Hay una clase de confort en quien se dice: ya todo está perdido, no puedo hacer nada. Sobre todo si esa persona no se encuentra en una situación límite y todavía puede ir tirando. Tal actitud permite continuar refugiado en la indiferencia del espectador, o acogerse a ella. Hay, incluso, un sentido en que el apocalipsis resulta tranquilizador, como advertía Claudio Magris hace años. [1]
Frente al refugio en la indiferencia y la apatía, la consigna del movimiento alternativo alemán que he evocado tantas veces: no tienes ni la menor oportunidad, pero aprovéchala.
[1] En la idea de apocalipsis, ha observado con acierto Claudio Magris, hay algo tranquilizador: la grandeza de un final definitivo que da sentido –aunque sea de esa forma negativa y atroz– a toda la historia anterior, y el consuelo de morir acompañado y pensar que no habrá supervivientes. “La tradicional visión apocalíptica de un fin del mundo (…) permite dominar la angustia de la propia muerte con la imagen de una muerte universal, de hogueras y diluvios en los que todo arde y queda sumergido. Es nuestra muerte individual, solitaria y olvidada en medio del bullicio de las cosas, lo que nos llena de pesadumbre el corazón”. Claudio Magris, “Los consuelos del Apocalipsis”, en Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, p. 22.