¿por qué la poesía –con la que está cayendo?

Notas para la conferencia homónima

en el local de Ecologistas en Acción de Madrid, 29 de febrero de 2012

 

“La poesía creó la tierra/ La tierra creó el agua/ El agua creó la madera/ La madera creó la hoja/ La hoja creó el aire/ El aire creó el jilguero/ El jilguero creó la poesía”

Joseba Sarrionandía

 

1. Seres de lenguaje

¿Por qué es tan importante la poesía? La respuesta más breve diría: porque somos seres de lenguaje. Los humanos somos seres esencialmente lingüísticos, lo somos medularmente. El rasgo que más nos distingue de los demás seres vivos con los que compartimos la biosfera es el lenguaje –la clase de lenguaje de doble articulación que es el nuestro, con su enorme potencia simbolizadora.

 

(Otros apuntarán hacia la técnica; aún otros hacia la conciencia de la muerte. Baste señalar aquí que tanto la primera como la segunda están íntimamente conectadas con el lenguaje.)

 

El lenguaje, una herida (la conciencia lingüística, por ejemplo, como la de un ser que sabe que va a morir y que está desamparado ante la muerte); el lenguaje, lo que puede –a veces– curar esa herida. En ese espacio –el de una herida— trabaja la poesía.

 

Porque somos seres de lenguaje, la poesía –que es algo así como lenguaje en su máxima intensificación; lenguaje inquieto, indagador, a veces un poco enloquecido— nos toca muy de cerca. Nos atañe especialmente. Y cuando nos dejamos guiar por ella, pueden abrírsenos puertas insospechadas.

 

2. Indagación

Mucha gente escribe poemas al salir de la infancia, o en la adolescencia. Yo también lo hacía cuando tenía trece o catorce años. Luego muchos abandonan.

 

Solemos escribir a esa edad para expresarnos. Para comunicar al mundo –o a una persona muy concreta— que estamos muy bien o muy mal. Escribimos, al salir de la infancia o en la adolescencia, muchos poemas de amor y poemas de angustia.

 

Pero, si uno o una no deja de escribir al salir de la adolescencia, se da cuenta de que la poesía sirve para algo mucho más importante. Se me ocurren siete formas en que la poesía puede ayudarnos (voy a ir enumerando.)

 

(A) Poesía para indagar; candela que alumbra en la noche oscura (a veces, bastón de ciego que nos permite tantear en el camino); brújula para orientarse en el “mundo grande y terrible” (Antonio Gramsci).

 

Esta función de la poesía como herramienta de exploración y descubrimiento es quizá aún más importante de lo que lo fue en el pasado. Explorar en los mundos de la imaginación… para no tener que equivocarnos tanto en el mundo real.

 

3. Desalienación

(B) Poesía para desalienarnos. Tenemos la cabeza ocupada todo el día con lo que no es nuestro. Nuestra propia vida se ve invadida, colonizada: nuestra vida que solamente nosotros podemos vivir.

 

Contenidos de conciencia prefabricados y ajenos: la televisión, los vídeos en internet, los diarios deportivos, los videojuegos, los bestsellers… En la época en que probalemente estamos más alienados que nunca, ¿por qué hemos dejado de usar la palabra alienación?

 

Frente a eso, decir nuestra propia palabra, la que nadie más puede decir (¡pensemos también en el psicoanálisis!); la que puede quizá explicarnos a nosotros mismos.

 

4. Crítica y utopía

Sigamos adelante. Hemos visto dos funciones de la poesía. Voy a sugerir cinco más[1], hasta siete en total.

 

(C) La doble dimensión –crítica y utópica— de la función poética del lenguaje. No cabe ignorar que hay en la poesía, con independencia de que aborde o no temas “sociales” o ecológicos, un elemento intrínsecamente cuestionador, subversivo, insurreccional. Con sus recursos propios, metonímicos y sobre todo metafóricos, lo que la poesía hace incesantemente es aproximar lo lejano, conectar lo desconectado, establecer vínculos que antes no existían. Este trabajo de creación de vínculos, ínsito a la función poética del lenguaje, resulta profundamente perturbador para el orden de las categorías establecidas: se trata de una potencia dinámica que continuamente busca poner en movimiento lo quieto, y sin cesar desbarata los equilibrios estabilizados. Es el gran viento de las comparaciones, y todavía más de las metáforas: “Un viento que refresca, reúne y separa. /Elimínalo y cubrirás el mundo con cemento,/ serás siervo de las cosas”[2].

 

La función poética del lenguaje pone siempre en acción esa dimensión crítica. Pero se puede ir un paso más allá y señalar que igualmente pone en acción una dimensión utópica, en la medida en que remite, de alguna forma, a un profundo anhelo de unidad total. Señala un horizonte utópico de vinculación entre lo vivo y lo inanimado, entre lo visible y lo invisible, entre lo próximo y lo lejano. Como dice el texto siux, “todo lo viviente está unido por un cordón umbilical. Las altas montañas y los arroyos, el maíz y el búfalo que pace, el héroe más valiente y el tramposo coyote…” (de la compilación de poesía aborigen Colibríes encendidos).

 

No hay ser humano sin lenguaje, no hay lenguaje sin metáfora, y no hay metáfora que no ponga en movimiento esta doble dimensión. Dimensión crítica –puesta en entredicho de los sistemas categoriales petrificados— y dimensión utópica –sueño de vinculación cósmica— consustanciales a la función poética del lenguaje en todos sus usos, y no sólo en los usos poéticos del mismo.

 

Otro mundo es posible no es en primera instancia una consigna política: es la experiencia de la poesía.

 

5. Sentido

(D) Nuevas propuestas de sentido para la existencia humana. Dice un verso de William Carlos Williams (que cita a veces Ray Loriga): “La única manera de darle sentido a la vida es reconocerla con la imaginación y nombrarla”.

 

Lo cierto es que los seres humanos estamos casi siempre hambrientos de sentido… y nos cuesta muchísimo aguantar la ausencia de sentido. Pero nuestra situación es difícil. Hoy, en los siglos XX y XXI, vivimos después del “Dios ha muerto” de Nietzsche (léase: no hay verdades ni valores garantizados metafísicamente, desprendámonos de la superstición del Absoluto). Y deberíamos añadir además: la Pachamama no cuidará de nosotros (antes bien al contrario: deberíamos ser nosotros quienes tratásemos de cuidar de la vulnerable Pachamama)[3].

 

Asumamos entonces que estamos en una era “posmetafísica”. El enorme vacío de sentido que causó la “muerte de Dios” trataron de suplirlo ideologías políticas totalizantes de las que hoy desconfiamos con razón; y también una desbordante oferta de mercancías en las sociedades del capitalismo fordista y posfordista. El consumismo como sucedáneo del sentido de la vida.

 

Pero sabemos que en una sociedad sostenible deberían disminuir los flujos de energía y materiales que atraviesan nuestro sistema productivo: eso quiere decir que nuestra producción industrial tendría que ser distinta, más ahorradora de recursos naturales, menos generadora de residuos, y que en general la vida de los seres humanos sería menos dependiente del consumo creciente de nuevos bienes materiales y servicios mercantilizados.

 

Esto último tendría como consecuencia, tal vez, que las actividades de relación con otros seres humanos (y de nuevo volvemos a la idea de vinculación) tomarían una nueva y mayor relevancia –y que dentro de ellas tendrían más importancia las actividades artísticas, poéticas en el sentido etimológico de la palabra (creación). Si se quiere en forma de consigna: más diálogo, más sexo y más canción; menos automóviles, menos televisores y menos viajes al Caribe.

 

A lo largo de la historia de la humanidad, el arte siempre ha hecho propuestas de sentido a la existencia humana; y ahora necesitamos cambiar radicalmente el sentido de nuestra existencia. Los centenares de millones de personas que hoy buscan este “sentido de la vida” en la capacidad de provisión de cada vez más mercancías deberían quizá considerar que una existencia plena tiene mucho más que ver con actividades satisfactorias en el terreno de la creación y de la relación con los demás. Ahí es donde tanto el arte como la educación, la filosofía y la ciencia podrían desempeñar un papel fundamental.

 

6. Caminar ligeramente

(E) Caminar ligeramente sobre la Tierra. Para el potente movimiento de autolimitación que necesitamos en lo que se refiere a uso de materiales, energía y territorio, todas las actividades poco intensivas en energía y materiales, y muy intensivas en tiempo y esfuerzo, serán bienvenidas. Entre estas últimas, el cultivo de artes como la música o la literatura son ejemplos sobresalientes.

 

Una vida humana rica en logros puede suponer sólo una ligera carga sobre la biosfera –a condición de reorientar hábitos, valores y prioridades.

 

7. Compensaciones

(F) Compensaciones. La creación humana puede compensar las carencias y frustraciones de otros deseos. Éste es un tema que Sigmund Freud desarrolló ampliamente, como se sabe (la libido desplaza instintos que no se pueden satisfacer, sublimándolos en forma de creaciones artísticas o científicas). Entre los filósofos contemporáneos, Odo Marquard ha analizado profundamente los tejemanejes de la compensación, hasta el punto de proponer una visión del ser humano como Homo compensator: “Lo absoluto –lo perfecto sin más, lo extraordinario— no es humanamente posible, porque los seres humanos son finitos. ‘Todo o nada’ no es para ellos una divisa practicable: lo humano yace en el medio, lo verdadero es lo medio. Los seres humanos son así, deben y pueden hacer algo en vez de otra cosa, y lo hacen: cada ser humano es, en primer término, un bueno-para-nada que, secundariamente, se convierte en un Homo compensator”.[4]

 

8. Arte de vivir

(G) Arte de vivir. ¿Qué nos recuerda la poesía? Que lo esencial de la vida, lo que realmente importa, es algo que está más allá de la estadística y la máquina, de la prisa y las ocupaciones, del ruido y el progreso: algo que tiene que ver con la respiración, el vínculo y el silencio. Y que ese algo difícil de cerner está siempre ahí.

 

El poeta turco Nazim Hikmet aconseja: “Has de tomar tan en serio el vivir/ que a los setenta años, por ejemplo,/ si fuera necesario plantarías olivos/ sin pensar que algún día serán para tus hijos;/ debes hacerlo, amigo, debes hacerlo/ no porque, aunque la temas, no creas en la muerte,/ sino porque vivir es tu tarea.” Y el poeta venezolano Eugenio Montejo describe su labor: “Ando buscando una música donde quepan las cosas y un poco de tiempo donde quepa la música.”[5]

 

“Perfeccionar el arte de vivir” en vez de “estar absorbidos por la preocupación constante por el arte de progresar” (vale decir, de crecer económicamente), recomendaba John Stuart Mill ya en 1848.[6] ¿Le haremos caso alguna vez? Si se lo hacemos, no deberíamos dudar de que la poesía puede ser una excelente maestra en el arte de vivir.

 

Hacer arte y artesanía con el lenguaje nos enseña –debería enseñarnos— a hacer arte y artesanía con la vida, puesto que –he de insistir— somos seres medularmente lingüísticos. Y ésta última es una tarea inesquivable… “Nuestra vida, tanto si lo sabemos como si no, y tanto si nos gusta esta noticia como si la lamentamos, es una obra de arte. Para vivir nuestra vida como lo requiere el arte de vivir, como los artistas de cualquier arte, debemos plantearnos retos que sean (al menos en el momento de establecerlos) difíciles de conseguir de entrada (…). Tenemos que intentar lo imposible.[7]

 

9. Apocalipsis

Unas palabras sobre la cuestión del apocalipsis, puesto que vivimos en tiempos donde barruntamos peligros que nos sitúan en la vecindad de un “final de los tiempos” –o al menos de una “nueva Edad Media”[8]. La siguiente anécdota me la transmitió mi tío, el ingeniero de minas y ambientalista industrial Paco Román: un cura de la vieja escuela predicaba sobre los males del infierno, sobre la infinitud de las penas y de los sufrimientos del condenado. En medio de un silencio sobrecogedor, se levantó uno de los feligreses y dijo: “Padre, si hay que ir al infierno se va, ¡pero sin acojonar!”

 

Si hay que ir al ecocidio, a las “guerras climáticas” (Harald Welzer) o a la implosión social del capitalismo neoliberal se va… pero tratemos de no ir demasiado acojonados.

 

Por una parte, «uno requiere lo que yo llamo imaginación apocalíptica para aprehender las realidades de nuestro tiempo. Hay que vivir con una imaginación apocalíptica porque así lo impone la naturaleza misma de nuestras posibilidades destructivas.» Esto nos lo advertía un importante estudioso, Robert J. Lifton, en 1973. Era verdad entonces y todavía es más verdad ahora.

 

Desde hace más de cuatro decenios –desde el primer informe al Club de Roma en 1972, si se quiere fechar un acontecimiento–, la prognosis de que seguir adelante con el crecimiento económico cuantitativo nos lleva al desastre está sólidamente fundada. Cuarenta años después, las sociedades industriales siguen siendo sociedades de crecimiento –eso sí, adjetivando “crecimiento sostenible” por mor de la corrección política–, donde el norte del rumbo económico-social continúa imperturbablemente cifrado en el crecimiento. Por eso no podemos dejar de hablar de nihilismo. El poeta sueco Artur Lundkvist lo formulaba así en aquellos años (en su libro Demoníaco Edén, de 1973):

 

“¡Ya vienen! ¡Ya vienen los tan esperados y temidos jinetes! ¡Ya llegan los cuatro jinetes!

         Pero no tienen el aspecto que habíamos imaginado. No parecen amenazadores ni espantosos, ni repulsivos ni terribles. Al contrario, parecen alegres y joviales, llevan ropas de vivos colores, y sus caballos brillan lustrosos, con cascos de laca roja y crines que flamean en rubias olas…”

 

Pero por otra parte, en el discurso apocalíptico hay casi siempre algo de confort intelectual, o al menos una pendiente que nos inclina hacia ese confort. Y precisamente la crisis ecológico-social debería vedar que nos acomodásemos en cualquier clase de confort –tampoco el confort intelectual.

 

En efecto, en la idea de apocalipsis, como ha observado con acierto Claudio Magris, hay algo tranquilizador: la grandeza de un final definitivo que da sentido –aunque sea de esa forma negativa y atroz– a toda la historia anterior, y el consuelo de morir acompañado y pensar que no habrá supervivientes. “La tradicional visión apocalíptica de un fin del mundo (…) permite dominar la angustia de la propia muerte con la imagen de una muerte universal, de hogueras y diluvios en los que todo arde y queda sumergido. Es nuestra muerte individual, solitaria y olvidada en medio del bullicio de las cosas, lo que nos llena de pesadumbre el corazón”.[9]

 

Pero la vida real no es una película de Hollywood –ni comedia romántica ni drama de catástrofes–, y hay que evitar que nuestra propia dinámica psíquica reproduzca esas pautas deleznables. Lo que de verdad debería ocuparnos no son las fantasías del Armagedón final sino la omnipresencia del apocalipsis cotidiano. El daño a la biosfera y el socavamiento de la autonomía del ser humano se están produciendo ahora; el trabajo de los poderes económico-políticos contra las alternativas que nos salvarían está teniendo lugar ahora. El momento de la verdad es ahora.

 

10. Humanismo[10]

Adorno decía que, en política, lo que no es teología es comercio. A quienes nos negamos a olvidar la primera componente, los listos de este mundo nos llaman ingenuos.

 

Cuando yo tenía veinte años, leía a Nietzsche y a Michel Foucault y me reía del humanismo. Hoy, a punto de cumplir cincuenta, me río de mi inconsciencia de entonces –y me da miedo. (No digo que no valga la pena leer a Nietzsche y a Foucault.)

 

El principio del humanismo dice: ningún ser humano, en su vida compartida, es reemplazable[11].

 

El principio de la poesía reza: ninguna palabra, en su contexto de sentido, es sustituible.

 

El principio del abominable mundo político-económico donde vivimos dice: todo es mercancía (y toda mercancía es por definición reemplazable). Por eso la poesía, hoy, no puede esquivar la insurrección, ni –en la preparación de ésta— la alianza con el humanismo.

 



[1] Tomo las líneas que siguen de un texto anterior, “Sobre poesía y ecocidio”, publicado en Entre la cantera y el jardín (La Oveja Roja, Madrid 2010).

[2] Harry Martinson, Entre luz y oscuridad, Nórdica, Madrid 2009, p. 242.

[3] Desde esas premisas, dos grandes opciones se abren ante nosotras y nosotros. Podemos concluir que, dado que no hay un Padre Todopoderoso que imponga normas, el fuerte debe dominar al débil. Mas podemos concluir también que, dado que somos huérfanos, deberíamos cuidar unos de otros… Ésta última opción es la del ecosocialismo y el ecofeminismo. Pero éste sería asunto para otra conferencia…

[4] Marquard, Felicidad en la infelicidad, Katz, Buenos Aires 2006, p. 9. Véase más por extenso  Marquard, Filosofía de la compensación, Paidos, Barcelona 2001. Por otra parte, no debemos pensar que este sistema de compensaciones y sublimaciones quede reservado a una elite intelectual para aplicarlo a “altas ocupaciones”, como el arte o la ciencia. “Los procesos creativos, según los investigadores de nuestro siglo, son los mismos al cultivar un jardín, hacer una colcha o enunciar las leyes de la termodinámica. Maslow es uno de los psicólogos contemporáneos que más ha luchado contra el prejuicio de mantener la creatividad en la reserva del arte y la ciencia alejada de la gente ‘normal’”, explica Josep Muñoz Redon (Filosofía de la felicidad, Anagrama, Barcelona 1999, p. 142).

[5] Entrevista en Laura Antillano, La palmera luminosa –entrevistas, Universidad de Carabobo, Venezuela 1999, p. 89.

[6] John Stuart Mill, Principios de economía política, FCE, México 1985, p. 643.

[7] Zygmunt Bauman, El arte de la vida, Paidós, Barcelona 2009, p. 31.

[8] José David Sacristán de Lama, La próxima Edad Media, Edicions Bellaterra, Barcelona 2008.

[9] Claudio Magris, “Los consuelos del Apocalipsis”, en Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, p. 22.

[10] Introduzco aquí un fragmento de “Las masas entretenidas”, publicado en Resistencia de materiales (Montesinos, Barcelona 2006).

[11] Gustavo Martín Garzo evoca aquel apólogo jasídico donde un rabí dice: “En cada uno hay algo precioso que no existe en nadie más” (El hilo azul, Aguilar, Madrid 2001, p. 14).