Esta dolorosa, angustiosa, extenuante obsesión por ser… ¿Y si fuéramos capaces de aceptar –siquiera un poquito— más bien nuestro no ser? ¿Y si prescindiéramos una miajita de ese vital reconocimiento por parte de los otros, que tanto anhelamos? “Me dejo suceder”, decía Clarice Lispector. ¿Y si fuéramos capaces de dejarnos transcurrir, ocurrir, suceder, pasar –y finalmente desaparecer? ¿Y si fuéramos capaces de asumir nuestra finitud, hasta el fondo, y de someter a cierta dieta al insaciable ego –lograr, al menos, que dejara de comer carne?