He explicado en otros lugares cómo podemos dar por sentada una moralidad del grupo pequeño que cabe explicar a partir de nuestra historia evolutiva. Lo difícil es el paso de esa moral de proximidad a una moral de larga distancia (en el espacio –incluyendo la distancia social- y en el tiempo).[1] El nosotros de la comunidad moral en el endogrupo es un fenómeno humano básico; y sabemos lo fácil que resulta construir un ellos enemigo, a partir de aquel nosotros.
Nosotros frente a ellos es una de las dimensiones esenciales de la tragedia humana, particularmente desde que en los últimos cinco o seis milenios cuajan estructuras de dominación cada vez más poderosas: patriarcado, estado, ejércitos permanentes, imperios… Pero sabemos que, hoy, seguir cohesionando comunidades a partir de autoexpansión y enemigos exteriores lleva a la destrucción del ser humano y la biosfera.
Y entonces ¿nosotros frente a qué? ¿Y si, en vez de buscar chivos expiatorios, intentamos un ejercicio de reflexividad? Nosotros frente a nuestra propia hybris, nuestra propia crueldad, nuestra propia indiferencia, nuestra propia xenofobia; frente a los aspectos monstruosos de lo que nosotros mismos somos. Se trataría de una operación análoga al “dominar nuestra dominación” que en alguna ocasión he propuesto a partir de Walter Benjamin.[2]
La “política del Antropoceno” que necesitamos: construir las instituciones necesarias para la autocontención colectiva igualitaria. O si se quiere decir de otro modo: constricción reciproca al decrecimiento con justicia. Ése es el envite crucial –en el que estamos fracasando de forma clamorosa.
[1] Jorge Riechmann, Ética Extramuros, eds. UAM, Madrid 2016, capítulo 6.
[2] Escribió Benjamin en Dirección única, un libro de apuntes, fragmentos y agudezas publicado en 1928: “Dominar la naturaleza, enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es el dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad” (Walter Benjamin, Dirección única, Alfaguara, Madrid 1987, p. 97). Se trataría entonces de dominar no la naturaleza sino la relación entre naturaleza y humanidad. Dominar nuestro dominio: creo que esta idea sigue siendo inmensamente fecunda en el siglo XXI. Se trata, de alguna manera, de llevar la enkráteia que encomiaban Sócrates y Aristóteles del ámbito personal al socioecológico, transformando el autodominio del varón prudente en autocontención civilizatoria. Todas las relaciones humanas entrañan ejercicio de poder: insistía en ello un filósofo como Michel Foucault (en la estela de Nietzsche). Pero si, en un ejercicio de reflexividad guiado por los valores de la compasión, trato de dominar no al otro sino mi relación con el otro, si trato de dominar mi dominio, de autocontenerme, se abren impensadas posibilidades de transformación. De verdadera humanización para esos inmaduros homínidos que aún seguimos siendo.