar todo el negocio. Casi un año después de que la guerra contra el terror se diese por terminada oficialmente sobre las ruinas de Afganistán, en un país tras otro las libertades se ven recortadas en nombre de la protección de la libertad, los derechos civiles son suspendidos en nombre de la protección de la democracia. Todo tipo de disidencia se define como terrorismo. El Secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, declaró que su misión en la guerra contra el terror era persuadir al mundo que a los norteamericanos debería permitírseles continuar con su modo de vida. Cuando el rey enloquecido da un pisotón, los esclavos tiemblan en sus barracones. Me resulta difícil decirlo pero el modo de vida norteamericano es simplemente insostenible. Porque no reconoce que hay un mundo más allá de los Estados Unidos.” [4]
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Lo que en la cultura cotidiana, la cultura que día a día vive la gente, la cultura en sentido casi antropológico, es destructividad ecológica, la alta cultura lo sublima como arte (e incluso –supremo escarnio– ¡arte que se dice políticamente comprometido contra esa destrucción!).
Lo que en la cultura de todos los días es racismo y xenofobia, la alta cultura lo sublima como líricos elogios del mestizaje y la diversidad.
La tensión en la base se hace insoportable; y en los sublimes mecanismos de destilación de la alta cultura, uno se ahoga. La empresa mecenas del museo de arte moderno de la ciudad es la misma empresa que arrasa los alrededores de la ciudad construyendo autopistas. La empresa que devasta tres continentes con sus prospecciones y explotaciones petrolíferas es la misma que financia la conservación de parques naturales en la metrópoli. Hay que negarse a entrar en semejante lodazal. Trazar una línea, y decir: hasta aquí, y atenerse a ello.
Necesitamos menos artistas de esos que se sienten casi militantes (gratificados por sus variadas actividades sublimatorias), y más militantes. Menos pasajeros de la alta cultura, y más activistas de la cultura de base, rompiéndose los cuernos para cambiar los valores de la gente, ahí donde esos valores pueden quizá ser cambiados.
(De todas formas, amigo, cuidado con las exageraciones: sería un poco mareante estar en contra del racismo por ser racismo, y por otra parte en contra de los proyectos antirracistas por ser “políticamente correctos”.)
- [Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 82-85. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]
[1] Enric González, “EE.UU. y el uso electoralista de la guerra”, El País, 27 de septiembre de 2002.
[2] Carlos Fuentes: “El poder, el nombre y la palabra”, El País, 9 de octubre de 2002.
[3] Carl Amery, Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor, Turner/ FCE, Madrid 2002, p. 93.
[4] Arundhati Roy: «Not again». Publicado en el Guardian Weekly del 3 al 9 de octubre de 2002. Traducción española de Angel Díaz Méndez, aparecida en El grano de arena –correo de información ATTAC N°165.