Un amigo –una generación mayor que yo– suele decir: después de los setenta años se pierde el amor propio. Creo que sería mejor formularlo en términos de descentramiento del ego: bajarlo de ese trono donde solemos tenerlo encumbrado, en algún pretencioso saloncito interior. Pero del amor no podemos prescindir –de ninguna porción de ninguna clase de amor, tampoco de aquél…