¿progreso?
Jorge Riechmann
1
¿Sabría usted reconocer una trampa del progreso si la tuviese delante de los ojos?
Quizá no haya otra pregunta más importante hoy para nosotros, los habitantes del tercer planeta del Sistema Solar, en el segundo decenio del siglo XXI.
2
Al final de esta reflexión volveremos a la cuestión de las trampas del progreso. Pero veamos antes cuál es la visión convencional del progreso que aún hoy, de manera estupefaciente, sigue hechizando a nuestras sociedades. Puede servir para ello un artículo reciente de José Ramón Lasuén, catedrático (emérito) de Teoría Económica y presidente del Club de Roma/ Aragón: “El progreso que hay que alcanzar en las dos próximas décadas para salvar al mundo del estancamiento o de la implosión no lo puede llevar a cabo fundamentalmente EEUU, como hasta ahora, porque está exhausto. (…) El liderazgo de ese impulso, aún por decidir, habrá de ser occidental, encabezado por Europa. Hay acuerdo, en cambio, acerca de cuál debe ser su contenido: la maduración y el desarrollo de la informática, de la inteligencia artificial y de la robótica constituirán su núcleo hasta el final de la primera mitad del siglo. Pero también destacarán la ciencia y la tecnología cuánticas, fundamentos de la nanotecnología y la biotecnología, que madurarán en su segunda mitad” (Lasuén, “Desocupación y reeducación”, Heraldo de Aragón, 8 de agosto de 2017).
Impresiona constatar cómo gente tan lista, en el segundo decenio del siglo XXI, sigue escribiendo como si nos hallásemos en la segunda mitad del XIX: cifrando las perspectivas de avance humano en un desarrollo tecnológico explosivo cuya condición principal, no advertida, es la existencia de una “Tierra plana” (un mundo imaginario capaz de suministrar cantidades infinitas de recursos naturales y absorber cantidades infinitas de contaminación). Lo de menos es la campanuda seguridad futurológica (esas tecnologías cuánticas que madurarán en la segunda mitad del siglo actual). Si hay historiadoras en el siglo XXII, uno de los enigmas a que se enfrentarán será el siguiente: ¿cómo fue posible que en la segunda mitad del siglo XX, cuando se agolpaban los síntomas de overshoot ecológico, las clases dirigentes y los intelectuales del mundo entero se las apañasen para ignorar los análisis de Nicholas Georgescu-Roegen y la escuela de economía ecológica que él contribuyó a fundar? ¿Cómo explicar que no se hiciera caso de las advertencias científicamente fundadas de The Limits to Growth, el primer informe al Club de Roma que se hizo público en 1972? ¿Cómo el pensamiento económico se jibarizó hasta el punto de alentar la superstición de que una tecnociencia mágica iba a ser capaz de derrotar las leyes básicas de la naturaleza- comenzando por el segundo principio de la termodinámica, la ley de la entropía?
3
Un paso notable de la XIV carta a Lucilio de Séneca nos da que pensar. Entre los males que afligen al cuerpo los principales son la pobreza, las enfermedades y “las cosas que entraña la violencia del más fuerte” (incluyendo aquí torturas y ejecuciones). Lo interesante es que el filósofo estoico romano-cordobés clasifica a la pobreza y la enfermedad como “males naturales”, mientras que para nosotros –dos milenios más tarde- la pobreza, y muchas clases de enfermedades evitables, son claramente males sociales. Aquí constatamos progreso: a medida que ha ido aumentando nuestro dominio sobre algunos procesos naturales, ciertas categorías de mal humano han ido desplazándose de lo natural a lo social, admitiendo por tanto intervención paliativa o remediadora (bienvenido sea este proceso). Los antibióticos pueden servir aquí como paradigma: las infecciones que han dañado tantas vidas humanas desde el comienzo de los tiempos son en alta medida controlables desde mediados del siglo XX. El mal natural bacteriano se convierte en mal social: lo llamamos acceso a medicamentos esenciales (el cual sigue siendo, huelga decirlo, un lacerante problema de justicia global hoy en día).
Y sin embargo ¿no surgen problemas? Los mismos antibióticos pueden servirnos aquí como ilustrativo ejemplo. Pues el mal uso de los mismos (por exceso), sobre todo para promover el crecimiento de los animales criados en los infiernos de la ganadería industrial, conduce a una desactivación de su benéfico potencial. Aparecen resistencias bacterianas cada vez más intratables, incluso para los antibióticos “de último recurso” (como los carabapenémicos por ejemplo). Hace no mucho, en abril de 2017, por ejemplo, un equipo de investigadores de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) halló en perros el primer caso de una bacteria hospitalaria resistente a la tigeciclina, antibiótico de último recurso, lo que supone “una seria amenaza para la salud pública”. Las advertencias de las autoridades sanitarias (incluyendo la OMS, en primera línea) se han multiplicado desde hace años.
El mal natural que se había transformado en mal social ¡vuelve a convertírsenos en mal natural –por que estamos haciendo mal las cosas! El tiro nos sale por la culata. Aquí encontramos una pauta que de hecho resulta bastante general: un exceso de progreso muta en su contrario (podríamos hablar de “retroprogreso”, como yo lo hacía años ha en el capítulo 12 de mi libro Un mundo vulnerable, 2000 -sin conocer por entonces las reflexiones de Salvador Pániker sobre lo retroprogresivo en su libro Aproximación al origen). El exceso de desarrollo se convierte en un negativo sobredesarrollo. Aparecen fenómenos de contraproductividad (una categoría básica de Iván Illich).
4
Pondré otro ejemplo –pero no se trata de anécdotas, hay categorías detrás. En Bangladesh, hace ya lustros, se decidió potenciar la exportación de ancas de rana. Había que modernizar y desarrollar el país según la vulgata de las instituciones financieras internacionales, y qué mejor vía que aprovechar la presunta ventaja comparativa en ranas. Pero al no tener en cuenta la importante función de control de insectos dañinos que ejercían los batracios, la brillante idea produjo como indeseado efecto colateral grandes plagas agrícolas… que obligaron a importar plaguicidas químicos gastando tres veces más que lo obtenido gracias al comercio con las ranas (y ello sin entrar en los problemas de contaminación asociados con los plaguicidas). ¡Brillante forma de progresar!
Una recurrente situación contemporánea parece ser que más allá de ciertos límites, nuestros esfuerzos por “progresar” se vuelven regresivos. A partir de cierto punto, y como en una maldición de sueño o de cuento de hadas, se diría que cada intento de adelantar un paso nos arroja varios pasos hacia atrás. En nuestras progresistas sociedades del capitalismo tardío, hemos sobrepasado con creces este punto. Hay que darle la razón al novelista Miguel Delibes cuando en 1975 –en su discurso de recepción en la Academia, dramática pero sobriamente titulado “Un mundo que agoniza”– advertía: “Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica.”
5
Para entender lo que pasa aquí hemos de situarnos en un plano muy básico, ontológico. El Mito del Progreso tal y como se configuró con la Modernidad europea, y especialmente en el siglo XIX, está asociado a una concepción del mundo muy concreta: la imagen mecanicista del mundo, cartesiana-newtoniana, que nos incita a pensar en el cosmos (y en todas sus criaturas) como mecanismos gigantescos, una suerte de gran reloj universal que contiene infinidad de máquinas más pequeñas. La idea de progreso lineal impulsado por los avances tecnológicos y el crecimiento económico está asociado con aquella inadecuada ontología, y con la reductiva antropología del Homo economicus (sobre esto han escrito en nuestro país mucho y bien economistas ecológicos como José Manuel Naredo y Federico Aguilera Klink).
Pero si partimos de una ontología más adecuada, una donde el concepto básico sean los sistemas complejos adaptativos, vamos a llegar a una visión mucho más matizada del progreso. Desde los años cuarenta del siglo XX se gestó, en efecto, un cambio de perspectiva científica de enorme trascendencia. Por decirlo en dos palabras, la visión mecanicista centrada en relaciones lineales de causa-efecto se vio desafiada por el enfoque cibernético y sistémico sensible a las realimentaciones (feedback). Y en ese mundo de sistemas y realimentaciones (que es el mundo real), sabemos que al intentar maximizar una variable típicamente deprimimos otras (de ahí el “tiro por la culata” del retroprogreso). No nos hallamos dentro de un “mundo-máquina”, una suerte de laboratorio/ fábrica gigantesco donde todo parece predecible y controlable, sino en una biosfera intrincadamente compleja, con redes de causa-efecto a veces inescrutables, con sorpresas sistémicas, efectos de umbral, irreversibilidades y sinergias múltiples.
Maximizar tiene sentido, básicamente, para las máquinas; no para los organismos ni para los ecosistemas. De forma más general, no tiene sentido para los sistemas complejos adaptativos, con características como: no linealidad, propiedades emergentes, efectos de umbral, retrasos entre causas y efectos, irreversibilidades… La racionalidad maximizadora (que caracteriza a la tecnociencia y a la economía capitalista contemporánea, y sobre la que se apoya el Mito del Progreso) choca contra lo que de manera provisional podemos llamar “racionalidad ecológica” (Traté esto por extenso en “Hacia una teoría de la racionalidad ecológica”, capítulo 2 de mi libro La habitación de Pascal, Libros de la Catarata 2009).
6
Homo sapiens acumula cantidades ingentes de conocimiento, suele decir John Gray, pero parece congénitamente incapaz de aprender de la experiencia. Si los seres humanos que vivimos bajo relaciones sociales capitalistas fuésemos capaces de aprender de la historia, 1945 tendría que haber supuesto una divisoria de aguas. La evidencia de que entre las posibilidades de despliegue de la Modernidad se encontraba el genocidio industrial de pueblos enteros (con la salida a plena luz de los horrores de la Shoah) y la autodestrucción de la humanidad con armas atómicas (tras la aniquilación de Hiroshima y Nagasaki por la aviación de EEUU) hubiera debido conducir a Homo sapiens a replantearlo todo. En 2014 la activista y ensayista Naomi Klein, estremecida por la dinámica aterradora del calentamiento global, gritó al mundo: esto lo cambia todo (This Changes Everything, Simon & Schuster 2014; hay traducción al español). Todo hubiera tenido que cambiar, sí. Hace muchos decenios… “No sé los horrores que nos aguardan” –escribía Bertrand Russell en 1961- “pero nadie puede dudar de que, a menos que se haga algo radical, el hombre de la era científica está sentenciado. En el mundo en que vivimos existe un activo y dominante deseo de muerte que, hasta ahora, en todas las crisis, ha podido más que la cordura. Si hemos de sobrevivir, tal estado de cosas no debe continuar” (¿Tiene el hombre un futuro?, Aguilar, Madrid 1962).
Hannah Arendt escribió en 1968 que “por primera vez en la historia, todos los pueblos de la Tierra tienen un presente común” (en su ensayo sobre Karl Jaspers en Hombres en tiempos de oscuridad), resaltando el aspecto de solidaridad negativa, avivada no tanto por aspiraciones positivas comunes sino por el miedo a la destrucción global: sobre todo, la guerra nuclear. En 1972, la primera de las conferencias mundiales de NNUU sobre medio ambiente se celebró en Estocolmo bajo el lema Una sola Tierra (Only One Earth). Aunque ese diagnóstico de un solo tiempo y espacio para una sola humanidad requiere matiz (Francisco Fernández Buey escribió muchas veces sobre la no contemporaneidad en la historia mundial), capta algo muy importante que podemos quizá recoger en la noción de panhumanidad. El surgimiento de una sola humanidad en un sentido significativo tendría que haber conducido a un estadio moral nuevo, que por ejemplo los movimientos ecologistas invocaron desde los años setenta bajo la noción de conciencia de especie.
No obstante, la tendencia en ese sentido que se hacía patente en los años sesenta y setenta tuvo que retroceder a partir de los ochenta, a medida que iba ganando posiciones la “nueva razón del mundo” neoliberal, rabiosamente contraria a los elementos de solidaridad planetaria y primacía del bien común que encarnaba la conciencia de especie. Por desgracia, ello ha agudizado la crisis de civilización consustancial al capitalismo casi desde sus orígenes hasta un extremo que hoy cabe describir como guerra civil global. Las perspectivas son sombrías. Como señala Pankaj Mishra en La edad de la ira: “Las dos formas en que la humanidad puede autodestruirse –la guerra civil a escala mundial o la devastación del medio ambiente- están convergiendo rápidamente” (Galaxia Gutenberg, Barcelona 2017).
7
Si no detenemos a corto plazo las desbocadas emisiones de GEI (gases de efecto invernadero) –y nada indica, por desgracia, que vayamos a ser capaces de hacerlo-, vamos hacia un calentamiento global rápido e incontrolable, que se llevará por delante lo que llamamos civilización y puede suponer incluso la extinción de la especie humana. Y el calentamiento climático en curso es sólo uno de los procesos destructivos que visibilizan el violento choque de las sociedades industriales contra los límites del planeta Tierra.
Desde 1972, las curvas de catástrofe generadas por modelos de dinámica de sistemas como World-3 (que estaba en la base del estudio The Limits to Growth y hoy se prolonga en los trabajos del equipo multinacional y multidisciplinar que lleva adelante el proyecto MEDEAS, financiado por la Comisión Europea) nos señalan con meridiana claridad que la intuición de Walter Benjamin en 1940 era correcta: “Quizá las revoluciones [no son las locomotoras de la historia universal, como afirmaba Marx, sino que] son recursos al freno de emergencia por parte del género humano que viaja en ese tren.” Si hoy la prolongación del desarrollo lleva al colapso ecológico-social, progreso sería ganar cierto control sobre el vehículo embalado para ser capaces de detenernos. Momento de parar, proclamaba el artista canario César Manrique en su manifiesto de 1985; Parar en seco, insiste dramáticamente el escritor colombiano William Ospina en 2017 (Navona Editorial, Barcelona). Frenar o al menos ralentizar para variar el rumbo –porque prolongar la trayectoria actual nos precipita al abismo. ¿Está a nuestro alcance el recurso al freno de emergencia?
8
Los hombres, dice Spinoza, imaginan a dioses para que dirijan “la naturaleza entera en provecho de su ciego deseo e insaciable avaricia” (“Apéndice” a la parte primera de la Ética). Después, en estadios posteriores de la Modernidad, la racionalización social y la tecnociencia tomarán el relevo. Hemos considerado progreso, sobre todo, una dominación creciente sobre la naturaleza; y no nos damos cuenta de que, al progresar en este sentido, llegamos a puntos de inflexión y se desencadenan fenómenos de contraproductividad (como antes mencionamos, una categoría básica de Ivan Illich). Demasiado progreso muta en su contrario. Cornelius Castoriadis cifraba el principio básico de la Modernidad europea en la expresión “la expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional” (puede verse por ejemplo en Cornelius Castoriadis y Daniel Cohn-Bendit, De la ecología a la autonomía, Mascarón, Barcelona 1982): hemos ido demasiado lejos por ese camino.
¿Qué puede significar progreso hoy, habida cuenta de los fenómenos de retroprogreso y contraproductividad que antes analizamos someramente? A mi entender, algo así: mejora de la condición humana en un marco de simbiosis con la naturaleza –renunciando al proyecto de dominación creciente sobre la misma (el cual, como hemos visto, se vuelve contraproducente más allá de ciertos límites).
9
Dejamos antes pendiente la explicación de las trampas del progreso, noción que acuñó Ronald Wright en su ensayo A Short History of Progress (en español: Breve historia del progreso, Urano, Barcelona 2006). Una trampa del progreso es una mejora social o tecnológica a corto plazo que en largo plazo termina siendo un paso atrás. Pero cuando se advierte esto ya es demasiado tarde para cambiar de rumbo… Así cabe pensar en la Revolución Neolítica y la agricultura, las ciudades (con sus civilizaciones imperiales), la expansión colonial europea… y el capitalismo fosilista industrial. Los combustibles fósiles como base energética de la sociedad industrial, desde el siglo XVIII, “en aquel momento parecían una buena idea” (como reza el título del blog de Ignacio Escolar, tomado de una frase en la película Los siete magníficos), pero nos han metido en una trampa de la que hoy nos preguntamos si sabremos salir…
En cada caso, meterse en una de estas trampas del progreso implica algunas ventajas evidentes, aunque al precio de desventajas imprevistas que en algunos casos se van magnificando con el tiempo.
Para poder escapar de una trampa, lo primero es ser capaces de reconocer que estamos dentro de ella.
10
Hoy ya podemos ver con toda claridad que a lo que conduce el BAU (Business As Usual) es a un apocalipsis antropogénico. O en un plazo de lustros, a consecuencia de la crisis de recursos energéticos (petróleo sobre todo), el “pico de la deuda”, la degradación político-social… o en un plazo de decenios, a consecuencia de la crisis climática y la destrucción de ecosistemas y biodiversidad. Nos encontramos, escribe Zygmunt Bauman en uno de sus textos póstumos publicados en 2017, “más que nunca antes en la historia, en una situación de verdadera disyuntiva: o unimos nuestras manos o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en una misma y colosal fosa común”. En esta tremenda tesitura, me atrevo a proponer nueve indicaciones para pensar nuestro presente, y con ello cierro estas páginas:
- Lucidez –no autoengañarnos. Nada de wishful thinking. Aunque eso conduzca a ser considerados “extremistas” desde el “centro” de la cultura dominante, que sí que es extrema (¡nada más extremo que el capitalismo con su dinamismo autoexpansivo de crecimiento perpetuo!).
- No exagerar (síntesis budista- cristiana a través del sabio jesuita Juan Masiá).
- Superar en lo posible el fetichismo de la mercancía, la máxima fuente de alienación a lo largo de toda la Modernidad, como nos han recordado las “nuevas lecturas de Marx” (la crítica del valor de Robert Kurz y su gente, tan bien sintetizada por Anselm Jappe en un libro como Las aventuras de la mercancía, Pepitas de Calabaza, Logroño 2016.).
- Desprendernos de la tecnolatría. Tratar de pensar con la mayor objetividad posible acerca de la técnica (y la tecnociencia).
- Perspectiva no sólo de longue durée (Fernand Braudel) sino de Big History: lo humano en perspectiva cósmica. (Un buen texto en español para ello es el de Fred Spier: El lugar del hombre en el cosmos, Crítica, Barcelona 2011.)
- Reconocer el carácter fosilista de nuestra cultura –y de nuestras ideas de emancipación humana. Prioridad del binomio energía-clima. (Cómo afrontarlo en el marco de un proyecto de país para el Estado español es lo que han explicado Fernando Prats, Yayo Herrero y Alicia Torrego en La Gran Encrucijada, Libros en Acción, Madrid 2016).
- “Renaturalizar” las ciencias sociales y la filosofía (como sugería Manuel Sacristán en sus últimos años de vida). No sólo Marx, Nietzsche y Freud –también Sadi Carnot y Charles Darwin. La autonomía del sujeto humano es un logro civilizatorio, pero no puede construirse sobre una fantasiosa oposición a la naturaleza.
- Por eso, priorizar por encima de todo la construcción de una cultura no de dominación sobre la naturaleza, sino de simbiosis con ella. No estamos por encima de la naturaleza –como observa Mª José Guerra- sino que somos naturaleza en la naturaleza (Breve introducción a la ética ecológica, Antonio Machado Libros, Madrid 2001). Si pudiéramos aceptar que somos, esencialmente, animales con responsabilidades especiales…
- Comprender (y venerar) el carácter excepcional de nuestra Madre Tierra, Gaia/ Gea, con sus impresionantes capacidades de autorregulación basada en la vida y favorable a la vida. La biosfera-en-geosfera de nuestro tercer planeta del Sistema Solar constituye un gran supersistema homeostático: la comparación con la tórrida Venus y el helado Marte, desprovistos de vida, debería enseñarnos “temor y temblor”. (Hace tiempo que la hipótesis Gaia se convirtió en la teoría Gaia: nuestro medio ambiente planetario es homeostático. El sistema de la Tierra se autorregula, tendiendo a mantener constantes su temperatura y composición atmosférica. James E. Lovelock lo comprendió en los años setenta del siglo XX, y desde entonces hemos ido entendiendo cada vez más de la inmensa complejidad de estos mecanismos de autorregulación, y del papel crucial de los seres vivos en ello.) Si queremos tener un porvenir en la Tierra, cuidemos la vida. Nos va –literalmente- la vida en ello. Como señaló en muchas ocasiones la gran Lynn Margulis, Homo sapiens es peligroso para sí mismo (y para muchas otras especies), pero no para Gaia. “Gaia, una perra vieja, no está en absoluto siendo amenzada por los humanos. La vida planetaria sobrevivió por lo menos tres mil millones de años antes de que la humanidad fuera siquiera el sueño de un simio lúcido que deseaba una compañera sin pelo. Necesitamos honestidad. Necesitamos que nos liberen de nuestra arrogancia especie-centrista. (…) No somos los más importantes porque seamos tan numerosos, poderosos y peligrosos. Nuestra tenaz ilusión de poseer una patente de corso oculta nuestro verdadero estatus de mamíferos erectos y enclenques” (Margulis, Planeta simbiótico, Debate, Madrid 2002).