Escribía hace un tiempo el profesor Ramón Alcoberro (de la Universitat de Girona): “Uno de los peores errores de los ecologistas es su absurda ‘pedagogía de la catástrofe’. La historia demuestra que frente a las catástrofes lo que triunfa es el egoísmo más galopante, o en el peor de los casos la solución totalitaria de un Hitler o un Stalin.”[1] Uno cree advertir cierta confusión: es como si se atribuyera al ecologismo cierto regodeo en una estrategia de “cuanto peor mejor”, en contra de toda evidencia… Lejos de complacerse en las catástrofes, lo que el ecologismo ha hecho sin descanso –desde hace medio siglo— es tratar de prevenirlas. Lo que ha hecho es señalar hacia las rutas que nos llevan a un despeñadero y decir una y otra vez: por ahí no. Sus problemas son los que, desde hace muchos siglos, hemos categorizado como “síndrome de Casandra”. Quizá Casandra pueda aprender a “comunicar mejor” (es lo que se le recomienda muchas veces al ecologismo), pero desde luego no es ninguna “pedagoga de la catástrofe”.
[1] Ramón Alcoberro, “Decrecimiento contra decadencia”, Barcelona Metrópolis 75, verano de 2009, p. 14.